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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (86 page)

BOOK: Musashi
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—Comprendo.

—¿Qué quieres decir con eso?

Ryōhei no le respondió.

Mientras permanecían sentados en silencio, entró el estudiante y se acercó a Denshichirō.

—El Joven Maestro desea que vuelvas a su habitación —le dijo.

Denshichirō frunció el ceño.

—¿Y el sake? —preguntó con brusquedad.

—Lo he dejado en la habitación de Seijūrō.

—¡Pues tráelo aquí!

—¿Y tu hermano?

—Parece estar demasiado nervioso. Haz lo que te digo.

Los otros dijeron que no querían sake, que no era el momento adecuado para beber, y sus protestas enojaron a Denshichirō, el cual arremetió contra ellos.

—¿Qué os pasa a todos vosotros? ¿Es que también teméis a Musashi?

El disgusto, el dolor y la amargura eran evidentes en sus expresiones. Hasta el día de su muerte recordarían cómo con un solo golpe de una espada de madera su maestro había sido convertido en un inválido y la escuela deshonrada. Aun así, no habían sido capaces de acordar un plan de acción. Cada vez que discutían sobre lo ocurrido en los últimos tres días se dividían en dos facciones: unos estaban a favor de un segundo desafío, mientras que otros preferían evitar que las cosas empeorasen. Ahora algunos de los hombres mayores miraban con aprobación a Denshichirō, pero los demás, incluido Ryōhei, tendían a estar de acuerdo con su maestro derrotado, sobre todo en presencia de su exaltado hermano menor.

Al observar su vacilación, Denshichirō les dijo:

—Aunque mi hermano esté herido, no debe comportarse como un cobarde. ¡Igual que una mujer! ¿Cómo podéis esperar que le escuche y no digamos que esté de acuerdo con él?

Entonces habló Nampo Yoichibei.

—No se trata de que tengamos dudas de tu habilidad, pues todos confiamos en ella, pero aun así...

—¿Aun así qué? ¿En qué estás pensando?

—Verás, tu hermano parece opinar que Musashi no es importante. Tiene razón, ¿no crees? Piensa en el riesgo...

—¿El riesgo? —aulló Denshichirō.

—¡No lo he dicho en ese sentido! —dijo atropelladamente Yoichibei—. Lo retiro.

Pero el daño ya estaba hecho. Denshichirō se puso en pie y, agarrándole por el cogote, lo lanzó contra la pared.

—¡Vete de aquí! ¡Cobarde!

—Ha sido un desliz, no pretendía...

—¡Calla! ¡Márchate! Los débiles no están en condiciones de beber conmigo.

Yoichibei palideció. Entonces se puso de rodillas ante los demás.

—Os agradezco que me hayáis permitido estar entre vosotros durante tanto tiempo —se limitó a decir. Fue al pequeño sagrario shintoísta que estaba en el fondo de la habitación, hizo una reverencia y salió.

Sin dignarse mirar en su dirección, Denshichirō dijo:

—Ahora bebamos todos juntos. Después quiero que encontréis a Musashi. Dudo de que ya se haya marchado de Kyoto. Probablemente anda contoneándose por ahí, jactándose de su victoria. Y una cosa más. Este dōjō va a recuperar la actividad. Quiero que cada uno de vosotros practique intensamente y se ocupe de que los demás estudiantes también lo hagan. En cuanto haya descansado, también yo empezaré a practicar. Y recordad que no soy blando como mi hermano. Quiero que incluso los más jóvenes pongan todo su empeño en ejercitarse.

Exactamente una semana después, uno de los estudiantes más jóvenes llegó corriendo al dōjō con la noticia:

—¡Le he encontrado!

Fiel a su palabra, Denshichirō se había estado adiestrando implacablemente un día tras otro. Su energía, al parecer inagotable, fue una sorpresa para los discípulos. Un grupo de éstos le observaba ahora mientras se ocupaba de Ōtaguro, uno de los más expertos, tratándole como si fuese un niño.

—Hagamos un alto —dijo Denshichirō, dejando su espada y sentándose en el borde de la zona de prácticas—. ¿Dices que le has encontrado?

—Sí. —El estudiante se acercó y se puso de rodillas ante Denshichirō.

—¿Dónde?

—Al este de Jissōin, en el callejón Hon'ami. Musashi se aloja en casa de Hon'ami y Kōetsu. Estoy seguro de ello.

—Es extraño. ¿Cómo es posible que un rústico como Musashi haya llegado a conocer a un hombre de la categoría de Kōetsu?

—No lo sé, pero ahí es donde está.

—Muy bien, vayamos a por él. ¡Ahora mismo!

Denshichirō salió de la estancia para hacer sus preparativos. Ōtaguro y Ueda fueron tras él e intentaron disuadirle.

—Si le cogemos por sorpresa parecerá una pelea vulgar y corriente. La gente lo desaprobaría, aunque venciéramos.

—No importa. La etiqueta es cosa del dōjō. ¡En el combate real, el que gana, gana!

—Es cierto, pero ésa no es la manera en que ese patán derrotó a tu hermano. ¿No crees que sería más propio de un espadachín enviarle una carta especificando la hora y el lugar y luego derrotarle como es debido?

—Humm, tal vez tengas razón. De acuerdo, lo haremos de esa manera. Entretanto, no quiero que ninguno de vosotros se deje convencer por mi hermano para que estéis en mi contra. Me enfrentaré a Musashi diga lo que diga Seijūrō o cualquier otro.

—Nos hemos librado de todos los hombres que estaban en desacuerdo contigo, así como los ingratos que querían marcharse.

—¡Estupendo! Así somos mucho más fuertes. No tenemos necesidad de maleantes como Gion Tōji o apocados como Nampo Yoichibei.

—¿Deberíamos comunicarlo a tu hermano antes de enviar la carta?

—¡No, vosotros no! Lo haré yo mismo.

Mientras se encaminaba a la habitación de Seijūrō, los demás rogaban para que no se produjera otro choque entre los hermanos, ninguno de los cuales había cedido lo más mínimo en sus posturas encontradas con respecto a Musashi. Al cabo de un rato sin que se oyeran gritos, los estudiantes se ocuparon de establecer la fecha y el lugar para el segundo encuentro con su enemigo mortal.

Entonces oyeron la voz de Denshichirō.

—¡Ueda! ¡Miike! ¡Ōtaguro! ¡Todos vosotros! ¡Venid aquí!

Denshichirō estaba de pie en el centro de la estancia, con una expresión sombría y lágrimas en los ojos. Nadie le había visto jamás en semejante estado.

—Mirad todos esto.

Les tendió una carta muy extensa y, con ira forzada, les dijo:

—Mirad lo que ha hecho ahora el idiota de mi hermano. Tenía que decirme de nuevo sus opiniones, pero se ha ido para siempre... y ni siquiera dice adonde va.

El amor de una madre

Otsū dejó la costura que tenía entre manos y preguntó:

—¿Quién está ahí?

Deslizó la shoji que daba a la terraza, pero no vio a nadie y se sintió decepcionada, pues había esperado que fuese Jōtarō, al que ahora necesitaba más que nunca.

Aquélla era otra jornada de absoluta soledad. No podía concentrarse en la tarea de la costura.

Allí, por debajo del Kiyomizudera, al pie de la colina Sannen, las calles eran miserables, pero detrás de las casas y tiendas había bosquecillos de bambú y pequeños campos, donde florecían las camelias y las flores de ciruelo empezaban a caer. A Osugi le gustaba mucho aquella posada, donde se alojaba cada vez que estaba en Kyoto. El posadero siempre le permitía que ocupara una pequeña casa independiente. Detrás había varios árboles, en parte pertenecientes al jardín de la casa contigua, y delante una huerta de pequeñas proporciones, más allá de la cual estaba la cocina de la posada, en la que siempre reinaba una gran actividad.

—¡Otsū! —la llamó alguien desde la cocina—. Es hora de comer. ¿Te sirvo ahora la comida?

—¿Comida? Comeré con la anciana cuando regrese.

—Dijo que no volvería hasta tarde. Probablemente no la veremos antes de que anochezca.

—No tengo apetito.

—No sé cómo puedes seguir en pie, comiendo tan poco.

Llegaba al recinto el humo de la leña de pino procedente de los hornos de alfarería en la vecindad. Los días en que encendían los hornos siempre había mucho humo, pero una vez el aire quedaba limpio, la primavera temprana azuleaba el cielo más que nunca.

Desde la calle llegaba el sonido de cascos de caballos, las pisadas y las voces de los peregrinos que se dirigían al templo. A través de los transeúntes, el relato de la victoria de Musashi sobre Seijūrō había llegado a oídos de Otsū. El rostro de Musashi apareció ante sus ojos, y pensó que Jōtarō debía de haber estado aquel día en el Rendaiji. Deseaba fervientemente que regresara y se lo contase.

No podía creer que el muchacho la hubiera buscado y no hubiese podido encontrarla. Habían transcurrido veinte días, y el chico sabía que ella se alojaba al pie de la colina Sannen. Tal vez estaba enfermo, pero tampoco podía creer tal cosa. «Jōtarō no es la clase de persona que cae enferma —se dijo—. Probablemente está en alguna parte haciendo volar una cometa, divirtiéndose.» Ese pensamiento la hizo sentirse un poco malhumorada.

Tal vez era él quien esperaba. Otsū no había vuelto a la casa de Karasumaru, aunque le había prometido que regresaría pronto.

Le estaba vedado ir a ninguna parte, pues tenía prohibido salir de la posada sin el permiso de Osugi. Con toda evidencia, ésta había pedido al posadero y a los sirvientes que la vigilasen. Cada vez que dirigía su mirada a la calle, alguien le preguntaba:

—¿Vas a salir, Otsū?

La pregunta y el tono de voz parecían inocentes, pero ella comprendía el significado, y el único modo que tenía de enviar una carta era confiarla al personal de la posada, los cuales tenían instrucciones para retener cualquier mensaje que ella intentara enviar.

Osugi era una especie de celebridad en la zona, y persuadía fácilmente a la gente para que hicieran lo que deseaba. No eran pocos los tenderos, porteadores de palanquines y carreteros de la vecindad que la habían visto en acción el año anterior, cuando desafió a Musashi en el Kiyomizudera y, a pesar de su irascibilidad, sentían hacia ella cierta afectuosa admiración.

Cuando intentaba de nuevo terminar de coser la prenda de viaje de Osugi, cuyas piezas habían sido descosidas para lavarlas, una sombra apareció en el exterior y oyó una voz desconocida que decía:

—A ver si me he equivocado de sitio.

Una mujer joven había llegado por el pasadizo que llevaba a la calle y estaba bajo un ciruelo, entre dos parcelas plantadas con cebollas. Parecía nerviosa y un poco azorada, pero reacia a marcharse.

—¿Es ésta la posada? —le preguntó a Otsū—. Así lo dice el farol a la entrada del pasadizo.

Otsū apenas podía dar créditos a sus ojos, tan doloroso era el recuerdo súbitamente reavivado.

Creyendo que se había equivocado, Akemi le preguntó con timidez:

—¿En qué edificio está la posada? —Entonces, mirando a su alrededor, reparó en las flores del ciruelo y exclamó—: ¡Oh, qué bonitas son!

Otsū miró a la muchacha sin decir nada.

Un empleado, al que había avisado una de las chicas que trabajaban en la cocina, dobló corriendo la esquina de la posada.

—¿Estás buscando la entrada? —le preguntó.

—Sí.

—Está en la esquina, a la derecha del pasadizo.

—¿La posada da directamente a la calle?

—Así es, pero las habitaciones son tranquilas.

—Deseo un sitio donde pueda entrar y salir sin que nadie me vea. Creí que la posada estaba alejada de la calle. ¿No es esa casita parte de la posada?

—Sí.

—Parece un sitio bonito y tranquilo.

—También tenemos algunas habitaciones muy bonitas en el edificio principal.

—Parece ser que ahora se aloja ahí una mujer, pero ¿no podría alojarme yo también?

—Además hay otra señora. Es anciana y me temo que bastante nerviosa.

—Si a ella no le importa, por mí no hay inconveniente.

—Tendré que preguntárselo cuando vuelva. Ahora está ausente.

—¿Hay una habitación donde pueda descansar hasta entonces?

—Desde luego.

El empleado condujo a Akemi por el pasadizo, y Otsū lamentó no haber aprovechado la oportunidad para hacerle algunas preguntas. Reflexionó entristecida en que debería aprender a ser más agresiva.

Para mitigar sus celosas sospechas, Otsū se había asegurado una y otra vez que Musashi no era la clase de hombre que va por ahí tonteando con otras mujeres. Pero desde aquel día se había sentido desalentada: «Ella ha tenido más oportunidades de estar cerca de Musashi... Probablemente es mucho más inteligente que yo y sabe mejor cómo conquistar el corazón de un hombre».

Hasta aquel día, la posibilidad de que hubiera otra mujer nunca había pasado por su mente. Ahora reflexionó en las que consideraba sus propias debilidades: «No soy bonita y tampoco soy muy lista. No tengo padres ni familiares que me apoyen para casarme». Al compararse con otras mujeres, le parecía que la gran esperanza de su vida estaba ridículamente fuera de su alcance, que era presuntuoso por su parte pensar que Musashi pudiera llegar a pertenecerle. Ya no podía hacer acopio del valor que le permitió trepar al viejo cedro durante una fuerte tormenta.

«¡Ojalá tuviera la ayuda de Jōtarō!», se lamentó. Incluso imaginaba que había perdido su juventud. «En el Shippōji tenía aún parte de la inocencia que tiene Jōtarō. Por eso fui capaz de liberar a Musashi.» Se echó a llorar, y las lágrimas cayeron sobre la tela que estaba cosiendo.

—¿Estás aquí, Otsū? —preguntó Osugi en tono imperioso—. ¿Qué haces ahí sentada en la oscuridad?

El crepúsculo había llegado sin que la muchacha se diese cuenta.

—Encenderé una lámpara ahora mismo —se apresuró a decir, levantándose y yendo a una pequeña habitación trasera.

Cuando entró y tomó asiento, Osugi dirigió una fría mirada a la espalda de Otsū. Ésta dejó la lámpara al lado de la anciana e hizo una reverencia.

—Debes de estar cansada —le dijo—. ¿Qué has hecho hoy?

—Deberías saberlo sin necesidad de preguntar.

—¿Te hago un masaje en las piernas?

—Mis piernas no están tan mal, pero tengo los hombros rígidos desde hace cuatro o cinco días, probablemente a causa de este tiempo. Si te parece, puedes masajeármelos un poco.

Mientras así hablaba, se decía para sus adentros que sólo tendría que aguantar a aquella temible muchacha un poco más, hasta que encontrara a Matahachi y le obligara a reparar los males del pasado.

Otsū se arrodilló a su lado y empezó a masajearle los hombros.

—Sí, los tienes rígidos de veras. Deben de dolerte al respirar.

—A veces siento como si tuviera el pecho atascado, pero eso se me pasa en un instante. Nadie sabe lo que va a ocurrirle, pero no hay error posible acerca de una sola cosa. Lo único que he de hacer para ser yo misma es pensar en Musashi.

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