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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (145 page)

BOOK: Musashi
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Otsū se había subido el kimono, sujetándolo con el obi, de modo que el borde llegaba sólo a cuatro o cinco pulgadas por debajo de las rodillas. Llevaba un sombrero de viaje lacado y de ala ancha, y un palo en la mano derecha. De haber tenido los hombros cubiertos de flores, habría sido la imagen de la Joven de las Glicinas que tan a menudo se veía en los grabados al boj.

Puesto que Hyōgo había decidido alquilar medios de transporte en diversos puntos de la carretera, aquella noche su meta era una posada en la población de Sangen'ya, al sur de Shibuya. Desde allí se proponían seguir por la carretera de Ōyama hasta el río Tama, cruzarlo con el transbordador y seguir el Tōkaidō hasta Kyoto.

En la bruma nocturna, no transcurrió mucho tiempo antes de que el sombrero lacado de Otsū brillara de humedad. Tras caminar por un herboso valle fluvial, llegaron a un camino bastante ancho, el cual había sido uno de los más importantes en el distrito de Kanto desde el período Kamakura. La vegetación era muy densa a ambos lados, y de noche estaba totalmente desierto.

—Es lúgubre, ¿verdad? —dijo Hyōgo con una sonrisa. Una vez más redujo sus zancadas, naturalmente largas, para que Otsū llegara a su lado—. Ésta es la cuesta de Dōgen. Por aquí solía haber bandidos.

—¿Bandidos? —repitió ella, en un tono lo bastante alarmado para que él se riera.

—Pero eso fue hace mucho tiempo. Un hombre llamado Dōgen Tarō, que estaba relacionado con el rebelde Wada Yoshimori, parece haber sido el jefe de una banda de ladrones que vivían en las cuevas de estos alrededores.

—No hablemos de cosas así.

La risa de Hyōgo resonó en la oscuridad, y al oír el eco se sintió culpable por actuar frívolamente. Sin embargo, no podía evitarlo. Aunque estaba triste, la perspectiva de hallarse con Otsū durante los próximos días era muy placentera.

—¡Ah! —gritó Otsū, retrocediendo un par de pasos.

—¿Qué ocurre? —Instintivamente, Hyōgo le rodeó los hombros con un brazo.

—Ahí hay alguien.

—¿Dónde?

—Es un niño, sentado al lado de la carretera. Habla solo y llora. ¡Pobre criatura!

Cuando Hyōgo se acercó lo suficiente, reconoció al muchacho que había visto antes, aquella misma tarde, escondido entre la hierba en Azabu.

Iori se incorporó de un salto, y les miró boquiabierto. Un instante después, soltó un juramento y apuntó con su espada a Hyōgo.

—¡Zorro! —exclamó—. ¡Eso es lo que eres, un zorro!

Otsū contuvo el aliento y ahogó un grito. La expresión de Iori era salvaje, casi demoníaca, como si estuviera poseído por un espíritu maligno. Incluso Hyōgo retrocedió cautamente.

—¡Zorros! —gritó de nuevo Iori—. ¡Yo me ocuparé de vosotros!

Tenía la voz quebrada, como la de una anciana. Hyōgo le miraba perplejo, pero sin dejar de mantenerse a prudente distancia de la espada.

—¿Qué te parece esto? —gritó el muchacho, cortando de un tajo la parte superior de un alto arbusto no lejos de donde estaba Hyōgo. Entonces se dejó caer al suelo, extenuado por su esfuerzo. Respirando con dificultad, preguntó—: ¿Qué te ha parecido eso, zorro?

Hyōgo se volvió a Otsū y le dijo con una sonrisa:

—Pobrecillo, parece poseído por un zorro.

—Tal vez tengas razón. Sus ojos son feroces.

—Como los de un zorro.

—¿Podríamos hacer algo para ayudarle?

—Bueno, dicen que no existe cura de la locura ni la estupidez, pero sospecho que hay un remedio para su dolencia.

Se dirigió a Iori y le miró severamente.

El muchacho alzó la vista y se apresuró a coger de nuevo la espada.

—Aún estás aquí, ¿eh? —gritó.

Pero antes de que pudiera levantarse, asaltó sus oídos un feroz rugido procedente de lo más profundo de Hyōgo:

—¡Aaaaaargh!

El pánico paralizó a Iori. Hyōgo le cogió de la cintura y, sujetándolo horizontalmente, desando sus pasos cuesta abajo hasta el puente. Puso al chico de cabeza para abajo, le agarró por los tobillos y lo sostuvo por encima del pretil.

—¡Socorro! ¡Madre! ¡Socorro, socorro! ¡Sensei! ¡Sálvame!

Los gritos se convirtieron gradualmente en sollozos.

Otsū corrió a su rescate.

—Basta ya, Hyōgo. Déjale. No debes ser tan cruel.

—Supongo que es suficiente —dijo Hyōgo, dejando al muchacho suavemente sobre el puente.

Iori estaba conmocionado, quería gritar pero la voz no le salía. Estaba convencido de que no había alma en la Tierra que pudiera ayudarle. Otsū se acercó a él y le rodeó cariñosamente con un brazo los hombros caídos.

—¿Dónde vives, criatura? —le preguntó con dulzura.

Iori tartamudeó entre sollozos y señaló vagamente:

—Po... por allá.

—¿Qué quiere decir «por allá»?

—Ba-ba-bakurōchō.

—Pero eso está muy lejos. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Fui a hacer un recado y me perdí.

—¿Cuándo ha sido?

—Salí ayer de Bakurōchō.

—¿Y has estado vagando por ahí toda la noche y todo el día?

Iori hizo ademán de sacudir la cabeza, pero no dijo nada.

—Vaya, eso es terrible. Dime, ¿adonde te dirigías?

Ya un poco sosegado, el muchacho se apresuró a responder, como si hubiera estado esperando la pregunta:

—A la residencia de Yagyū Munenori de Tajima. —Tras palparse bajo el obi, sacó la carta arrugada y la agitó orgulloso ante su cara. Se la acercó a los ojos y dijo—: Es para Kimura Sukekurō. Tengo que entregársela y esperar una respuesta.

Otsū vio que Iori se tomaba su misión muy en serio y que estaba dispuesto a proteger la misiva aun a riesgo de su vida. El muchacho, por su parte, estaba decidido a no mostrar la carta a nadie hasta que llegara a su destino. Ninguno de los dos tenía el menor atisbo de lo irónico de la situación: una oportunidad perdida, una ocasión más insólita que el encuentro al otro lado del Río del Cielo del Pastor y la Hilandera.

Volviéndose a Hyōgo, le dijo:

—Parece ser que tiene una carta para Sukekurō.

—Se ha desviado por la dirección equivocada, ¿eh? Por suerte, no está muy lejos. —Llamó a Iori y le explicó cómo debía ir a la casa—. Ve a lo largo de este río hasta el primer cruce, luego gira a la izquierda y ve cuesta arriba. Cuando llegues a un lugar donde los caminos se juntan, verás un par de grandes pinos a la derecha. La casa está a la izquierda, al otro lado del camino.

—Y ten cuidado, no vaya a poseerte un zorro de nuevo —añadió Otsū.

Iori había recuperado su confianza.

—Gracias —le dijo, corriendo ya a lo largo del río. Cuando llegó al cruce, se volvió y gritó—: ¿Aquí a la izquierda?

—Eso es —respondió Hyōgo—. El camino está oscuro, por lo que ten cuidado. —Los dos se quedaron en el puente, viendo cómo se alejaba el chiquillo, durante unos instantes—. Qué niño tan extraño —comentó él.

—Sí, pero parece bastante listo.

Mentalmente lo comparaba con Jōtarō, quien sólo había sido algo mayor que Iori la última vez que ella le vio. Pensó que Jōtarō debía de tener ahora diecisiete años. Se preguntó cómo sería ahora y sintió la inevitable añoranza de Musashi. ¡Habían transcurrido tantos años desde que tuvo noticias suyas por última vez! Aunque ya estaba acostumbrada a vivir con el sufrimiento que comporta el amor, se atrevía a esperar que su marcha de Edo pudiera acercarle más a él, que incluso pudiera encontrarle en alguna parte a lo largo del camino.

—Sigamos adelante —dijo bruscamente Hyōgo, tanto para Otsū como para sí mismo—. Esta noche ya no tiene remedio, pero deberemos tener cuidado para no desperdiciar más tiempo.

Piedad filial

—¿Qué estás haciendo, abuela, practicando caligrafía?

La expresión de Jūrō Estera de Juncos era ambigua, y tanto podría ser de admiración como de mera sorpresa.

—Ah, eres tú —dijo Osugi, con un dejo de irritación.

Jūrō se sentó a su lado y musitó:

—Copiando un sutra budista, ¿eh? —La anciana no le respondió—. ¿No eres lo bastante vieja para no tener necesidad de seguir practicando tu escritura? ¿O acaso piensas convertirte en maestra de caligrafía en el otro mundo?

—Cállate. Para copiar las sagradas escrituras hay que alcanzar un estado de abnegación, y la soledad es lo mejor para eso. ¿Por qué no te vas?

—¿Después de que viniera a casa corriendo sólo para decirte lo que me ha sucedido hoy?

—Eso puede esperar.

—¿Cuándo terminarás?

—Tengo que poner el espíritu de la iluminación de Buda en cada carácter que escribo. Tardo tres días en hacer una copia.

—Tienes mucha paciencia.

—Tres días no son nada. Este verano haré docenas de copias. He jurado hacer un millar antes de mi muerte. Se las dejaré a quienes no sienten un amor apropiado hacia sus padres.

—¿Un millar de copias? Eso es mucho.

—Es mi sagrada promesa.

—Bueno, no estoy muy orgulloso de ello, pero supongo que no he sido respetuoso con mis padres, como los demás patanes que viven aquí. Se olvidaron de ellos hace mucho tiempo. El único que se preocupa por su padre y su madre es el jefe.

—Vivimos en un mundo triste.

—Ja, ja. Si eso te molesta tanto es que también debes tener un hijo que no es bueno para nada.

—Lamento decirlo, pero el mío me ha causado mucha aflicción. Por ese motivo he hecho mi promesa. Éste es el Sutra del gran amor de los padres. Todo aquel que no trata como es debido a sus padres debería verse obligado a leerlo.

—¿De veras vas a dar una copia de comoquiera que llames eso a mil personas?

—Dicen que si plantas una sola semilla de iluminación puedes convertir a cien personas, y si un brote de iluminación crece en cien corazones, pueden salvarse diez millones de almas. —Dejando el pincel, cogió una copia terminada y se la entregó a Jūrō—. Toma, quédatela. Procura leerla cuando tengas tiempo.

Parecía tan beata que Jūrō casi se echó a reír, pero logró contenerse. Venciendo el impulso de guardarse la hoja en el kimono, como si fuese un papel de seda para uso higiénico, se la llevó respetuosamente a la frente y la depositó en su regazo.

—Bueno, abuela, ¿seguro que no quieres saber lo que me ha ocurrido hoy? Es posible que tu fe en el Buda dé resultados. He tropezado con una persona muy especial.

—¿Quién podría ser?

—Miyamoto Musashi. Le vi en el río Sumida, cuando bajaba del transbordador.

—¿Que has visto a Musashi? ¿Por qué no me lo has dicho en seguida? —Gruñendo, apartó a un lado el material de escritura—. ¿Estás seguro? ¿Dónde se encuentra ahora?

—Vamos, mujer, tranquilízate. Tu amigo Jūrō no hace las cosas a medias. Después de averiguar quién era, le seguí sin que él lo notara. Fue a una posada de Bakurōchō.

—¿Se aloja cerca de aquí?

—Bueno, no está tan cerca.

—Puede que a ti no te lo parezca, pero a mí sí. No en vano he recorrido el país entero en su busca. —Se incorporó ágilmente, fue al armario ropero y sacó la espada corta que había pertenecido a su familia durante generaciones—. Llévame allí —le ordenó.

—¿Ahora?

—Naturalmente, ahora mismo.

—Creí que tenías mucha paciencia, pero... ¿Por qué has de ir con tanta precipitación?

—Siempre estoy dispuesta para enfrentarme a Musashi, incluso de un momento a otro. Si muero, puedes enviar mi cuerpo a mi familia de Mimasaka.

—¿No podrías esperar hasta que regrese el jefe? Si nos vamos así, todo lo que voy a conseguir por encontrar a Musashi será un buen rapapolvo.

—Pero no sabemos cuándo Musashi podría irse a otra parte.

—No te preocupes por eso. He dejado allí un hombre para que vigile la casa.

—¿Puedes garantizarme que Musashi no se marchará?

—Pero ¿qué es esto? ¡Te hago un favor y tú quieres atarme con obligaciones! Está bien, te lo garantizo totalmente. Mira, abuela, será mejor que te lo tomes con calma y sigas sentada copiando sutras o haciendo cualquier otra cosa.

—¿Dónde está Yajibei?

—Ha viajado a Chichibu con su grupo religioso. No sé exactamente cuándo volverá.

—No puedo permitirme esperar.

—En ese caso, ¿por qué no le pedimos a Sasaki Kojirō que venga? Puedes hablarle del asunto.

A la mañana siguiente, tras ponerse en contacto con su espía, Jūrō informó a Osugi que Musashi se había mudado de la posada a la casa de un pulidor de espadas.

—¿Lo ves? Te lo dije —replicó Osugi—. No puedes esperar que se quede siempre en un sitio. En cuanto te descuides, habrá vuelto a mudarse. —Estaba sentada ante el escritorio, pero no había escrito una sola palabra en toda la mañana.

—Musashi no tiene alas —le dijo Jūrō—. Tranquilízate y piensa que hoy Koroku irá a ver a Kojirō.

—¿Hoy? ¿No enviaste a alguien anoche? Dime dónde vive. Iré yo misma.

Empezó a prepararse para salir, pero Jūrō desapareció de repente y la anciana tuvo que preguntar la dirección a otros dos sicarios. Como apenas había abandonado la casa durante los más de dos años que llevaba en Edo, no estaba en absoluto familiarizada con la ciudad.

—Kojirō vive con Iwama Kakubei —le dijeron.

—Kakubei es un vasallo de los Hosokawa, pero tiene su propia casa en la carretera de Takanawa.

—Está como a media distancia de la colina de Isarago. Cualquiera puede decirte dónde es.

—Si tienes alguna dificultad, pregunta por Tsukinomisaki, otro nombre con que se conoce la colina de Isarago.

—Es fácil reconocer la casa, porque la puerta está pintada de un rojo brillante. Es la única vivienda en los alrededores que tiene una puerta roja.

—Muy bien, comprendo —dijo Osugi con impaciencia, molesta porque tantas explicaciones parecían sugerir que era estúpida o senil—. No parece difícil, así que voy a ponerme en seguida en camino. Haceos cargo de todo mientras estoy ausente. Cuidado con el fuego, no vaya a incendiarse la casa cuando Yajibei no está.

Se puso las zōri, comprobó que la espada corta pendía con seguridad de su costado, agarró el bastón y se puso en marcha.

Poco después reapareció Jūrō y preguntó dónde estaba Osugi.

—Nos preguntó cómo llegar a la casa de Kakubei y salió.

—Ah, en fin, ¿qué podemos hacer con una vieja tan testaruda? —Entonces gritó en dirección a los aposentos de los hombres—: ¡Koroku!

El acólito abandonó el juego al que estaba entregado y acudió con diligencia a la llamada.

—Anoche ibas a visitar a Kojirō y lo dejaste para más tarde, y ahora mira lo que ha ocurrido. La anciana ha ido sola.

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