Musashi (147 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
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Se guardó cuidadosamente una carta dirigida a Matahachi en la faja bajo el obi, junto con una copia del Sutra sobre el gran amor de los padres. Había también una segunda carta, que siempre llevaba metida en una pequeña bolsa de dinero. Esta misiva decía: «Aunque soy vieja, me ha tocado en suerte vagar por el país en un esfuerzo por realizar una sola gran esperanza. No hay manera de saberlo, pero podría caer bajo la espada de mi enemigo jurado o morir de enfermedad por el camino. Si tal fuese mi sino, pido a los funcionarios y a las personas de buena voluntad que utilicen el dinero que hay en esta bolsa para que envíen mi cuerpo a casa. Osugi, viuda de Hon'iden, aldea de Yoshino, provincia de Mimasaka».

Con la espada en su lugar, las espinillas protegidas con polainas blancas, guantes sin dedos en las manos y un obi con puntadas invisibles que sujetaba cómodamente su kimono sin mangas, los preparativos estaban casi completos. Depositó un cuenco con agua sobre su escritorio, se arrodilló ante él y dijo: «Ya me voy». Entonces cerró los ojos y permaneció inmóvil, dirigiendo sus pensamientos al tío Gon.

Jūrō entreabrió la shoji y se asomó.

—¿Estás preparada? —le preguntó—. Ya es hora de que nos pongamos en marcha. Kojirō aguarda.

—Estoy a punto.

Uniéndose a los demás, fue al espacio que le habían reservado ante el lugar de honor de la casa. El acólito cogió una taza de la mesa, la puso en la mano de Osugi y vertió cuidadosamente el sake. Entonces hizo lo mismo para Kojirō y Jūrō. Cuando cada uno de los cuatro hubo bebido, apagaron la lámpara y se pusieron en marcha.

No pocos hombres de Hangawara pidieron con vehemencia que les dejaran acompañarles, pero Kojirō se negó, puesto que un gran grupo no sólo atraería la atención sino que les dificultaría la lucha.

Cuando cruzaban el portal, un joven les gritó que esperasen. Entonces golpeó dos trozos de pedernal e hizo que saltaran chispas, una manera de desearles buena suerte. En el exterior, bajo un cielo oscurecido por nubes de lluvia, cantaban los ruiseñores.

Al avanzar por las calles oscuras y silenciosas, los perros les ladraban, impulsados tal vez por la sensación instintiva de que aquellos cuatro seres humanos se dirigían a una misión siniestra.

—¿Qué es eso? —preguntó Koroku, mirando a lo largo de un estrecho callejón.

—¿Has visto algo?

—Alguien nos está siguiendo.

—Probablemente es uno de nuestros hombres —dijo Kojirō—. Todos estaban muy deseosos de seguirnos.

—Prefieren pelearse que comer.

Doblaron una esquina y Kojirō se detuvo bajo los aleros de una casa.

—El taller de Kojirō está por aquí, ¿verdad? —dijo en voz baja.

—Calle abajo, al otro lado.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Koroku.

—Proceder de acuerdo con lo planeado. Vosotros tres escondeos en las sombras. Yo iré al taller.

—¿Y si Musashi intenta escabullirse por la puerta trasera?

—No te preocupes. Es tan poco probable que huya de mí como yo de él. Si huyera, estaría acabado como espadachín.

—De todos modos deberíamos situarnos en los lados opuestos de la casa..., por si acaso.

—De acuerdo. Ahora, como hemos convenido, haré salir a Musashi y caminaré con él. Cuando lleguemos cerca de Osugi, desenvainaré y le cogeré por sorpresa. Ése es el momento para que ella salga y ataque.

Osugi estaba rebosante de gratitud.

—Gracias, Kojirō. Eres tan bueno conmigo... Debes de ser la encarnación del gran Hachiman. —Juntó las palmas e inclinó la cabeza, como si estuviera ante el mismo dios de la guerra.

Kojirō estaba convencido en el fondo de su corazón de que estaba haciendo lo apropiado. Es en verdad dudoso que cualquier mortal ordinario pudiera imaginar la vastedad de su fariseísmo cuando subió los escalones hasta la entrada de la casa de Kōsuke.

Al principio, cuando Musashi y Kojirō eran muy jóvenes, estaban rebosantes de brío y ansiosos de demostrar su superioridad, no existía ninguna causa profundamente arraigada de enemistad entre ellos. Sin duda había rivalidad, pero sólo la fricción que surge normalmente entre dos luchadores fuertes y de cualidades casi idénticas. Lo que más adelante amargó a Kojirō fue ver que Musashi adquiría poco a poco fama de espadachín. Musashi, por su parte, respetaba la extraordinaria habilidad de Kojirō, si no su carácter, y siempre le trataba con cierta cautela. Sin embargo, con el transcurso de los años, estuvieron en desacuerdo sobre diversas cuestiones: la Casa de Yoshioka, el destino de Akemi, el asunto de la viuda Hon'iden. Ya no era posible su reconciliación.

Y ahora que Kojirō había decidido convertirse en el protector de Osugi, la tendencia de los acontecimientos llevaba el sello inequívoco del destino.

—¡Kōsuke! —Kojirō llamó discretamente a la puerta—. ¿Estás despierto?

La luz se filtraba a través de un resquicio, pero nada se movía en el interior. Transcurrieron unos minutos y por fin preguntaron desde dentro:

—¿Quién está ahí?

—Iwama Kakubei te dio mi espada para que la pulieras. He venido a buscarla.

—La espada larga... ¿Se trata de ésa?

—Abre y déjame entrar.

—Espera un momento.

La puerta se deslizó y los dos hombres se miraron. Kōsuke le cerró el paso y dijo fríamente:

—La espada aún no está lista.

—Ya veo. —Kojirō pasó por el lado de Kōsuke y se sentó en el escalón que daba acceso al taller—. ¿Cuándo estará lista?

—Bueno, veamos...

Kōsuke se restregó el mentón, tiró hacia abajo de las comisuras de sus ojos y su rostro alargado pareció todavía más largo. Kojirō tuvo la sensación de que le estaba tomando el pelo.

—¿No crees que estás tardando demasiado tiempo?

—Le dije a Kakubei con toda claridad que no podía prometerle cuándo la terminaría.

—No puedo prescindir de ella mucho más.

—En ese caso, llévatela.

—¿Qué significa esto? —replicó Kojirō, desconcertado. Los artesanos no hablaban así a un samurai. Pero en vez de intentar discernir qué podría haber tras la actitud del hombre, llegó a la conclusión de que éste había previsto su visita. Diciéndose que lo mejor sería actuar con rapidez, añadió—: Por cierto, tengo entendido que Miyamoto Musashi, de Mimasaka, se aloja aquí.

—¿Dónde has oído eso? —le preguntó Kōsuke con inquietud—. Sí, es cierto que se aloja en nuestra casa.

—¿Te importaría llamarle? Hace mucho que no le veo, desde que ambos estábamos en Kyoto.

—¿Cómo te llamas?

—Sasaki Kojirō. Él sabrá quién soy.

—Le diré que estás aquí, pero no sé si puede verte o no.

—Espera un momento.

—Tú dirás.

—Quizá sea mejor que te lo explique. En casa del señor Hosokawa oí por casualidad que un hombre cuya descripción corresponde a Musashi vivía aquí. He venido con la idea de invitar a Musashi. Podríamos ir a algún sitio para beber y charlar un poco.

—Comprendo.

Kōsuke se volvió y fue hacia el fondo de la casa.

Kojirō reflexionó en lo que haría si Musashi olía a gato encerrado y se negaba a verle. Se le ocurrieron dos o tres estratagemas, pero antes de que hubiera llegado a una decisión, le sobresaltó un grito atroz.

Se puso en pie de un salto, como si hubiera recibido un violento puntapié. Había cometido un error de cálculo, el otro había visto clara su estrategia... y no sólo eso, sino que la había vuelto contra él. Musashi debía de haber salido por la puerta trasera, rodeado la casa y atacado a los que estaban delante. Pero ¿quién había gritado? ¿Osugi? ¿Jūrō? ¿Koroku?

«Si así son las cosas...», se dijo Kojirō sombríamente, y salió corriendo a la calle. Con los músculos tensos y los latidos del corazón acelerados, en un instante estuvo preparado para enfrentarse a su contrario. «De todos modos tengo que luchar con él más tarde o más temprano», pensó. Lo sabía desde aquel día en el puerto del monte Hiei. ¡Había llegado la ocasión! Juró que, si Osugi ya había sido abatida, la sangre de Musashi sería una ofrenda por el eterno descanso de su alma.

Había recorrido unos diez pasos cuando oyó que le llamaban desde el lado de la carretera. La voz era forzada, la de alguien que estaba malherido e intentaba darle alcance.

—¿Eres tú, Koroku?

—Me..., me ha... he... herido.

—¡Jūrō! ¿Dónde está Jūrō?

—A... a él... tam-m-bién.

—¿Dónde está? —Antes de recibir una respuesta, Kojirō vio el cuerpo empapado en sangre de Jūrō a unos treinta pies de distancia. Cada vez más inquieto por su propia seguridad, gritó—: ¡Koroku! ¿Por dónde ha ido Musashi?

—No..., no..., no era Musashi. —Koroku, incapaz de alzar la cabeza, la movió de un lado a otro.

—¿Qué estás diciendo? ¿No era Musashi quien os atacó?

—No..., no... Musa...

—¿Quién ha sido?

Era una pregunta a la que Koroku jamás respondería.

Lleno de confusión, Kojirō corrió al lado de Jūrō y le alzó cogiéndole del viscoso cuello del kimono teñido de rojo.

—Dime, Jūrō. ¿Quién ha sido? ¿Hacia dónde ha ido?

Pero en vez de responder, Jūrō, con los ojos arrasados en lágrimas, empleó su último aliento en decir:

—Madre..., lo siento..., no debería...

—¿De qué me estás hablando? —dijo Kojirō, con un bufido de enojo, al tiempo que soltaba la prenda ensangrentada.

—¡Kojirō! ¿Eres tú, Kojirō?

Corrió en la dirección de donde procedía la voz de Osugi y vio a la anciana tendida en una zanja, con paja y mondas de verduras adheridas al rostro y el cabello.

—Sácame de aquí —le suplicó.

—¿Qué estás haciendo en ese agua sucia?

Kojirō, que parecía más irritado que servicial, la levantó bruscamente de la zanja, dejándola en el camino, donde ella se desplomó como un trapo.

—¿Adonde ha ido ese hombre? —preguntó la mujer, quitándole las palabras de la boca.

—¿Qué hombre? ¿Quién os atacó?

—No sé cómo ha sucedido exactamente, pero estoy segura de que era el hombre que nos venía siguiendo.

—¿Atacó de repente?

—¡Sí! Pareció salir de la nada, como una ráfaga de viento. No hubo tiempo de decir ni una palabra. Saltó desde las sombras y atacó a Jūrō primero. Cuando Koroku desenvainó su espada, ya estaba también herido.

—¿Por dónde se fue?

—Me empujó a un lado y no pude verle, pero las pisadas fueron por ahí. —Señaló hacia el río.

Kojirō cruzó corriendo el solar donde se celebraba el mercado de caballos, llegó al dique de Yanagihara y se detuvo para mirar a su alrededor. Distinguió a cierta distancia montones de tablas, luces y gente.

Al aproximarse, vio que se trataba de porteadores de palanquines.

—Mis dos compañeros han sido atacados en una calle lateral cerca de aquí —les dijo—. Quiero que los recojáis y llevéis a casa de Hangawara Yajibei, en el barrio de los carpinteros. Encontraréis a una anciana con ellos. Llevadla también.

—¿Les han atacado unos ladrones?

—¿Es que hay ladrones por aquí?

—Hay jaurías de ellos. Incluso nosotros tenemos que andarnos con cuidado.

—Quienquiera que fuese debe de haber salido corriendo de aquella esquina. ¿No habéis visto a nadie?

—¿Quieres decir ahora mismo?

—Sí.

—Pues no. Bueno, me marcho —dijo el porteador.

Junto con otros dos, cogieron tres palanquines y se dispusieron a partir.

—¿Y la tarifa? —preguntó uno.

—Os pagarán en destino.

Kojirō efectuó un rápido examen de la orilla del río y alrededor de los rimeros de tablas. Mientras lo hacía decidió que lo mejor sería regresar a casa de Yajibei. Enfrentarse a Musashi sin Osugi no tenía sentido y, además, no sería prudente hacerlo en el estado de ánimo que tenía en aquellos momentos.

Echó a andar y llegó a un cortafuegos, a un lado del cual crecía una hilera de paulonias. Se quedó un momento mirando los árboles y entonces, al volverse, vio el destello de una hoja entre el follaje. En un abrir y cerrar de ojos, cayeron media docenas de hojas. El golpe había estado dirigido a su cabeza.

—¡Cobarde asqueroso! —exclamó.

—¡No soy tal! —replicó el otro mientras la espada golpeaba por segunda vez desde la oscuridad.

Kojirō giró sobre sus talones y retrocedió con celeridad hasta quedar a una distancia segura.

—Si eres Musashi, ¿por qué no usas el método apro...?

Antes de que pudiera terminar la frase, la espada le persiguió de nuevo.

—¿Quién eres? —gritó—. ¿No crees que estás cometiendo un error?

Esquivó con éxito un tercer golpe, y el atacante, apenas sin resuello, se dio cuenta, antes de intentarlo por cuarta vez, de que se estaba esforzando en vano. Cambiando de táctica, empezó a avanzar poco a poco con la hoja extendida ante él, mirándole como si despidiera fuego por los ojos.

—Silencio —gruñó—. No hay ningún error. Tal vez te refresque la memoria si conoces mi nombre. Soy Hōjō Shinzō.

—Eres uno de los estudiantes de Obata, ¿verdad?

—Insultaste a mi maestro y mataste a varios de mis camaradas.

—De acuerdo con el código del guerrero, puedes desafiarme abiertamente en cualquier momento. Sasaki Kojirō no juega al escondite.

—Te mataré.

—Adelante, inténtalo.

Mientras Kojirō le veía acortar la distancia, doce pies, once, diez, aflojó con un leve movimiento la parte superior de su kimono y aplicó la mano derecha a la espada.

—¡Vamos! —gritó.

Por un momento Shinzō titubeó involuntariamente ante el desafío. Kojirō se inclinó adelante, su brazo se distendió como la cuerda de un arco y se oyó un tintineo metálico. Al cabo de un instante, su espada produjo un fuerte chasquido al quedar bruscamente encajada en la vaina. En la oscuridad nadie habría visto más que un tenue rayo de luz destellante.

Shinzō aún estaba en pie, con las piernas separadas. Todavía no brotaba la sangre, pero era evidente que había sido herido. Aunque seguía teniendo la espada extendida al nivel de los ojos, se había llevado la mano al cuello, con un movimiento reflejo.

—¡Oh!

La exclamación partió de ambos lados de Shinzō al mismo tiempo: de Kojirō y de un hombre que corría detrás del herido. El sonido de las pisadas, junto con la voz, hizo que Kojirō se apresurara a ocultarse en la oscuridad.

—¿Qué ha ocurrido? —gritó Kōsuke. Tendió los brazos para sujetar a Shinzō, pero todo el peso de éste le cayó encima—. ¡Oh, esto tiene mal aspecto! ¡Ayuda! ¡Que alguien me ayude!

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