Authors: Eiji Yoshikawa
—Eso que dices es interesante. Resulta que conozco a tu maestro y su excelente madre, Myōshū.
Musashi le contó su encuentro con ellos en el campo cercano al Rendaiji y que más tarde había pasado unos días en su casa. El asombrado Kōsuke se quedó un rato mirándole fijamente.
—¿Eres tú por casualidad el hombre que causó una gran agitación en Kyoto hace algunos años al derrotar a la escuela Yoshioka en Ichijōji? Creo que se llamaba Miyamoto Musashi.
—Ése es mi nombre —dijo Musashi, ruborizándose levemente.
Kōsuke se echó un poco atrás e hizo una reverencia deferente, al tiempo que decía:
—Perdóname. No debería haberte sermoneado. No tenía idea de que estaba hablando con el famoso Miyamoto Musashi.
—No te preocupes más por eso. Tus palabras han sido muy instructivas. El carácter de Kōetsu se revela en las lecciones que enseña a sus alumnos.
—Como sin duda sabes, la familia Hon'ami sirvió a los shogunes Ashikaga. De vez en cuando también los han llamado para pulir las espadas del emperador. Kōetsu siempre decía que las espadas japonesas no han sido creadas para matar o herir a la gente sino para mantener el gobierno imperial y proteger a la nación, para someter a los diablos y expulsar el mal. La espada es el alma del samurai, y la lleva sin otro propósito que mantener su propia integridad. Es una admonición omnipresente al hombre que gobierna a otros hombres y, al hacerlo así, trata de seguir el Camino de la Vida. Es muy natural que el artesano que pule la espada deba también pulir el espíritu de quien la maneja.
—Cuan cierto es lo que dices —convino Musashi.
—Kōetsu decía que ver una buena espada es ver la luz sagrada, el espíritu de la paz y la tranquilidad de la nación. Detestaba tocar una mala espada. Incluso estar cerca de una usada le causaba náuseas.
—Comprendo. ¿Me estás diciendo que has percibido algo malo en mi espada?
—En absoluto. Sólo me he sentido un poco deprimido. Desde que llegué a Edo, he trabajado con un buen número de armas, pero ninguno de sus propietarios parecía tener el menor atisbo del verdadero significado de la espada. A veces dudo de que tengan almas que pulir. Lo único que les interesa es descuartizar a un hombre o partirle la cabeza... con yelmo y todo. Es algo que llega a ser muy fatigoso. Por eso puse un nuevo letrero hace unos días, pero no parece surtir mucho efecto.
—Y yo he venido para pedirte lo mismo, ¿no es cierto? Comprendo cómo te sientes.
—Bueno, eso es un principio. Contigo las cosas pueden llegar a ser un poco diferentes. Pero sinceramente, cuando he visto la hoja de tu espada me he sobresaltado. Todas esas muescas y manchas..., manchas producidas por carne humana. Pensé que eras otro estúpido rōnin, como tantos hay, orgulloso de sí mismo por cometer una serie de asesinatos insensatos.
Musashi inclinó la cabeza. La voz de Kōetsu salía de la boca de Kōsuke.
—Te estoy agradecido por esta lección —le dijo—. Llevo espada desde mi adolescencia, pero nunca había pensado bastante a fondo en el espíritu que reside en ella. En el futuro, tendré en cuenta lo que has dicho.
Kōetsu pareció muy aliviado.
—En ese caso, te puliré tu espada. O quizá debería decir que considero un privilegio para un hombre de mi profesión poder pulir el alma de un samurai como tú.
Se había hecho de noche, y las luces estaban encendidas. Musashi decidió que era hora de marcharse.
—Espera —le dijo Kōsuke—. ¿Tienes otra espada para llevarla mientras trabajo en ésta?
—No, sólo tengo la espada larga.
—En ese caso, ¿por qué no eliges una para sustituirla? Me temo que ninguna de las que tengo aquí son muy buenas, pero ven a echar un vistazo.
Precedió a Musashi a la habitación del fondo, donde sacó de un armario varias espadas y las alineó sobre el tatami.
—Puedes quedarte cualquiera de ellas —le ofreció.
A pesar de las modestas palabras del artesano, todas las armas eran de excelente calidad. A Musashi le resultó difícil elegir una hoja entre aquella deslumbrante exhibición, pero finalmente seleccionó una y en seguida se enamoró de ella. Le bastaba tenerla en las manos para percibir el esmero que había puesto el artesano en su confección. Extrajo la hoja de la vaina y confirmó su impresión: era en verdad una hermosa pieza de artesanía, que probablemente databa del período Yoshino en el siglo XIV. Importunado por la duda de si sería demasiado elegante para él, una vez la hubo acercado a la luz y examinado, notó que sus manos se mostraban reacias a soltarla.
—¿Puedo tomar ésta? —preguntó, incapaz de añadir «en préstamo».
—Tienes el ojo de un experto —observó Kōsuke mientras guardaba las demás espadas.
Por primera vez en su vida, Musashi supo qué es la codicia. Sabía que sería inútil proponer la compra de la espada, pues el precio superaría con mucho sus medios, pero de todos modos no pudo evitarlo.
—Supongo que no querrías vender esta espada, ¿me equivoco?
—¿Por qué no?
—¿Cuánto pides por ella?
—Te la daré por lo mismo que pagué yo.
—¿Cuánto pagaste?
—Veinte piezas de oro.
Era una suma casi inconcebible para Musashi.
—Sería mejor que te la devuelva —dijo en tono vacilante.
—¿Por qué? —replicó Kōsuke, mirándole perplejo—. Te la prestaré durante tanto tiempo como la necesites. Anda, cógela.
—No. Eso haría que me sintiera todavía peor. Quererla como la quiero ya es bastante malo. Si la tuviera conmigo durante un tiempo, separarme luego de ella sería una tortura.
—¿De veras te gusta tanto? —Kōsuke miró alternativamente la espada y a Musashi—. Muy bien, entonces, te la daré... en matrimonio, por así decirlo. Pero a cambio espero un regalo apropiado.
Musashi se quedó desconcertado, pues no tenía absolutamente nada que ofrecerle.
—He oído decirle a Kōetsu que tallas estatuillas. Sería un honor para mí que me hicieras una imagen de Kannon. Ese sería suficiente pago.
La última imagen de Kannon que Musashi había tallado era la que dejó en Hōtengahara.
—Ahora no tengo ninguna a mano —le dijo—, pero en los próximos días te tallaré algo. Entonces... ¿puedo quedarme la espada?
—Desde luego. No esperaba tener la talla ahora mismo. Por cierto, en vez de alojarte en esa posada, ¿por qué no te quedas con nosotros? Tenemos una habitación sin usar.
—Eso sería perfecto —dijo Musashi—. Si viniera mañana, podría ponerme a trabajar de inmediato en la talla.
—Ven a ver la habitación —le urgió Kōsuke, quien también estaba contento y excitado.
Musashi le siguió por el pasillo exterior, al final del cual había un tramo de seis escalones. Entre la planta baja y el primer piso, sin pertenecer del todo a una ni al otro, había una habitación de ocho esteras. A través de la ventana Musashi vio las hojas cargadas de rocío de un albaricoquero.
Kōsuke señaló un tejado cubierto de conchas de ostra y dijo:
—Ahí está mi taller.
La esposa del artesano, como si éste la hubiera llamado mediante una señal secreta, llegó con sake y unas golosinas. Cuando los dos hombres se sentaron, la distinción entre anfitrión y huésped pareció evaporarse. Se relajaron, con las piernas extendidas, y se hablaron con toda sinceridad, dejando de lado las cortapisas normalmente impuestas por la etiqueta. Por supuesto, la conversación giró en torno a su tema favorito.
—Todo el mundo aparenta estar de acuerdo con la importancia de la espada —dijo Kōsuke—. Cualquiera te dirá que la espada es el «alma del samurai» y que una espada es uno de los tres sagrados tesoros del país
[11]
, pero la manera en que la gente trata realmente a las espadas es escandalosa, y me refiero tanto a los samurais como a los sacerdotes y el pueblo llano. Cierta vez me dediqué a visitar santuarios y casas antiguas donde hubo en otro tiempo colecciones de hermosas espadas, y puedo asegurarte que la situación es escandalosa.
Ahora las pálidas mejillas de Kōsuke habían enrojecido. Los ojos le ardían de entusiasmo y la saliva que se acumulaba en las comisuras de su boca rociaba en ocasiones la cara de su interlocutor.
—No se cuida como es debido casi ninguna de las famosas espadas del pasado. En el santuario de Suwa, en la provincia de Shinano, hay más de trescientas espadas. Podrían ser clasificadas como reliquias de familia, pero encontré sólo cinco que no estaban oxidadas. El santuario de Ōmishima, en Iyo, es célebre por su colección..., tres mil espadas que se remontan a muchos siglos atrás, pero después de pasar un mes allí, descubrí que sólo diez hojas estaban en buenas condiciones. ¡Es repugnante! —Kōsuke hizo una pausa para recobrar el aliento y siguió diciendo—: El problema parece ser que cuanto más antigua y famosa es una espada, tanto más tiende su propietario a guardarla en un lugar seguro, pero entonces nadie puede cuidar de ella, y la hoja se oxida cada vez más.
—Los propietarios son como padres que protegen a sus hijos tan celosamente que los niños crecen como idiotas. En el caso de los niños, siempre nacen más y no importa que unos cuantos sean estúpidos, pero las espadas...
Hizo otra pausa para tragar saliva, alzó sus delgados hombros todavía más y, con un destello en los ojos, declaró:
—Ya hemos tenido todas las buenas espadas que existirán jamás. Durante las guerras civiles, los forjadores de espadas se volvieron descuidados..., ¡qué digo, totalmente chapuceros! Se olvidaron de sus técnicas, y las espadas se han ido deteriorando desde entonces.
—Lo único que se puede hacer es cuidar mejor de las espadas antiguas. Hoy los artesanos pueden tratar de imitar las espadas de antaño, pero nunca conseguirán fabricar nada tan bueno. ¿No te encoleriza pensar en ello?
Bruscamente se puso en pie.
—Fíjate en esto. —Sacó una espada de extraordinaria longitud y la tendió a su huésped para que la inspeccionara—. Es un arma espléndida, pero está cubierta por la peor clase de orín.
El corazón de Musashi dio un vuelco. Sin duda alguna, la espada era la llamada Palo de Secar, perteneciente a Sasaki Kojirō. Al verla, los recuerdos acudieron en tropel a su mente.
Dominó sus emociones y dijo calmosamente:
—Es una espada larga de veras, ¿no es cierto? Supongo que sólo puede manejarla todo un samurai.
—Imagino que sí —convino Kōsuke—. No hay muchas como ésta. —Sacó la hoja, volvió el dorso hacia Musashi y se la dio por la empuñadura—. Mira, está muy oxidada..., aquí, aquí y aquí. Pero de todos modos la han usado.
—Ya veo.
—Es una pieza artesana muy peculiar, probablemente forjada en el período Kamakura. En estas espadas antiguas, el orín es sólo una película relativamente delgada. Si la hoja fuese nueva, jamás podría quitarle las manchas. En las espadas nuevas, las manchas de orín son como llagas malignas que devoran el mismo corazón del metal.
Musashi invirtió la posición de la espada, de modo que el dorso de la hoja estaba hacia Kōsuke, y le preguntó:
—Dime, ¿te ha traído esta espada su propietario en persona?
—No. Me hallaba en casa del señor Hosokawa, por unos asuntos, y uno de los servidores más veteranos, Iwama Kakubei, me pidió que pasara por su casa cuando regresara. Así lo hice, y me dio esta espada para trabajarla. Me dijo que pertenece a un invitado suyo.
—Las guarniciones también son buenas —observó Musashi, la mirada todavía fija en el arma.
—Es una espada de combate. El hombre la ha llevado a la espalda hasta ahora, pero quiere llevarla al costado, por lo que me ha pedido que arregle la vaina. Debe de ser un hombre muy alto. O bien se trata de eso o bien tiene un brazo muy experimentado.
El sake había empezado a surtir efecto en Kōsuke, a juzgar por su manera de arrastrar las palabras. Musashi llegó a la conclusión de que era hora de partir, cosa que hizo con el mínimo de ceremonia.
Era mucho más tarde de lo que había creído. No había luces en la vecindad.
Una vez dentro de la posada, tanteó en la oscuridad, buscando la escalera para subir al primer piso. Habían extendido dos jergones, pero ambos estaban vacíos. La ausencia de Iori le hizo sentirse incómodo, pues sospechó que el muchacho deambulaba perdido por las calles de aquella ciudad grande y desconocida.
Regresó a la planta baja y sacudió al portero nocturno hasta despertarle.
—¿Todavía no ha vuelto? —preguntó el hombre, el cual pareció más sorprendido que Musashi—. ¡Creí que estaba contigo!
Como sabía que permanecería despierto y mirando el techo hasta que Iori volviera, Musashi salió a la noche negra como la laca y aguardó cruzado de brazos bajo los aleros.
—¿Es esto Kobikichō?
A pesar de que le habían asegurado repetidas veces que lo era, Iori aún tenía sus dudas. Las únicas luces visibles en la amplia extensión de tierra pertenecían a las chozas improvisadas de carpinteros y albañiles, las cuales eran pocas y estaban dispersas. Más allá, a lo lejos, se distinguían las olas blancas, espumeantes, de la bahía.
Cerca del río había montones de piedras y rimeros de tablas, y aunque Iori sabía que en todo Edo se levantaban edificios a un ritmo febril, le pareció improbable que el señor Yagyū hubiera construido su residencia en semejante zona.
«¿Y ahora qué?», se preguntó, abatido, sentándose en unos maderos. Estaba cansado y le ardían los pies. Para refrescarlos, movió los dedos sobre la hierba humedecida por el rocío. Pronto la tensión se redujo y el sudor se secó, pero seguía sintiéndose muy desanimado.
«La culpa la tiene esa vieja de la posada —dijo para sus adentros—. No sabía de qué estaba hablando.» El tiempo que él mismo había dedicado a contemplar embobado el ambiente en el distrito teatral de Sakaichō se había esfumado de su mente.
Era ya tarde y no pasaba nadie a quien pudiera preguntar la dirección. No obstante, la idea de pasar la noche en aquel entorno desconocido le hacía sentirse inquieto. Tenía que completar su recado y regresar a la posada antes de que amaneciera, aunque para ello tuviera que despertar a uno de los trabajadores.
Al aproximarse a la choza más próxima iluminada, vio a una mujer con un trozo de estera atado a la cabeza como si fuese un chal.
—Buenas noches, señora —le dijo inocentemente.
Confundiéndole con el dependiente de una tienda de sake cercana, la mujer le miró irritada y dijo bruscamente:
—Has sido tú, ¿verdad? Me has tirado una piedra y echado a correr. ¿No es cierto, mocoso?