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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (138 page)

BOOK: Musashi
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Cuando los cinco o seis supervivientes huyeron hacia la aldea, Musashi dedicó uno o dos minutos a relajarse y recobrar el aliento, seguro de que los bandidos volverían con refuerzos. Entonces liberó a las mujeres y ordenó a las que podían tenerse en pie que cuidaran de las demás.

Tras dirigirles unas palabras de consuelo y aliento, les dijo que debían salvar a sus padres, hijos y maridos.

—Seríais desdichadas si sobrevivís y ellos perecen, ¿no es cierto?

Hubo un murmullo de asentimiento.

—Tenéis la fuerza necesaria para protegeros y salvar a los otros, pero no sabéis cómo usar esa fuerza. Por ello estáis a merced de los forajidos. Vamos a cambiar ese estado de cosas. Os ayudaré enseñándoos a usar el poder que tenéis. Lo primero que debéis hacer es armaros.

Les pidió que recogieran las armas que estaban diseminadas por el suelo y las distribuyó entre todos.

—Ahora seguidme y haced lo que os diga. No debéis tener miedo. Procurad creer que el dios de esta región está a vuestro lado.

Mientras conducía a las mujeres hacia la aldea en llamas, otras víctimas salieron de las sombras y se les unieron. Pronto el grupo se convirtió en un pequeño ejército de casi cien personas. Las mujeres abrazaban llorosas a sus seres queridos: las hijas se reunían con sus padres, las esposas con sus maridos, las madres con sus hijos.

Al principio, cuando las mujeres describían cómo Musashi había luchado con los bandidos, los hombres escuchaban con expresiones de perplejidad en sus rostros, incapaces de creer que se tratara del mismo rōnin idiota de Hōtengahara. Cuando lo aceptaron, su gratitud fue evidente, a pesar de la barrera impuesta por su dialecto.

Volviéndose hacia los hombres, Musashi les dijo que buscaran armas.

—Cualquier cosa servirá, incluso un buen palo o una caña de bambú fresco.

Ninguno desobedeció ni siquiera cuestionó sus órdenes.

—¿Cuántos bandidos hay ahí en total?

—Unos cincuenta.

—¿Cuántas casas tiene la aldea?

—Setenta.

Musashi calculó que los aldeanos sumarían setecientos u ochocientos. Incluso dejando de lado los ancianos y los niños, los bandidos seguirían superados en una proporción de diez a uno.

Sonrió sombríamente al pensar que aquellos pacíficos aldeanos no habían tenido más recurso que alzar las manos, desesperados. Sabía que si no se hacía algo, la atrocidad se repetiría. Aquella noche quería conseguir dos cosas: enseñar a los aldeanos la manera de protegerse y procurar que los bandidos desaparecieran para siempre de la zona.

—Señor —le dijo un hombre que acababa de llegar de la aldea—, vienen hacia aquí.

Aunque ahora los aldeanos estaban armados, la noticia les intranquilizó. Parecieron a punto de disgregarse y echar a correr.

A fin de devolverles la confianza, Musashi gritó:

—No tenéis por qué alarmaros. Esperaba que viniesen. Quiero que os escondáis a ambos lados del camino, pero primero escuchad mis instrucciones. —Habló rápida pero serenamente, repitiendo con brevedad todo cuanto debía quedar bien claro—. Cuando lleguen aquí, dejaré que me ataquen. Entonces fingiré que huyo. Ellos me seguirán. Vosotros, todos, quedaos donde estáis. No necesitaré ninguna ayuda.

—Al cabo de un rato regresarán. Cuando lo hagan, atacadles. Haced mucho ruido, cogedlos por sorpresa. Golpeadles en las piernas, el pecho, los costados..., cualquier parte que esté desprotegida. Cuando os hayáis ocupado del primer grupo, escondeos de nuevo y esperad al siguiente. Haced eso hasta que estén todos muertos.

Apenas había podido terminar y los campesinos se habían dispersado cuando aparecieron los intrusos. Por su manera de vestir y su falta de coordinación, Musashi supuso que se trataba de una fuerza beligerante primitiva, como las que debieron de ser corrientes mucho tiempo atrás, cuando los hombres se ganaban el sustento con la caza y la pesca. El nombre Tokugawa no significaba nada para ellos, como tampoco Toyotomi. Las montañas eran su hogar tribal, los aldeanos existían para proporcionarles alimentos y demás cosas necesarias.

—¡Alto! —ordenó el hombre que iba al frente del grupo.

Eran unos veinte hombres, algunos armados con espadas rudas, otros con lanzas, uno blandía un hacha de combate, otro sostenía un venablo oxidado. Silueteados contra el resplandor del incendio, sus cuerpos parecían sombras demoníacas de un negro azabache.

—¿Es ése?

—Sí, el mismo.

A unos sesenta pies por delante de ellos, Musashi se mantenía firme, bloqueando el camino. Desconcertados, empezaron a dudar de sus propias fuerzas, y por un breve momento ninguno de ellos se movió.

Pero sólo fue un momento. Entonces los ojos llameantes de Musashi empezaron a atraerlos inexorablemente hacia él.

—¿Eres el hijo de perra que intenta interponerse en nuestro camino?

—¡Tú lo has dicho! —exclamó Musashi, alzando su espada y abalanzándose contra ellos.

Hubo una ruidosa reverberación, seguida por una violenta refriega, como un torbellino en el que era imposible distinguir los movimientos individuales. Parecía un enjambre de hormigas aladas que se arremolinaban.

Los arrozales al lado del camino y el terraplén bordeado de árboles y arbustos al otro lado eran ideales para Musashi, puesto que le proporcionaban cierta cobertura, pero tras la primera escaramuza, efectuó una retirada estratégica.

—¿Habéis visto eso?

—¡El bastardo huye!

—¡A por él!

Le persiguieron hasta el extremo del campo más cercano, donde él se volvió y les hizo frente. Puesto que no había nada a sus espaldas, su posición parecía peor, pero mantuvo al enemigo a raya moviéndose rápidamente a derecha e izquierda. Entonces, en cuanto uno de ellos hacía un falso movimiento, Musashi golpeaba.

Su oscura figura parecía pasar velozmente de un lugar a otro, y un surtidor de sangre se alzaba ante él cada vez que se detenía. Los bandidos que no perecieron pronto estuvieron demasiado desconcertados para luchar, mientras Musashi afinaba más a cada golpe. Era una clase de combate distinto al del Ichijōji. No tenía la sensación de hallarse en el borde entre la vida y la muerte, sino que había ascendido a un plano de desprendimiento del yo, en el que el cuerpo y la espada actuaban armónicamente sin necesidad del pensamiento consciente. Sus atacantes huyeron en completo desorden.

Un susurro se extendió entre la hilera de aldeanos.

—Ahí vienen.

Entonces un grupo de ellos saltaron de su escondite y cayeron sobre los dos o tres primeros bandidos, matándolos casi sin esfuerzo. Los campesinos volvieron a fundirse con la oscuridad, y repitieron el proceso hasta que todos los bandidos hubieron caído en la emboscada y perecido.

Tras contar el número de cadáveres, los aldeanos sintieron reforzada su confianza.

—Al fin y al cabo no son tan fuertes —manifestó con satisfacción un hombre.

—¡Esperad! Por ahí viene otro.

—¡A él!

—No, no le ataquéis. Es el rōnin.

Sin apenas confusión, se alinearon a lo largo del camino como soldados a los que su general pasa revista. Todas las miradas estaban fijas en las ropas ensangrentadas de Musashi y su espada goteante, cuya hoja estaba desportillada en una docena de lugares. La tiró al suelo y cogió una lanza.

—Nuestro trabajo aún no ha terminado —les dijo—. Coged armas y seguidme. Combinando vuestras fuerzas, podréis echar a los intrusos del pueblo y rescatar a vuestras familias.

Ninguno de los hombres titubeó lo más mínimo. Las mujeres y los niños también buscaron armas y les siguieron.

Los daños causados a la aldea no eran tan extensos como habían temido, porque las casas estaban bastante separadas unas de otras, pero los aterrados animales de granja armaban un tremendo escándalo, y en alguna parte un bebé lloraba a lágrima viva. Desde el lado del camino llegaba un sonido crepitante, donde el fuego se había extendido a un bosquecillo de bambú verde.

Los bandidos no estaban a la vista.

—¿Dónde se han metido? —inquirió Musashi—. Me parece que huelo a sake. ¿Dónde puede haber una gran cantidad de sake almacenada en un solo lugar?

Los aldeanos estaban tan absortos contemplando las llamas que ninguno había reparado en el olor, pero uno de ellos dijo:

—Debe de ser la casa del cacique del pueblo. Él tiene barriles de sake.

—Entonces ahí es donde los encontraremos —dijo Musashi.

Mientras avanzaban, más hombres salieron de su escondite y se unieron a ellos. Musashi estaba satisfecho por el creciente espíritu de unidad.

—Ahí es —dijo un hombre, señalando una gran casa rodeada por un muro de tierra.

Mientras los campesinos se organizaban, Musashi escaló la pared e invadió el reducto de los bandidos. El jefe y sus principales lugartenientes estaban metidos en una gran sala con el suelo de tierra, trasegando sake y sometiendo forzosamente a sus repugnantes atenciones a unas muchachas que tenían cautivas.

—¡No os excitéis! —gritó colérico el jefe en un áspero dialecto montañés—. Es un solo hombre, y no creo que deba molestarme personalmente. Los demás podéis ocuparos de él.

Estaba riñendo a un subordinado que había llegado con la noticia de la derrota en las afueras del pueblo.

Cuando el jefe calló, los demás repararon en el ruido confuso de voces airadas al otro lado de la pared, y se movieron inquietos. Dejando de lado la carne de pollo a medio comer y las tazas de sake, se apresuraron a incorporarse y buscaron instintivamente sus armas. Entonces permanecieron en pie, mirando la entrada del aposento.

Musashi, utilizando la lanza como pértiga, saltó a través de una alta ventana lateral y aterrizó directamente detrás del jefe. Éste giró en redondo, pero quedó al instante empalado por la lanza. Lanzando un temible «Aaaagh», aferró con ambas manos el asta de la hoja alojada en su pecho. Musashi soltó calmosamente la lanza y el hombre cayó de bruces al suelo, la hoja y la mayor parte del asta saliéndole por la espalda.

El segundo hombre que atacó a Musashi se quedó sin su espada. Musashi le atravesó, descargó la hoja sobre la cabeza de un tercer hombre y la hundió en el pecho de un cuarto. Los demás corrieron atropelladamente a la puerta. Musashi les arrojó la espada y, continuando el mismo movimiento, extrajo la lanza del cuerpo del jefe.

—¡No os mováis! —gritó.

Atacó sosteniendo horizontalmente la lanza, e hizo que los bandidos se separaran como agua golpeada con un palo. Esto le proporcionó espacio suficiente para hacer un uso eficaz de la larga arma, la cual manejó entonces con una destreza que ponía a prueba la misma resistencia de la negra asta de roble, golpeando de costado, cortando hacia abajo, embistiendo letalmente adelante.

Los bandidos que trataban de cruzar la puerta se encontraron con el camino bloqueado por los aldeanos armados. Algunos intentaron huir saltando por la ventana, pero cuando llegaron al suelo, los aldeanos que aguardaban abajo mataron a la mayoría. De los pocos que lograron escapar, casi todos estaban gravemente heridos.

Durante algún tiempo llenaron el aire los gritos triunfales de jóvenes y viejos, hombres y mujeres, y cuando pasó el primer momento emocionado, los maridos abrazaron a sus esposas, los padres a sus hijos, vertiendo lágrimas de alegría.

En medio de aquella escena conmovedora, alguien preguntó:

—¿Y si vuelven?

Se hizo un súbito silencio entre los aldeanos, los cuales empezaron a sentir de nuevo la comezón de la inquietud.

—No volverán —dijo con firmeza Musashi—. Por lo menos no volverán a esta aldea. Pero no debéis tener demasiada confianza. Vuestra tarea consiste en manejar el arado, no la espada. Si os enorgullecéis demasiado por vuestra habilidad en la lucha, el castigo que os enviará el cielo será peor que cualquier ataque de los diablos de la montaña.

—¿Os habéis enterado de lo ocurrido? —preguntó Nagaoka Sado a sus dos samurais cuando éstos regresaron al Tokuganji.

A lo lejos, al otro lado del campo y la ciénaga, veía que la luz de los incendios en la aldea se estaba extinguiendo.

—Ahora todo está tranquilo.

—¿Habéis expulsado a los bandidos? ¿Qué daños han hecho en la aldea?

—Los aldeanos los han matado a casi todos antes de que llegáramos allí. Unos pocos han huido.

—Vaya, eso es extraño.

El samurai parecía sorprendido, pues, de ser cierto lo que le decían, tendría que reflexionar sobre la forma de gobernar en el distrito de su señor.

Al día siguiente, tras abandonar el templo, dirigió su caballo hacia la aldea.

—Nos queda fuera de nuestra ruta, pero vamos a echar un vistazo —dijo a sus hombres.

Un sacerdote fue con ellos para mostrarles el camino, y mientras cabalgaban, Sado observó:

—Esos cadáveres a lo largo de la calzada no parecen haber sido obra de campesinos. —Pidió más detalles a sus samurais.

Los aldeanos habían prescindido del sueño y estaban atareados enterrando a los muertos y limpiando los escombros del desastre. Pero cuando vieron a Sado y sus samurais, corrieron a esconderse en sus casas.

—Haced venir aquí a un aldeano y averigüemos qué es exactamente lo ocurrido.

El hombre que se presentó con el sacerdote les hizo un resumen bastante detallado de los acontecimientos de la noche.

—Ahora empieza a tener sentido —dijo Sado, asintiendo—. ¿Cómo se llama ese rōnin?

El campesino, que jamás había oído el nombre de Musashi, ladeó la cabeza. Cuando Sado insistió en conocerlo, el sacerdote preguntó a varias personas y finalmente obtuvo la información deseada.

—¿Miyamoto Musashi? —dijo Sado, pensativo—. ¿No es ése el hombre al que el muchacho se refería como su maestro?

—En efecto. Se empeñó en cultivar un terreno yermo en Hōtengahara, y por ello los campesinos le consideraban un tanto falto de luces.

—Me gustaría conocerle —dijo Sado, pero entonces recordó el trabajo que le aguardaba en Edo—. No importa. Ya hablaré con él la próxima vez que venga por aquí.

Hizo dar la vuelta a su caballo y dejó a los campesinos en pie al lado del camino.

Al cabo de unos minutos tiró de las riendas ante el portal del cacique del pueblo. Allí, escrito en tinta brillante sobre una tabla, estaba colgado el siguiente texto: «Recordatorio para los habitantes del pueblo. Vuestro arado es vuestra espada. Vuestra espada es vuestro arado. Cuando trabajéis en los campos, no olvidéis la invasión. Cuando penséis en la invasión, no olvidéis vuestros campos. Todas las cosas deben estar equilibradas e integradas. Lo más importante de todo es que no os opongáis al Camino de las generaciones sucesivas».

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