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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (171 page)

BOOK: Musashi
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—Estás muy delgado. ¿A qué se debe?

—He pasado mucho tiempo dedicado a la meditación.

—¿Cómo saliste de la cárcel?

—Más tarde te lo contará Gonnosuke. De momento, digamos que los dioses estuvieron de mi parte.

—No tienes que preocuparte más, Iori —dijo Gonnosuke—. Ni uno solo duda ya de su inocencia.

Aliviado, Iori se volvió muy locuaz y les contó su encuentro con Jōtarō y la marcha de éste a Edo. Cuando mencionó a la «vieja repulsiva» que se había presentado en la mansión de Hōjō, recordó la carta de Kojirō.

—Ah, me olvidaba de algo importante —exclamó, y entregó la carta a Musashi.

—¿Una carta de Kojirō? —Sorprendido, la sostuvo un momento en la mano, como si fuese una misiva de un amigo perdido mucho tiempo atrás—. ¿Dónde le has visto? —le preguntó.

—En el pueblo de Nobidome. Esa vieja odiosa estaba con él. Dijo que se dirigía a Buzen.

—¿Ah, sí?

—Estaba con muchos samurais de Hosokawa... Sensei, será mejor que estés alerta y no corras ningún riesgo.

Musashi se metió la carta sin abrir en el interior del kimono y asintió.

Iori no estaba seguro de que su maestro hubiera entendido exactamente lo que quería decir.

—Ese Kojirō es muy fuerte, ¿verdad? ¿Acaso tiene algo contra ti?

El muchacho relató a Musashi todos los detalles de su encuentro con el enemigo.

Cuando llegaron a la cabaña, Iori bajó al pie de la colina en busca de comida, y Gonnosuke recogió leña y fue a por agua.

Se sentaron alrededor del fuego que crepitaba en el hogar y saborearon el placer de estar de nuevo juntos, sanos y salvos. Fue entonces cuando Iori observó las cicatrices y moratones recientes en los brazos y el cuello de Musashi.

—¿Cómo te has hecho todas esas marcas? —le preguntó—. Estás lleno de ellas.

—No tiene importancia. ¿Has alimentado al caballo?

—Sí, señor.

—Mañana debes devolverlo.

A primera hora de la mañana, Iori montó el caballo y galopó un corto trecho antes de desayunar. Cuando el sol estaba por encima del horizonte, detuvo el caballo y se quedó inmóvil, boquiabierto.

Regresó corriendo a la cabaña y gritó:

—¡Levántate, sensei! ¡Deprisa! Es como cuando lo vimos desde la montaña en Chichibu. El sol... es enorme y parece como si fuese a rodar por la llanura. Levántate, Gonnosuke.

—Buenos días —dijo Musashi desde el bosque, donde estaba dando un paseo.

Demasiado excitado para pensar en el desayuno, Iori le dijo:

—Me voy ahora mismo. —Y partió al galope.

Musashi contempló al muchacho y el caballo que adoptaban la figura de un cuervo en el mismo centro del sol. La mancha negra se fue empequeñeciendo, hasta que finalmente quedó absorbida por el gran disco llameante.

El pórtico de la gloria

Antes de sentarse a desayunar, el portero rastrilló el jardín, quemó las hojas y abrió la puerta. Shinzō también llevaba cierto tiempo levantado. Comenzó su jornada como de costumbre, leyendo una selección de los clásicos chinos, a lo que siguió la práctica con la espada.

Desde el pozo, adonde había ido a lavarse, se dirigió al establo para echar un vistazo a los caballos.

—Caballerizo —llamó.

—Sí, señor.

—¿No ha vuelto todavía el ruano castaño?

—No, pero el caballo no me preocupa tanto como el muchacho.

—No te preocupes por Iori, pues se ha criado en el campo y puede cuidar de sí mismo.

El anciano portero se acercó a Shinzō y le informó de que habían venido a verle unos hombres que le esperaban en el jardín.

Shinzō se encaminó a la casa y saludó a los recién llegados agitando la mano.

—Cuánto tiempo ha pasado —comentó uno de los hombres.

—Me alegro de veros a todos de nuevo —dijo Shinzō.

—¿Cómo estás de salud?

—Espléndidamente, como podéis ver.

—Hemos sabido que te hirieron.

—No fue gran cosa. ¿Qué os trae por aquí a una hora tan temprana?

—Hay un pequeño asunto que nos gustaría tratar contigo.

Los cinco antiguos estudiantes de Obata Kagenori, todos ellos apuestos hijos de portaestandartes o eruditos confucianos, intercambiaron miradas significativas.

—Vayamos allí —dijo Shinzō, indicando un montículo cubierto de arces en un rincón del jardín.

Al llegar a la fogata del portero, se detuvieron y permanecieron a su alrededor.

Shinzō se llevó una mano al cuello, y entonces, al ver que los demás le estaban mirando, dijo:

—Cuando hace frío me duele un poco.

Los demás se turnaron para examinar la cicatriz.

—Tenemos entendido que ha sido obra de Sasaki Kojirō.

Se hizo una pausa de silencio breve y tensa.

—Precisamente hemos venido hoy para hablar de Kojirō. Ayer nos enteramos de que ha sido él quien mató a Yogorō.

—Lo sospechaba. ¿Tenéis alguna prueba?

—Circunstancial, pero convincente. Encontraron el cuerpo de Yogorō al pie de la colina de Isarago, detrás del templo. La casa de Kakubei está hacia la mitad de la colina, y Kojirō se alojaba ahí.

—Humm. No me extrañaría que Yogorō hubiera ido él solo a ver a Kojirō.

—Estamos bastante seguros de que eso es lo que ocurrió. Tres o cuatro noches antes de que encontraran el cuerpo, un florista vio a un hombre que respondía a la descripción de Kojirō trepando por la colina. Kojirō debió de matarle y luego bajó el cuerpo al pie de la colina.

Los seis hombres intercambiaron solemnes miradas. Guardaban silencio, pero la cólera que sentían se reflejaba en sus ojos.

Shinzō, su rostro enrojecido por el fuego, les preguntó:

—¿Es eso todo?

—No. Queríamos hablar sobre el futuro de la Casa de Obata y cómo vamos a ocuparnos de Kojirō.

Shinzō estaba sumido en sus pensamientos. El hombre que había hablado en primer lugar dijo:

—A lo mejor ya lo sabéis, pero Kojirō se ha convertido en vasallo del señor Hosokawa Tadatoshi. Ahora viaja camino de Buzen, y no ha pagado lo que debía... por la ruina de la reputación de nuestro maestro, la muerte de su único hijo y heredero y la matanza de nuestros camaradas.

—Shinzō —le instó un tercer hombre—, como discípulos de Obata Kagenori, tenemos que hacer algo.

Motas de blanca ceniza se alzaban del fuego. Uno de los hombres tragó humo y tosió.

Tras escucharles durante varios minutos, mientras ellos expresaban su enconada indignación, Shinzō dijo:

—Soy una de las víctimas, por supuesto, y tengo un plan propio. Pero decidme qué habéis pensado hacer vosotros.

—Presentar una protesta al señor Hosokawa, contarle todo lo ocurrido y pedirle que nos entregue a Kojirō.

—¿Y luego qué?

—Expondremos su cabeza en una pica ante las tumbas de nuestro maestro y su hijo.

—Podríais hacer tal cosa si os lo entregaran atado, pero los Hosokawa probablemente no harán tal cosa. Aunque le hayan reclutado hace muy poco, es su vasallo y lo que les interesa es su habilidad. Vuestra queja sólo sería una prueba más de esa habilidad. ¿Qué daimyō entregará uno de sus vasallos a otro sin motivos imperiosos?

—Entonces deberemos tomar medidas extremas.

—¿Por ejemplo?

—El grupo con el que viaja es bastante grande. Podríamos darles alcance con facilidad. Encabezados por ti, nosotros seis y otros discípulos leales...

—¿Estás sugiriendo que le ataquemos?

—Sí. Ven con nosotros, Shinzō.

—No me gusta.

—¿No eres tú el elegido para llevar el nombre de Obata?

—Resulta difícil admitir que un enemigo es mejor que nosotros —dijo Shinzō con semblante pensativo—. Sin embargo, objetivamente, Kojirō es el mejor espadachín. Me temo que, incluso con docenas de hombres, no haremos más que aumentar nuestra vergüenza.

—¿Y vas a quedarte al margen sin hacer nada? —preguntó indignado uno de ellos.

—No. Detesto tanto como vosotros que Kojirō haya salido indemne de lo que hizo, pero estoy dispuesto a esperar el tiempo que sea necesario.

—Tienes una paciencia enorme —dijo uno de los hombres en tono sarcástico.

—¿No estás evadiendo tu responsabilidad? —le preguntó otro.

Como Shinzō no respondía, los cinco hombres concluyeron que era inútil seguir hablando y se alejaron a toda prisa.

Por el camino se cruzaron con Iori, el cual había desmontado en el portal y dirigía su montura al establo. Tras atar el caballo, vio a Shinzō junto al fuego y fue a reunirse con él.

—Vaya —dijo el muchacho—. ¿Os habéis peleado?

—¿Por qué lo preguntas?

—Al llegar me he cruzado con unos samurais y parecían enfadados. Decían cosas extrañas, como «le había evaluado en exceso» y «es un débil».

—Eso no significa nada —dijo Shinzō con una risita—. Acércate más y caliéntate.

—¿Quién necesita fuego? He venido cabalgando sin parar desde Musashino.

—Pareces muy animado. ¿Dónde estuviste anoche?

—En casa. ¡El sensei ha vuelto!

—Había oído decir que estaba de vuelta o que no tardaría en llegar.

—¿Lo sabías ya?

—Me lo dijo Takuan. ¿Has oído la noticia, Iori?

—¿Qué noticia?

—Tu maestro va a ser un gran hombre. Ha tenido una suerte extraordinaria, pues va a ser uno de los maestros del shōgun. Será el fundador de su propia escuela de esgrima.

—¿Lo dices en serio?

—¿Te satisface?

—Naturalmente. Nada podría hacerme más feliz. ¿Me prestas el caballo?

—¿Ahora? Si acabas de llegar.

—Iré a decírselo.

—No es necesario que lo hagas. Antes de que finalice la jornada, el Consejo de Ancianos le convocará formalmente. En cuanto nos avisen, yo mismo iré a decírselo a Musashi.

—¿Vendrá él aquí?

—Sí —le aseguró Shinzō.

Mirando por última vez el fuego moribundo, echó a andar hacia la casa, un poco animado por Iori, pero preocupado por el destino de sus airados amigos.

La convocatoria tuvo lugar sin tardanza. Dos horas después llegó un mensajero con una carta para Takuan y una orden para que Musashi se presentara al día siguiente en el Pabellón de Recepciones, ante el portal de Wadakura. Tras haber confirmado su cita, se le informaba de que sería recibido en audiencia por el shōgun.

Cuando Shinzō, con un ayudante, llegó a la casa en la llanura de Musashino, encontró a Musashi sentado al sol con un gatito en el regazo, charlando con Gonnosuke.

Las palabras fueron breves. Shinzō se limitó a decir: «He venido en tu busca».

—Gracias —dijo Musashi—. Estaba a punto de llamarte para agradecerte que hayas cuidado de Iori.

Sin decir nada más, montó el caballo que Shinzō le había traído y regresaron a Ushigome.

Aquella noche, cuando estaba sentado con Takuan y el señor Ujikatsu, se sintió inmensamente afortunado porque podía considerar a aquellos hombres, así como a Shinzō, como verdaderos amigos.

Al levantarse por la mañana, Musashi descubrió que ya habían dejado en su habitación ropas apropiadas, junto con un abanico y papel de seda.

—Hoy es un gran día —le dijo el señor Ujikatsu durante el desayuno—. Debes regocijarte.

El desayuno consistía en arroz con judías rojas, un pescado de agua dulce entero para cada uno y otros platos que sólo se servían en las ocasiones festivas. El menú era muy parecido al que se servía durante la ceremonia de la mayoría de edad en la familia Hōjō.

Musashi deseaba rechazar la cita. En Chichibu había pensado a fondo en los dos años vividos en Hōtengahara y su ambición de poner su habilidad con la espada al servicio del buen gobierno. Ahora la creencia de que Edo, por no hablar del resto del país, estaba preparado para la clase de gobierno ideal que imaginaba parecía menos sostenible. La santidad del Camino y la aplicación de los principios de la esgrima a la causa de la paz sólo parecían ideales elevados, por lo menos hasta que Edo u Osaka lograran consolidar su dominio sobre todo el país. Y aún no había tomado una decisión sobre otro aspecto crucial: si la batalla definitiva se librara mañana, ¿debería apoyar al ejército del este o al del oeste? ¿O quizá debería abandonar el mundo y sobrevivir en las montañas alimentándose de raíces hasta que se restaurase la paz?

Ni siquiera aquella mañana podía librarse de la sensación de que si se contentaba con un alto cargo su búsqueda del Camino quedaría interrumpida. Pero no podía negarse. Lo que finalmente le decidió fue la confianza en él que le demostraban sus seguidores. Era imposible darles una negativa; no engañaría a Takuan, su viejo amigo y severo mentor, ni al señor Ujikatsu, que ahora se revelaba como un conocido valioso.

Vestido con atuendo formal y montado en un espléndido caballo con una hermosa silla, se encaminó al castillo por la carretera soleada. Cada paso que daba le acercaba supuestamente al pórtico de la gloria.

Delante del Pabellón de Recepción había un patio de grava y, en un alto poste, un letrero que decía: «Desmontar». Cuando Musashi bajó del caballo, un oficial y un mozo de establo se aproximaron.

—Me llamo Miyamoto Musashi —anunció en un tono de voz formal—. Vengo de acuerdo con la convocatoria que efectuó ayer el Consejo de Ancianos. ¿Puedo pediros que me llevéis al oficial encargado de la sala de espera?

Se había presentado solo, como se esperaba de él. Llegó otro oficial y le escoltó a la sala de espera, donde le dijeron que aguardase hasta que «llegara aviso del interior».

Era una sala grande, de más de veinte esteras, conocida como la «Habitación de las orquídeas» debido a las pinturas de aves y orquídeas primaverales en las paredes y los paneles de las puertas. Poco después entró un sirviente con té y pasteles, pero ése fue el único ser humano que Musashi vio durante casi media jornada. Los pajarillos de las pinturas no cantaban, las orquídeas no tenían fragancia. Musashi empezó a bostezar.

Supuso que el hombre de rostro rubicundo y cabello blanco que por fin se presentó era uno de los ministros. Tal vez en su juventud fue un guerrero distinguido.

—Eres Musashi, ¿verdad? —le dijo el señor Sakai Tadakatsu mientras tomaba asiento—. Disculpa por la larga espera.

Aunque era señor de Kawagoe y un daimyō muy conocido, en el castillo del shōgun no era más que otro funcionario a quien servía un solo samurai. Al parecer, le importaba muy poco la pompa y el protocolo.

Musashi hizo una reverencia hasta tocar el suelo con la frente y permaneció en esa posición mientras anunciaba en un lenguaje rígidamente formal:

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