Authors: Eiji Yoshikawa
Al día siguiente, un servidor del señor Sakai, que era miembro del Consejo de Ancianos, presentó un informe de una clase distinta: «De acuerdo con las instrucciones de vuestra señoría, Miyamoto Musashi ha sido liberado de la prisión y entregado a un hombre llamado Musō Gonnosuke, a quien hemos explicado con detalle cómo se produjo el malentendido».
El señor Sakai se apresuró a informar a Takuan, el cual dijo alegremente:
—Has hecho muy bien.
—Por favor, dile a tu amigo Musashi que no piense demasiado mal de nosotros —le pidió el señor Sakai en tono de disculpa, pues estaba informado del incómodo error cometido en el territorio bajo su jurisdicción.
Uno de los problemas resueltos con más rapidez fue el de la base de operaciones de Daizō en Edo. Los guardias al mando del comisario de Edo se dirigieron a la casa de empeños de Shibaura y en una rápida maniobra lo confiscaron todo, tanto sus propiedades como sus documentos secretos. También tomaron bajo custodia a la desdichada Akemi, aunque no tenía la menor idea de los planes traidores de su patrón.
Una noche, recibido en audiencia por el shōgun, Takuan relató los acontecimientos tal como él los conocía y le contó el resultado de lo ocurrido. Terminó diciendo:
—Por favor, no olvides por un momento que hay en este mundo muchos más Daizōs de Narai.
Hidetada aceptó la advertencia con un vigoroso gesto de asentimiento. Takuan siguió diciéndole:
—Si intentas perseguir a todos esos hombres y someterlos a la justicia, consumirás todo tu tiempo y esfuerzo en hacer frente a los insurgentes. No serás capaz de llevar a cabo la gran obra que se espera de ti como sucesor de tu padre.
El shōgun percibió la verdad en las palabras de Takuan y las tomó muy en serio.
—Que el castigo sea ligero —le ordenó—. Puesto que tú has informado de la conspiración, te encargo a ti de decidir los castigos.
Takuan expresó su más profundo agradecimiento y dijo:
—No tenía intención de quedarme tanto tiempo, pero veo que he pasado más de un mes en el castillo y ya es hora de que me marche. Iré a Koyagyū, en Yamato, para visitar al señor Sekishūsai. Entonces regresaré al Daitokuji, viajando por el distrito de Senshū.
La mención de Sekishūsai pareció evocar en Hidetada un agradable recuerdo.
—¿Cómo está de salud el viejo Yagyū? —inquirió.
—Por desgracia, me han dicho que el señor Munenori cree estar cerca del final.
Hidetada recordó la época en la que estuvo en el campamento de Shōkokuji y Sekishūsai fue recibido por Ieyasu. Por entonces Hidetada había sido un niño, y el porte viril de Sekishūsai le había causado una profunda impresión.
Takuan rompió el silencio.
—Luego está el otro asunto —le dijo—. Tras consultar con el Consejo de Ancianos y obtener su autorización, el señor Hōjō de Awa y yo hemos recomendado a un samurai de nombre Miyamoto Musashi para que sea tutor en la residencia de vuestra excelencia. Confío en que consideréis de una manera favorable la recomendación.
—He sido informado de ello. Dicen que la Casa de Hosokawa se interesa por él, lo cual le favorece mucho. He decidido que sería conveniente nombrar un tutor más.
Uno o dos días después Takuan abandonó el castillo, y en ese tiempo adquirió un nuevo discípulo. Fue al cobertizo detrás de la oficina del inspector y pidió a uno de los pinches de cocina que mantuviera la puerta abierta, de modo que la luz incidiera en una cabeza recién afeitada.
Temporalmente cegado, el novicio, que se consideraba un hombre condenado, alzó lentamente los ojos.
—¡Ah! —exclamó.
—Ven conmigo —le dijo Takuan.
Vestido con la túnica sacerdotal que Takuan le había enviado, Matahachi se levantó, inseguro, con la sensación de que sus piernas ya habían empezado a corromperse. Takuan le sujetó amablemente con un brazo y le ayudó a salir del cobertizo.
Había llegado el día del castigo. Detrás de los párpados cerrados, el resignado Matahachi veía la estera de juncos sobre la que le obligarían a arrodillarse antes de que el verdugo alzara la espada. Al parecer se había olvidado de que los traidores se enfrentaban a una muerte ignominiosa en la horca. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas recién afeitadas.
—¿Puedes andar? —le preguntó Takuan.
Matahachi creyó que le contestaba, pero en realidad no salía sonido alguno de sus labios. Casi inconsciente cruzó las puertas del castillo y los puentes tendidos sobre los muros interior y exterior. Avanzando lastimosamente al lado de Takuan, era la imagen perfecta de la proverbial oveja llevada al matadero. «Salve Buda Amida, salve Buda Amida...» Silenciosamente repetía la invocación al Buda de la Luz Eterna.
Matahachi entrecerró los ojos y miró más allá del foso externo, a las majestuosas mansiones de los daimyō. Más al este se encontraba el pueblo de Hibiya, y más allá eran visibles las calles del distrito central de la ciudad.
El mundo flotante le llamaba de nuevo, y las lágrimas que acudían a sus ojos subrayaban el anhelo que sentía por él. Cerró los ojos y repitió rápidamente: «Salve Buda Amida, Salve Buda Amida...». La súplica primero se hizo audible, luego cada vez más intensa y rápida.
—Date prisa —le dijo Takuan severamente.
Desde el foso giraron hacia Ōtemachi y cruzaron en diagonal hacia un gran solar vacío. Matahachi tenía la sensación de que ya había recorrido mil millas. ¿Seguiría el camino de aquella manera hasta el infierno, mientras la luz diurna iba cediendo el paso gradualmente a la oscuridad?
—Espera aquí —le ordenó Takuan.
Estaban en medio de un amplio terreno llano. A la izquierda, un agua turbia se deslizaba por el foso bajo el puente Tokiwa.
Directamente delante de la calle había un muro de tierra, sólo recientemente revestido de yeso blanco. Detrás se encontraba la empalizada de la nueva prisión y un grupo de edificios negros, que parecían casas del pueblo ordinarias, pero que en realidad eran la residencia oficial del comisario de Edo.
A Matahachi le temblaban las piernas y ya no podía sostenerse. Se dejó caer al suelo. En algún lugar entre la hierba, el grito de una codorniz sugería el camino hacia la tierra de los muertos.
Conmovido hasta el tuétano, lloró en silencio por su madre, que en aquellos momentos le parecía muy querida. Si hubiera permanecido a su lado ahora no se encontraría en semejante situación. Recordó también a otras mujeres: Okō, Akemi, Otsū, otras a las que había conocido o con las que había coqueteado. Pero su madre era la única mujer a la que deseaba ver realmente. Si tuviera la posibilidad de seguir viviendo, estaba seguro de que nunca volvería a oponerse a su voluntad, nunca volvería a ser un hijo ingrato.
Notó un escalofrío en la espina dorsal. Alzó la vista, vio tres gansos salvajes que batían sus alas en dirección a la bahía, y los envidió.
El impulso de echar a correr era como una comezón. ¿Y por qué no? No tenía nada que perder. Si le capturaban no estaría peor de lo que estaba ahora. Con una expresión desesperada, miró hacia el portal al otro lado de la calle. Takuan no estaba a la vista.
Se puso en pie de un salto y echó a correr.
—¡Detente!
Bastó el vozarrón para quebrantar su ánimo. Miró a su alrededor y vio a uno de los verdugos del comisario. El hombre dio un paso y descargó su largo bastón sobre el hombro de Matahachi, derribándole de un solo golpe e inmovilizándole con el bastón, como un niño podría paralizar una rana apretándola con un palo.
Cuando Takuan salió de la residencia del comisario, le acompañaban varios guardianes, al frente de un capitán. Conducían a otro prisionero, atado a una cuerda.
El capitán seleccionó el lugar donde tendría lugar el castigo, y tendieron en el suelo dos esteras de juncos recién tejidas.
—¿Damos comienzo? —preguntó el capitán a Takuan, el cual dio su asentimiento.
Mientras el capitán y el verdugo se sentaban en taburetes para mirar, el verdugo gritó: «¡En pie!», y alzó el bastón. Matahachi hizo un esfuerzo para levantarse, pero estaba demasiado fatigado para caminar. El verdugo le agarró bruscamente por la espalda de su túnica y, medio a rastras, le llevó a una de las esteras.
Se sentó allí con la cabeza gacha. Ya no oía a la codorniz. Aunque le llegaba un rumor de voces, le sonaban indistintas, como si un muro le separase de ellas.
Oyó que susurraban su nombre y se volvió asombrado.
—¡Akemi! —dijo ahogando un grito—. ¿Qué estás haciendo aquí?
La muchacha estaba arrodillada en la otra estera.
—¡Prohibido hablar!
Dos de los guardianes hicieron uso de sus bastones para separarles.
El capitán se levantó y empezó a leer los juicios y las sentencias oficiales en tono severo y digno. Akemi contenía las lágrimas, pero Matahachi lloraba sin el menor recato. El capitán terminó su parlamento, tomó asiento y gritó:
—¡Azotadles!
—Uno, dos, tres —contaron los hombres.
Matahachi gemía. Akemi, con la cabeza gacha y el rostro pálido como la cera, apretaba los dientes, esforzándose por soportar el dolor.
—Siete, ocho, nueve.
Las varas de bambú se resquebrajaban, y de sus puntas parecía salir humo.
Algunos transeúntes que pasaban cerca del grupo se detuvieron a mirar.
—¿Qué ocurre?
—Parecen dos prisioneros que están siendo castigados.
—Cien azotes, probablemente.
—Todavía no han llegado ni siquiera a cincuenta.
—Debe de ser doloroso.
Un guardián se aproximó y les asustó al golpear el suelo fuertemente con su bastón.
—Dispersaos. No está permitido que os quedéis aquí.
Los mirones se trasladaron a una distancia segura y, al mirar atrás, vieron que el castigo había terminado. Los guardias arrojaron las varas de bambú, que ahora sólo eran manojos de floja paja, y se limpiaron el sudor de los rostros sudorosos.
Takuan se levantó. El capitán ya lo había hecho. Intercambiaron unas palabras y el capitán llevó a sus hombres de regreso hacia el recinto del comisario. Takuan permaneció silencioso durante varios minutos, contemplando las figuras inclinadas sobre las esterillas. No dijo nada antes de marcharse.
El shōgun le había otorgado una serie de regalos, que él había transmitido a diversos templos Zen de la ciudad. Sin embargo, los rumores no tardaron en reanudarse en Edo. Según los rumores que uno oía, era un sacerdote ambicioso que se metía en política, o bien uno de los Tokugawa le había persuadido para que espiara en favor de la facción de Osaka. Algunos le consideraban un conspirador con «túnica negra».
Los rumores no significaban nada para Takuan. Aunque le preocupaba mucho el bienestar de la nación, le importaba muy poco que las vistosas flores de la época, los castillos de Edo y Osaka, florecieran o cayeran.
Finalmente, Akemi musitó:
—Matahachi, mira..., agua.
Ante ellos había dos cubos de agua, cada uno con un cazo, colocados allí como prueba de que la Oficina del Comisario no carecía por completo de buenos sentimientos.
Tras tomar varios tragos, Akemi le ofreció el cazo a Matahachi. Él no le hizo caso, y la muchacha le preguntó:
—¿Qué te pasa? ¿Es que no quieres beber?
Él tendió la mano lentamente y cogió el cazo. Cuando se lo llevó a los labios, bebió ávidamente.
—Matahachi, ¿te has convertido en sacerdote?
—¿Cómo? ¿Eso es todo?
—¿Qué quieres decir?
—¿Ha terminado el castigo? Aún no nos han cortado la cabeza.
—No tenían que hacerlo. ¿Es que no has escuchado la lectura de las sentencias?
—¿Qué ha dicho?
—Ha dicho que nos van a desterrar de Edo.
—¡Estoy vivo! —gritó Matahachi.
Casi enloquecido de alegría, se puso a brincar y se alejó sin volver una sola vez la cabeza atrás para mirar a Akemi.
Ella se llevó las manos a la cabeza y empezó a arreglarse el cabello. Luego se ajustó el kimono y se ató bien el obi. «No tiene vergüenza», musitó entre los labios ladeados. Matahachi era sólo una mota en el horizonte.
Cuando llevaba varios días en la residencia de Hōjō, Iori se sentía aburrido. Lo único que podía hacer era jugar.
—¿Cuándo regresará Takuan? —le preguntó a Shinzō una mañana, aunque en realidad quería saber qué le había ocurrido a Musashi.
—Mi padre sigue en el castillo, por lo que supongo que Takuan también está. ¿Por qué no te diviertes con los caballos?
Iori corrió al establo y ensilló su caballo preferido con una silla de laca y taracea de madreperla. Había montado el caballo los dos días anteriores sin conocimiento de Shinzō. Al recibir permiso para hacerlo se sintió orgulloso. Montó y salió por la puerta trasera a todo galope.
Las casas de los daimyō, los senderos entre los campos, los arrozales, los bosques..., todo se acercaba en rápida sucesión y quedaba atrás con la misma rapidez. Las grandes calabazas rojas y el color bermejo de la hierba proclamaban que el otoño estaba en su apogeo. La cadena montañosa de Chichibu se elevaba más allá de la llanura de Musashino. «Está en alguna parte de esas montañas», se dijo. Imaginó a su maestro en la cárcel, y las lágrimas que corrieron por sus mejillas le calmaron al enfriarse con el viento.
¿Por qué no iba en busca de Musashi? Sin pensarlo dos veces golpeó con la fusta al caballo, y jinete y montura avanzaron por el mar plateado de esponjosas plantas de eulalia.
Tras recorrer una milla a todo galope, tiró de las riendas y se dijo que quizá su maestro no había regresado a casa.
Encontró la nueva casa terminada pero deshabitada. En el arrozal más próximo, llamó a los campesinos que estaban recogiendo la cosecha de arroz.
—¿Alguno de vosotros ha visto a mi maestro?
Ellos sacudieron la cabeza, entristecidos.
Entonces tenía que estar en Chichibu. A lomo de caballo, podría efectuar el recorrido en un día.
Al cabo de un rato llegó al pueblo de Nobidome, cuya entrada estaba prácticamente bloqueada por monturas de samurais, caballos de carga, baúles de viaje, palanquines y hasta cuarenta y cincuenta samurais que en aquellos momentos estaban comiendo. Miró a su alrededor, buscando un camino alrededor del pueblo.
Tres o cuatro de los samurais que aguardaban se le acercaron corriendo.
—En, tú, bellaco, ¡aguarda!
—¡Baja del caballo! —Ahora estaban a cada lado de él.
—¿Por qué? Ni siquiera os conozco.