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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (173 page)

BOOK: Musashi
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Takuan se puso la bolsa sobre la rodilla y sacó un arrugado trozo de papel. Mientras leía el críptico mensaje que había escrito el padre de Iori, enarcó las cejas, sorprendido. Miró fijamente a Iori y dijo:

—Esto nos dice algo acerca de tu hermana. —Se saltó la primera parte y leyó en voz alta—: «Puesto que había decidido morir de hambre antes que servir a un segundo señor, mi esposa y yo viajamos errantes durante muchos años, viviendo en las circunstancias más humildes. Un año tuvimos que abandonar a nuestra hija en un templo de las provincias centrales. Pusimos "un sonido del cielo" entre sus ropas infantiles y confiamos su futuro al umbral de la misericordia. Entonces proseguimos nuestro camino hacia otra provincia.

—Más adelante adquirí mi casa con tejado de paja en los campos de Shimōsa. Pensé en aquella época anterior, pero el lugar estaba muy lejos y no habíamos tenido noticia alguna, por lo que temí que tal vez tratar de encontrarla no fuese lo mejor para la niña. Así pues, dejé las cosas como estaban.

—¡Qué crueles pueden ser los padres! Las palabras de Minamoto no Sanetomo son una reprobación de mis actos:

"Incluso los animales,

que no pueden expresar sus sentimientos

no carecen

del amor tierno y generoso

de los padres hacia sus vástagos".

—Ojalá mis antepasados se apiaden de mí por negarme a ensuciar mi honor de samurai poniéndome al servicio de un segundo señor. Tú eres mi hijo. ¡Por mucho que anheles el éxito, no comas un mijo deshonroso!»

Takuan guardó de nuevo el papel en la bolsa.

—Podrás ver a tu hermana —le dijo al muchacho—. La conozco desde que era una jovencita, y Musashi también la conoce. Ven con nosotros, Iori.

No explicó por qué hablaba así ni tampoco mencionó a Otsū ni el «sonido del cielo», que evidentemente era su flauta.

Todos salieron juntos y regresaron apresuradamente a la cabaña, donde llegaron poco después de que los primeros rayos del sol naciente la iluminaran. Estaba vacía. En el extremo de la llanura había una sola nube blanca.

Libro VII
LA LUZ PERFECTA

El buey desbocado

La sombra de la rama de ciruelo sobre la pared de yeso blanco, proyectada por el pálido sol, era de una belleza comedida que evocaba una pintura monocroma a tinta. Reinaba la tranquilidad en la primavera temprana de Koyagyū, y las ramas de los ciruelos parecían señalar el sur a los ruiseñores que pronto volarían en bandadas hacia el valle.

Al contrario que los pájaros, los shugyōsha que se presentaron a las puertas del castillo no tenían en cuenta las estaciones. Llegaban en un torrente continuo, con la intención ya de recibir instrucción de Sekishūsai, ya de probar su habilidad enfrentándose a él. La letanía tenía pocas variaciones: «Por favor, un solo encuentro»; «Te lo ruego, déjame verle»; «Soy el único discípulo verdadero de Fulano que enseña en tal y cual lugar». Durante los diez últimos años, los guardianes habían dado siempre la misma respuesta: debido a lo avanzado de su edad, su señor no podía recibir a nadie. Pocos espadachines, o aspirantes a serlo, se conformaban con eso. Algunos lanzaban diatribas sobre el significado del verdadero Camino y decían que no debería existir ninguna discriminación entre jóvenes y viejos, ricos y pobres, principiantes y expertos. Otros se limitaban a suplicar, mientras que algunos tenían la audacia de ofrecer sobornos. Muchos eran los que se marchaban mascullando agrias imprecaciones.

Si la verdad hubiera sido de dominio público, a saber, que Sekishūsai había fallecido el año anterior, las cosas podrían haberse simplificado mucho, pero se decidió que, como Munenori no podía marcharse de Edo hasta el cuarto mes, la muerte debería mantenerse en secreto hasta que se hubiera celebrado el servicio fúnebre. Una de las pocas personas de fuera del castillo que conocían las circunstancias estaba sentada ahora en una sala de invitados y pedía ver a Hyōgo con bastante insistencia.

Era Inshun, el abad ya entrado en años del Hōzōin, quien durante el período de senilidad de In'ei y tras la muerte de éste había mantenido la reputación del templo como un centro de artes marciales. Muchos creían incluso que la había mejorado. Había hecho todo lo posible para conservar los estrechos vínculos entre el templo y Koyagyū que habían existido desde los tiempos de In'ei y Sekishūsai. Decía que quería ver a Hyōgo para hablar de las artes marciales, pero Sukekurō conocía su verdadero propósito: enfrentarse en combate al hombre a quien su abuelo había considerado en privado como un espadachín mejor que él mismo o Munenori. Por supuesto, Hyōgo no estaba dispuesto a participar en semejante encuentro, pues no creía que beneficiara a nadie y, en consecuencia, era insensato.

Sukekurō aseguró a Inshun que había dado aviso.

—Estoy seguro de que Hyōgo saldría a saludarte si se encontrara mejor.

—¿Quieres decir que todavía está resfriado?

—Así es, no puede quitárselo de encima.

—No sabía que su salud fuese tan frágil.

—Oh, no lo es, pero ha estado en Edo algún tiempo, ¿sabes?, y no puede acostumbrarse del todo a los fríos inviernos de estas montañas.

Mientras los dos hombres hablaban, un sirviente llamaba a Otsū en el jardín del recinto más interior. Se abrió una shoji y la muchacha salió de una de las casas, seguida por una espiral de humo de incienso. Seguía de luto más de doscientos días después del fallecimiento de Sekishūsai, y su rostro estaba tan blanco como una flor de peral.

—¿Dónde estabas? —le preguntó el muchacho—. Te he buscado por todas partes.

—Estaba en la capilla budista.

—Hyōgo pregunta por ti.

Cuando entró en la habitación de Hyōgo, éste le dijo:

—Ah, Otsū, gracias por venir. Quisiera que saludaras a un visitante de mi parte.

—Sí, desde luego.

—Lleva aquí bastante rato. Sukekurō ha ido a hacerle compañía, pero el pobre ya debe de estar harto después de oír hablar tanto del Arte de la Guerra.

—¿El abad del Hōzōin?

—El mismo.

Otsū sonrió levemente, inclinó la cabeza y salió de la estancia.

Entretanto, Inshun sonsacaba a Sukekurō sin demasiada sutileza detalles del pasado y el carácter de Hyōgo.

—Me han dicho que cuando Katō Kiyomasa le ofreció una posición, Sekishūsai se negó a dar su consentimiento a menos que Kiyomasa aceptara una condición insólita.

—¿De veras? No recuerdo haber oído jamás semejante cosa.

—Según In'ei, Sekishūsai le dijo a Kiyomasa que, puesto que Hyōgo tenía muy mal genio, su señoría debía prometerle por anticipado que si Hyōgo cometía faltas graves, le perdonaría las tres primeras. Se sabe que Sekishūsai jamás toleraba la irreflexión. Debía de tener unos sentimientos muy especiales hacia Hyōgo.

Esta revelación era tan sorprendente que Sukekurō aún no sabía qué decir cuando entró Otsū. La muchacha sonrió al abad y le dijo:

—Me alegro mucho de verte. Lamentablemente, Hyōgo está muy ocupado preparando un informe que debe enviar a Edo de inmediato, pero me ha pedido que te presente sus excusas por no poder verte en esta ocasión.

Otsū se atareó sirviendo té y pastelillos a Inshun y los dos jóvenes sacerdotes que le acompañaban.

El abad pareció decepcionado, aunque ignoró cortésmente la discrepancia entre la excusa que le había dado Sukekurō y la de Otsū.

—Es una lástima, pues tenía una importante información que darle.

—Se la transmitiré con mucho gusto —dijo Sukekurō—, y puedes tener la seguridad de que sólo llegará a oídos de Hyōgo.

—Estoy seguro de ello —dijo el viejo sacerdote—. Sólo quería advertir personalmente a Hyōgo.

Entonces Inshun repitió un rumor que había oído sobre cierto samurai del castillo de Ueno en la provincia de Iga. La línea divisoria entre Koyagyū y el castillo se hallaba en una zona escasamente poblada, unas dos millas al este, y desde que Ieyasu la confiscó al daimyō cristiano Tsutsui Sadatsugu para entregarla a Tōdō Takatora se habían producido muchos cambios. Desde que fijó allí su residencia el año anterior, Takatora había reparado el castillo, revisado el sistema de impuestos, mejorado las instalaciones de riego y llevado a cabo otras medidas para consolidar su posesión del territorio. Todo esto era de dominio público. Pero Inshun se había enterado de algo más: Takatora se disponía a expandir sus tierras haciendo retroceder la línea limítrofe.

Según los informes, Takatora había enviado un cuerpo de samurais a Tsukigase, donde estaban construyendo casas, talando ciruelos, desviando a los viajeros e invadiendo abiertamente la propiedad del señor Yagyū.

—Pudiera ser que el señor Takatora se esté aprovechando de que estáis de luto —observó Inshun—. Podéis considerarme un alarmista, pero parece como si se propusiera retirar el límite en esta dirección y tender una nueva valla. De ser así, sería mucho más fácil aclarar las cosas ahora que cuando haya terminado. Me temo que si os quedáis sentados sin hacer nada, más tarde lo lamentaréis.

Sukekurō, hablando como uno de los servidores de alto rango de su señor, agradeció la información a Inshun.

—Haré que se investigue la situación y, si es necesario, expondré una queja.

Sukekurō expresó su agradecimiento en nombre de Hyōgo e hizo una reverencia mientras el abad se marchaba.

Cuando Sukekurō informó de los rumores a Hyōgo, éste se echó a reír.

—No hagas caso —dijo—. Cuando regrese mi tío se ocupará del asunto.

Sukekurō, que sabía lo importante que era proteger cada palmo de terreno, no quedó nada satisfecho con la actitud de Hyōgo. Habló con los otros samurais de alto rango y convinieron en que, aunque era necesaria una gran discreción, debían hacer algo. Tōdō Takatora era uno de los daimyō más poderosos del país.

A la mañana siguiente, cuando Sukekurō salía del dōjō situado encima del Shinkagedō tras la práctica de esgrima, tropezó con un chico de trece o catorce años.

El muchacho hizo una reverencia a Sukekurō, el cual le dijo jovialmente:

—Ah, hola, Ushinosuke. ¿Fisgando otra vez en el dōjō? ¿Me has traído un regalo? Veamos..., ¿patatas silvestres?

Sólo bromeaba a medias, puesto que las patatas de Ushinosuke eran siempre mejores que las de cualquier otro.

El muchacho vivía con su madre en la aislada aldea montañesa de Araki, y a menudo acudía al castillo para vender carbón, carne de jabalí y otros productos.

—Hoy no tengo patatas, pero le he traído esto a Otsū —dijo, al tiempo que mostraba un paquete envuelto en paja.

—A ver, ¿qué es esto..., ruibarbo?

—¡No, está vivo! A veces oigo cantar a los ruiseñores en Tsukigase. ¡He atrapado uno!

—Humm, siempre vienes aquí por el camino de Tsukigase, ¿no es cierto?

—Sí, es el único camino.

—Permíteme que te haga una pregunta. ¿Has visto muchos samurais en esa zona últimamente?

—Algunos.

—¿Qué están haciendo ahí?

—Construyen cabañas...

—¿Has visto si levantan vallas o algo parecido?

—No.

—¿Han estado talando ciruelos?

—Bueno, aparte de las cabañas han arreglado los puentes, y para eso han cortado toda clase de árboles. También necesitaban leña.

—¿Paran a la gente en el camino?

—No lo creo. No les he visto hacer eso.

Sukekurō ladeó la cabeza.

—Tengo entendido que esos samurais son del feudo del señor Tōdō, pero no sé qué están haciendo en Tsukigase. ¿Qué dice la gente de la aldea?

—Dicen que son rōnin expulsados de Nara y Uji. No tienen donde vivir, así que han ido a las montañas.

A pesar de lo que Inshun le había dicho, Sukekurō se dijo que esa explicación era razonable. Ōkubo Nagayasu, el magistrado de Nara, se esforzaba por mantener su jurisdicción libre de rōnin indigentes.

—¿Dónde está Otsū? —preguntó Ushinosuke—. Quiero darle su regalo.

El chiquillo siempre deseaba verla, pero no sólo porque ella le daba dulces y era amable con él. Su belleza tenía algo misterioso, sobrenatural. A veces, Ushinosuke se preguntaba si era humana o una diosa.

—Supongo que está en el castillo —dijo Sukekurō. Entonces, mirando hacia el jardín, añadió—: Vaya, parece que tienes suerte. ¿No es ésa de ahí?

—¡Otsū! —gritó Ushinosuke.

Ella se volvió y le sonrió. El muchacho corrió a su lado y le ofreció el paquete.

—¡Mira! He cogido un ruiseñor. Es para ti.

—¿Un ruiseñor? —Otsū, con el ceño fruncido, mantenía los brazos a los costados.

Ushinosuke pareció decepcionado.

—Canta muy bien. ¿No te gustaría oírlo?

—Sí, pero sólo si es libre para volar adonde le plazca. Entonces nos cantará bonitas canciones.

—Supongo que tienes razón —dijo él, haciendo pucheros—. ¿Quieres que lo suelte?

—Te agradezco que quieras hacerme un regalo, pero sí, soltarlo me haría más feliz que quedármelo.

En silencio, Ushinosuke abrió el paquete de paja y, como una flecha, el pájaro voló por encima de la muralla del castillo.

—¿Ves qué contento está de verse libre? —dijo Otsū.

—Dicen que los ruiseñores son los mensajeros de la primavera. Tal vez alguien te traerá buenas noticias.

—¿Un mensajero con noticias tan buenas como la llegada de la primavera? Ciertamente, hay algo que estoy deseando oír.

Otsū echó a andar hacia el bosque detrás del castillo, y Ushinosuke se puso a su lado.

—¿Adonde vas? —le preguntó el chiquillo.

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