Musashi (177 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
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—No puedo hacerlo —dijo—. Me llevaría el resto del día.

Con una expresión resignada en su semblante, se sacudió la tierra del kimono.

—¿No puedes sacar la patata después de haber cavado tanto? —le preguntó Ushinosuke—. Bueno, la sacaré por ti.

—No —dijo Iori, retirando la mano de Ushinosuke—. Se romperá. —Entonces volvió a llenar el agujero de tierra y golpeó la superficie hasta alisarla.

—Adiós —dijo Ushinosuke.

Con ademán orgulloso, se echó al hombro aquella patata grande y larga, revelando inadvertidamente que la punta estaba rota.

Al ver esto, Hyōgo comentó:

—Has perdido. Puede que hayas ganado la pelea, pero estás descalificado en el concurso de recogedores de patatas silvestres.

Barrenderos y vendedores

Las flores de cerezo, pasada ya su época de esplendor, estaban pálidas y las flores de cardo se marchitaban, una decadencia que hacía pensar en la época, siglos atrás, cuando Nara era la capital del país. El calor era un poco fuerte para andar, pero ni Gonnosuke ni Iori se cansaban del camino.

Iori tiró de la manga de Gonnosuke y le dijo preocupado:

—Ese hombre todavía nos sigue.

Gonnosuke mantuvo la vista adelante y replicó:

—Haz como si no le vieras.

—Lo tenemos detrás desde que salimos del Kōfukuji.

—Humm.

—Y estaba en la posada donde nos alojábamos, ¿no es cierto?

—No te preocupes por eso. No tenemos nada que merezca la pena robar.

—¡Tenemos nuestras vidas! No puedes decir que eso no es nada.

—Ja, ja. Yo guardo mi vida cerrada bajo llave. ¿Y tú?

—Puedo cuidar de mí mismo —dijo Iori, cerrando la mano izquierda sobre la empuñadura de su espada envainada.

Gonnosuke sabía que el hombre era el sacerdote de montaña que había desafiado a Nankōbō el día anterior, pero no podía imaginar por qué les estaba siguiendo.

Iori miró de nuevo atrás.

—Ya no está ahí.

Gonnosuke miró también.

—Probablemente se ha cansado. —Aspiró hondo y añadió—: Pero así me siento mejor.

Aquella noche pernoctaron en una casa de campo, y a la mañana siguiente, temprano, llegaron a Amano, en Kawachi. Era un pueblecito de casas de aleros bajos, detrás de las cuales corría un arroyo de agua cristalina de montaña. Gonnosuke había ido allí para pedir que colocaran la tablilla funeraria de su madre en el Kongōji, el llamado monte Kōya de las mujeres, pero antes quería buscar a una mujer llamada Oan, a quien conocía desde su infancia, para pedirle que se encargara de quemar incienso ante la tabula de vez en cuando. Si no la encontraba, se proponía ir al monte Kōya, el lugar de enterramiento de los ricos y poderosos. Confiaba en no tener que hacerlo, pues allí se sentiría como un pordiosero.

Preguntó a la esposa de un tendero y se enteró de que Oan era la esposa de un fabricante de sake llamado Tōroku, y su casa la cuarta a la derecha pasado el portal del templo.

Al cruzar el portal, Gonnosuke dudó de que la mujer supiera de qué hablaba, pues había un letrero según el cual no se podía entrar con sake y puerros en el sagrado recinto. ¿Cómo podía haber allí una manufactura de sake?

El mismo Tōroku aclaró este pequeño misterio aquella noche. El hombre les había dado una cálida acogida y en seguida convino en que hablaría con el abad acerca de la tablilla funeraria. Tōroku dijo que en cierta ocasión Toyotomi Hideyoshi había saboreado el sake fabricado para uso del templo y expresó su admiración por el brebaje. Entonces los sacerdotes establecieron la pequeña fábrica de sake con destino a Hideyoshi y los demás daimyō que contribuían al mantenimiento del templo. La producción bajó un poco después de la muerte de Hideyoshi, pero el templo seguía suministrando su sake a varios benefactores especiales.

A la mañana siguiente, cuando Gonnosuke e Iori se despertaron, Tōroku ya se había ido. Regresó poco después del mediodía y dijo que todo estaba arreglado.

El Kongōji se hallaba en el valle del río Amano, entre picos color de jade. Gonnosuke, Iori y Tōroku se detuvieron un momento en el puente que conducía a la entrada principal. En el agua, debajo del puente, flotaban flores de cerezo. Gonnosuke enderezó los hombros y pareció adoptar una actitud de reverencia. Iori se alisó el cuello del kimono.

Al aproximarse al pabellón principal, salió a recibirles el abad, un hombre alto y bastante robusto vestido con una túnica de sacerdote ordinario. No habría parecido sorprendente que completara su atuendo un sombrero de juncos desgarrado y un largo bastón.

—¿Es éste el hombre que quiere que se celebre un servicio por su madre? —preguntó en tono amistoso.

—Sí, señor —replicó Tōroku, postrándose en el suelo.

Gonnosuke había esperado encontrarse con un religioso de semblante severo vestido con brocado de oro, y saludó al abad un tanto confuso. Hizo una reverencia y vio que el sacerdote bajaba del porche, se calzaba los grandes pies con unas sucias sandalias de paja y se acercaba hasta detenerse ante él. Con el rosario en la mano, el abad les indicó que le siguieran, y un joven sacerdote se colocó detrás de ellos.

Pasaron por delante del pabellón de Yakushi, el refectorio, la pagoda del tesoro, de un solo piso, y los aposentos de los sacerdotes. Cuando llegaron al pabellón de Dainichi, el joven sacerdote se adelantó y habló con el abad. Éste asintió y el sacerdote abrió la puerta con una llave enorme.

Gonnosuke e Iori entraron juntos en la gran sala y se arrodillaron ante el estrado de los sacerdotes. A diez pies por encima del estrado se alzaba una enorme estatua dorada de Dainichi, el Buda universal de las sectas esotéricas. Poco después el abad salió por detrás del altar, vestido con el hábito ceremonial, y se acomodó en el estrado. Comenzó el cántico de los sutras, y pareció transformarse sutilmente en un digno sumo sacerdote. Su postura erguida, la cuadratura de los hombros, evidenciaban su autoridad.

Gonnosuke juntó las manos. Una nubécula pareció pasar ante sus ojos y de ella emergió una imagen del puerto de montaña de Shiojiri, donde él y Musashi se enfrentaron. Su madre estaba sentada a un lado, recta como una tabla y con semblante preocupado, exactamente tal como estaba cuando pronunció la palabra que salvó a Gonnosuke en aquella pelea.

«Madre —pensó—, no tienes que preocuparte por mi futuro. Musashi ha consentido en ser mi maestro. No está lejos el día en que podré establecer mi propia escuela. Por muy revuelto que esté el mundo, no me desviaré del Camino ni tampoco descuidaré mis deberes filiales...»

Cuando Gonnosuke salió de su ensoñación, el cántico había cesado y el abad se había ido. A su lado, Iori estaba sentado, inmóvil, la mirada fija en la cara de Dainichi, un milagro de sensibilidad escultórica tallado por el gran Unkei en el siglo XIII.

—¿Por qué miras así, Iori?

Sin mover los ojos, el muchacho respondió:

—Es mi hermana. Ese Buda se parece a mi hermana.

Gonnosuke se echó a reír.

—¿De qué estás hablando? Nunca la has visto. Además, ningún ser humano podría tener nunca la piedad y la serenidad de Dainichi.

Iori sacudió la cabeza vigorosamente.

—La he visto, cerca de la residencia del señor Yagyū en Edo, y he hablado con ella. Entonces no sabía que era mi hermana, pero ahora, mientras el abad cantaba, la cara del Buda se ha transformado en la suya. Parecía decirme algo.

Salieron y se sentaron en el porche, reacios a romper el hechizo de las visiones que habían experimentado.

—El servicio fúnebre era por mi madre —dijo Gonnosuke pensativamente—. Pero también ha sido un buen día para los vivos. Aquí sentados, en medio de esta paz, resulta difícil creer que existan luchas y derramamiento de sangre.

La aguja metálica de la pagoda del tesoro brillaba como una espada enjoyada bajo los rayos del sol poniente. Todos los demás edificios estaban sumidos en sombras profundas. A lo largo del oscuro sendero que, por una cuesta empinada, conducía a una casa de té de estilo Muromachi y un pequeño mausoleo, se alineaban faroles de piedra.

Cerca de la casa de té, una monja anciana con la cabeza cubierta por un pañuelo blanco de seda y un hombre rollizo de unos cincuenta años estaban barriendo las hojas caídas con escobas de paja.

—Supongo que está mejor que antes —dijo la monja, suspirando.

Pocas personas iban a aquella parte del templo, ni siquiera para limpiar la acumulación de hojas y esqueletos de aves durante el invierno.

—Debes de estar fatigada, madre —dijo el hombre—. ¿Por qué no te sientas y descansas? Yo terminaré la limpieza.

Vestía un sencillo kimono de algodón, manto sin mangas, sandalias de paja y calcetines de cuero con un dibujo de flores de cerezo. Llevaba al cinto una espada corta con la empuñadura sin adornar, hecha de piel de tiburón.

—No estoy fatigada —replicó ella con una risita—. Pero ¿y tú? No estás acostumbrado a esto. ¿Se te han agrietado las manos?

—No, no están agrietadas, sólo llenas de ampollas.

La mujer volvió a reírse y dijo:

—Es un buen recordatorio para llevártelo a casa, ¿no te parece?

—No me importa. Siento que mi corazón está purificado. Espero que eso signifique que nuestra pequeña ofrenda de trabajo ha satisfecho a los dioses.

—Bueno, ya está muy oscuro. Dejemos el resto para mañana por la mañana.

Por entonces Gonnosuke e Iori estaban en pie al lado del porche. Kōetsu y Myōshū bajaron lentamente por el sendero, cogidos de la mano. Cuando se aproximaban al pabellón de Dainichi, ambos se sobresaltaron y exclamaron al unísono: «¿Quién está ahí?».

Entonces Myōshū se dirigió a los desconocidos.

—Ha hecho un día encantador, ¿verdad? ¿Habéis venido de excursión?

Gonnosuke hizo una reverencia y dijo:

—No, he venido a escuchar la lectura de unos sutras por mi madre.

—Es agradable encontrarte con jóvenes que se muestran agradecidos hacia sus padres. —Dio a Iori una palmada maternal en la cabeza—. Kōetsu, ¿te queda alguno de esos pastelillos de trigo?

Kōetsu sacó un pequeño paquete de su amplia manga y lo ofreció a Iori.

—Perdóname por ofrecerte sobras —le dijo.

—¿Puedo aceptarlo, Gonnosuke? —preguntó Iori.

—Sí —dijo Gonnosuke, y dio las gracias a Kōetsu en nombre de Iori.

—Por vuestra manera de hablar, parece que procedéis del este —dijo Myōshū—. ¿Puedo preguntaros adonde vais?

—Es como si hiciéramos un viaje interminable por un camino sin final. Este muchacho y yo somos discípulos del Camino de la Espada.

—Habéis elegido un arduo camino. ¿Quién es vuestro maestro?

—Se llama Miyamoto Musashi.

—¿Musashi? ¡No me digas!

Myōshū miró a lo lejos, como si evocase un grato recuerdo.

—¿Dónde está Musashi ahora? —preguntó Kōetsu—. Ha pasado largo tiempo desde la última vez que le vimos.

Gonnosuke les contó las andanzas de Musashi durante los dos últimos años. Mientras le escuchaba, Kōetsu asentía sonriente, como si dijera: «Eso es lo que habría esperado de él»

Cuando terminó su relato, Gonnosuke les preguntó amablemente quiénes eran ellos.

—Oh, perdóname por no habértelo dicho antes. —Kōetsu hizo las presentaciones—. Hace unos años Musashi se alojó algún tiempo en nuestra casa. Le cobramos mucho afecto, e incluso ahora a menudo hablamos de él. Entonces contó a Gonnosuke los dos o tres incidentes que ocurrieron cuando Musashi estuvo en Kyoto.

Gonnosuke conocía desde hacía mucho tiempo la reputación de Kōetsu como pulimentador de espadas, y más recientemente se había enterado de la relación de Musashi con él. Pero nunca habría esperado tropezarse con aquel rico ciudadano limpiando los descuidados terrenos de un templo.

—¿Tenéis aquí la tumba de algún familiar? —inquirió—. ¿O quizá habéis venido de excursión?

—No, nada tan frívolo como una excursión —replicó Kōetsu—. No a un lugar sagrado como éste... ¿Te han contado los sacerdotes la historia del Kongōji?

—No.

—En ese caso permíteme que, en nombre de los sacerdotes, te hable un poco de ella. —Kōetsu hizo una pausa y miró lentamente a su alrededor. Entonces dijo—: Hoy tenemos la luna apropiada.

Fue señalando uno tras otro los lugares destacados. Por encima de ellos estaba el mausoleo, el Mieidō y el Kangetsutei; por debajo el Taishidō, el santuario shintoísta, la pagoda del tesoro, el refectorio y el portal de dos pisos.

—Mira cuidadosamente —le dijo, al parecer bajo el hechizo del entorno solitario—. Aquel pino, esas rocas, cada árbol, cada brizna de hierba participan de la constancia invisible, de la elegante tradición de nuestro país.

Siguió hablando de esta guisa, y contó en tono solemne que en el siglo XIV, durante un conflicto entre las cortes del norte y del sur, la montaña fue un reducto de la corte meridional. El príncipe Morinaga, conocido también como Daitō no Miya, celebró conferencias secretas para planear el derrocamiento de los regentes Hōjō. Kusunoki Masashige y otros leales lucharon contra los ejércitos de la corte septentrional. Más adelante los Ashikaga llegaron al poder, y el emperador Go-Murakami, expulsado del monte Otoko, se vio obligado a huir de un sitio a otro. Finalmente se refugió en el templo y durante muchos años llevó la misma clase de vida que los sacerdotes de montaña y sufrió las mismas privaciones. Utilizó el refectorio como sede del gobierno y trabajó incansablemente por recuperar las prerrogativas imperiales arrebatadas por los militares.

En una época anterior, cuando samurais y cortesanos se reunieron alrededor de los ex emperadores Kōgon, Kōmyō y Sukō, el monje Zen'e escribió patéticamente: «Los aposentos de los sacerdotes y los templos de la montaña fueron arrasados. La pérdida es indescriptible».

Gonnosuke le escuchaba humilde y respetuosamente. Iori, impresionado por la gravedad de la voz de Kōetsu, no podía apartar los ojos del rostro de aquel hombre.

Kōetsu aspiró hondo y siguió diciendo:

—Todo lo que hay aquí es una reliquia de aquella era. El mausoleo es el último lugar de descanso del emperador Kōgon. Desde el declive de los Ashikaga, nadie ha cuidado como es debido del recinto y las dependencias. Por eso mi madre y yo hemos decidido limpiar un poco, como un gesto de reverencia.

Satisfecho por la atención que le prestaban, Kōetsu se esforzaba por expresar con la mayor fidelidad las emociones que le embargaban.

—Mientras barríamos, hemos encontrado una piedra con un poema tallado en ella, tal vez obra de un sacerdote guerrero de aquel tiempo. Decía así:

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