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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (179 page)

BOOK: Musashi
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—Creo que la ilusión es verdad, de la misma manera que la iluminación es realidad. Si la ilusión fuese irreal, el mundo no podría existir. Un samurai que dedica su vida a su maestro no puede, ni por un instante, permitirse el nihilismo. Por ello el Zen que practico es un Zen vivo, es el Zen del mundo defectuoso, el Zen del infierno. Un samurai que tiembla ante la idea de la impermanencia o desprecia el mundo no puede cumplir con sus deberes... Pero basta de este lugar. Regresemos al otro mundo.

El hombre caminó con paso rápido, notablemente brioso para su edad.

Al ver a los sacerdotes del Seiganji, frunció el ceño y farfulló: «¿Por qué tienen que hacer eso?». La noche anterior se había quedado en el templo. Ahora una veintena de jóvenes sacerdotes se alineaban a lo largo del camino, esperando para decirle adiós, aunque se había despedido de ellos por la mañana con la intención de evitar una exhibición como aquélla.

Pasó entre ellos diciéndoles corteses adioses, y se apresuró por el camino a cuyo lado se abría el centón de valles conocido como Kujūkutani. Sólo cuando llegó al mundo ordinario se tranquilizó. Por consciente que fuese de su propio corazón humano falible, el olor de este mundo era un alivio.

—Hola, ¿quién eres?

La pregunta le sorprendió como un disparo cuando doblaron una curva de la carretera.

—¿Quién eres tú? —preguntó Nuinosuke.

El samurai fornido y de tez clara que estaba en medio del camino dijo cortésmente:

—Perdona si me equivoco, pero ¿no eres Nagaoka Sado, uno de los principales servidores del señor Hosokawa Tadatoshi?

—Soy Nagaoka, en efecto. ¿Quién eres tú y cómo has sabido que me hallaba en la vecindad?

—Me llamo Daisuke y soy el único hijo de Gessō, que vive retirado en el monte Kudo. —Al ver que su nombre no decía nada al otro, Daisuke añadió—: Mi padre prescindió hace mucho tiempo de su nombre anterior, pero hasta la batalla de Sekigahara fue conocido como Sanada Saemonnosuke.

—¿Te refieres a Sanada Yukimura?

—Sí, señor. —Con una timidez que parecía reñida con su aspecto, Daisuke le dijo—: Esta mañana un sacerdote del Seiganji ha ido a la casa de mi padre para informarle de que estabas haciendo una breve visita al monte Kōya. Aunque nos han dicho que viajas de incógnito, mi padre ha pensado que sería una pena no invitarte a tomar una taza de té con él.

—Muy amable por su parte —replicó Sado. Entrecerró un momento los ojos y entonces dijo a Nuinosuke—: Creo que deberíamos aceptar, ¿no te parece?

—Sí, señor —respondió Nuinosuke sin entusiasmo.

—Aunque falta bastante para que termine el día, mi padre se sentiría muy honrado si pasaras la noche con nosotros —dijo Daisuke.

Sado titubeó un momento, preguntándose si era juicioso aceptar la hospitalidad de un hombre considerado como un enemigo de los Tokugawa, pero hizo un gesto de asentimiento.

—Ya decidiremos eso más tarde, pero será un placer tomar una taza de té con tu padre. ¿Estás de acuerdo, Nuinosuke?

—Sí, señor.

Nuinosuke parecía un poco impaciente, pero cuando echaron a andar por el camino detrás de Daisuke, maestro y ayudante intercambiaron miradas de complicidad.

Desde la aldea del monte Kudo subieron un poco más por la ladera de la montaña hasta una residencia separada de las demás casas. El recinto, rodeado por un muro de piedra bajo, estaba coronado por una valla de hierba entretejida y parecía la casa fortificada a medias de un señor de la guerra provinciano de segunda categoría, pero, en conjunto, daba más una impresión de refinamiento que de eficacia militar.

—Mi padre está allí, junto a ese edificio con tejado de paja —dijo Daisuke cuando cruzaron el portal.

Había un pequeño huerto, suficiente para aportar las cebollas y otras verduras de las sopas consumidas en el desayuno y la cena. La casa principal se alzaba frente a un peñasco. Cerca de la terraza había un bosquecillo de bambúes, más allá del cual se veían otras dos casas.

Nuinosuke se arrodilló en la terraza ante la habitación en la que hizo entrar a Sado.

—Qué quietud hay aquí —observó Sado al tomar asiento.

Poco después, una mujer joven que parecía ser la esposa de Daisuke, sirvió silenciosamente el té y se marchó.

Mientras Sado aguardaba a su anfitrión, contempló el paisaje del jardín y el valle. Debajo estaba la aldea, y a lo lejos la población de Kamuro, con sus numerosas posadas. Sobre el musgo aferrado al tejado de paja voladizo crecían unas flores diminutas, y se percibía en el aire la agradable fragancia de un incienso peculiar. Aunque no lo veía, llegaba a sus oídos el rumor del arroyo que atravesaba el bosquecillo de bambúes.

La misma estancia producía una sensación de serena elegancia, comedido recordatorio de que el dueño de aquella vivienda sin pretensiones era el segundo hijo de Sanada Masayuki, señor del castillo de Ueda y receptor de unos ingresos de ciento noventa mil fanegas.

Los postes y las vigas eran delgados, el techo bajo. La pared detrás del pequeño y rústico tokonoma era de arcilla roja y tenía un acabado rudo. El arreglo floral en el lugar de honor consistía en una sola ramita con flores de peral en un esbelto florero de cerámica amarillo y verde claro. Sado pensó en la solitaria flor de peral de Po Chü-i, regada por la lluvia primaveral, y en el amor que unía al emperador chino y Yang Kuei-fei, descrito en el Chang He Ke. Le parecía oír quedos sollozos.

Contempló el pergamino colgado de la pared, por encima del arreglo floral. Los caracteres escritos en él, de gran tamaño y trazado ingenuo, decían «Hōkoku Daimyōjin», el nombre dado a Hideyoshi cuando fue elevado a la categoría de un dios después de su muerte. A un lado, una nota en caracteres más pequeños informaba de que la caligrafía era obra de Hideyori, el hijo de Hideyoshi, cuando contaba ocho años de edad. Sado pensó que era una descortesía a la memoria de Hideyoshi dar la espalda al rollo de papel, por lo que se movió ligeramente a un lado. Al hacerlo, comprendió de improviso que el agradable aroma no provenía de un incienso que ardiera en aquel momento, sino de las paredes y las shoji, las cuales debían de haber absorbido la fragancia cuando el incienso era quemado allí por la mañana y la noche para purificar la habitación en honor de Hideyoshi. Era de suponer que también habría a diario una ofrenda de sake, como era preceptivo para las deidades shintoístas establecidas.

Sado pensó que Yukimura era en verdad tan devoto de Hideyoshi como decían. Lo que no podía entender era por qué Yukimura no ocultaba aquel pergamino. Tenía la reputación de ser un hombre impredecible, un hombre de las sombras, que acechaba en espera de un momento propicio para volver al centro de la política nacional. No hacía falta ser muy sagaz para imaginar que ciertos visitantes informarían más tarde al gobierno Tokugawa sobre los sentimientos del dueño de la casa.

Oyó ruido de pisadas que se aproximaban por el pasillo exterior. El hombre menudo y delgado que entró en la estancia llevaba un manto sin mangas y sólo una espada corta en la parte delantera del obi. Si algo distinguía su porte era la modestia.

Yukimura se arrodilló e hizo una reverencia hasta tocar el suelo con la frente.

—Perdóname por enviar a mi hijo a buscarte e interrumpir tu viaje.

Esta muestra de humildad hizo que Sado se sintiera incómodo. Desde el punto de vista legal, Yukimura había renunciado a su rango, y ahora no era más que un rōnin que había adoptado el nombre budista Denshin Gessō. No obstante, era hijo de Sanada Masayuki, y su hermano mayor, Nobuyuki, era un daimyō muy relacionado con los Tokugawa. Sado, tan sólo miembro del servicio de su señor, tenía un rango muy inferior al de su anfitrión.

—No deberías inclinarte ante mí de esa manera —le dijo, devolviéndole el saludo—. Verte de nuevo es un honor inesperado y un placer. Me alegra que goces de buena salud.

—También tú pareces saludable —replicó Yukimura, y relajó su postura mientras Sado todavía estaba inclinado—. Me satisface saber que el señor Tadatoshi ha regresado a Buzen sin ningún percance.

—Gracias. Éste es el tercer año desde el fallecimiento del señor Yūsai, por lo que mi señor pensó que ya era el momento de hacerlo.

—¿Tanto tiempo ha pasado?

—Sí. También yo he estado en Buzen, aunque no sé de qué podría servir una reliquia como yo al señor Tadatoshi. Como sabes, también he servido a su padre y su abuelo.

Finalizadas las formalidades, cuando se pusieron a hablar de asuntos diversos, Yukimura le preguntó:

—¿Has visto recientemente a nuestro maestro de Zen?

—No, hace tiempo que no veo a Gudō ni sé nada de él. Esto me recuerda que te vi por primera vez en su sala de meditación. Entonces sólo eras un muchacho y estabas con tu padre.

Sado sonrió feliz al recordar la época en que le encargaron de la construcción del Shumpoin, un edificio que los Hosokawa habían donado al Myōshinji.

—Muchos bribones acudían a Gudō para que les limara las asperezas —dijo Yukimura—. Él los aceptaba a todos, sin que le importara que fuesen viejos o jóvenes, daimyō o rōnin.

—A decir verdad, creo que le gustaban en especial los rōnin jóvenes —dijo Sado en tono meditativo—. Solía decir que un auténtico rōnin no buscaba fama ni beneficio, ni se congraciaba con los poderosos, ni trataba de usar el poder político para sus propios fines, ni se sustraía a los juicios morales. Su magnanimidad era tan extensa como unas nubes flotantes, actuaba con la rapidez de la lluvia y se contentaba con vivir en medio de la pobreza. Nunca se marcaba objetivos y jamás guardaba rencores.

—¿Te acuerdas de todo eso al cabo de tantos años? —le preguntó Yukimura.

Sado hizo un ligero gesto de asentimiento.

—También sostenía que un verdadero samurai era tan difícil de encontrar como una perla en el vasto mar azul. Comparaba los huesos enterrados de los innumerables rōnin que sacrificaron sus vidas por el bien del país con unas columnas en las que se apoyaba la nación.

Sado miraba directamente a los ojos de Yukimura mientras hablaba así, pero el otro no pareció reparar en la alusión a hombres de la categoría que él mismo había adoptado.

—Ahora que lo recuerdo —añadió—. Uno de los rōnin que se sentaba a los pies de Gudō en aquel tiempo era un joven de Mimasaka llamado Miyamoto...

—¿Miyamoto Musashi?

—Eso es, Musashi. Me impresionó como un hombre de gran sagacidad, aunque por entonces sólo tendría unos veinte años y su kimono siempre estaba sucio.

—Debe de ser el mismo hombre.

—¿Le recuerdas entonces?

—No. He oído hablar de él hace poco, cuando estaba en Edo.

—Es un hombre merecedor de atención. Gudō me dijo que su enfoque del Zen era prometedor, así que no le quité el ojo de encima, hasta que desapareció de repente. Al cabo de uno o dos años me enteré de que había obtenido una brillante victoria contra la Casa de Yoshioka. Recuerdo haber pensado entonces que Gudō debía de tener muy buen ojo para seleccionar a la gente.

«Tropecé con él por pura casualidad. Estaba en Shimōsa y dio a unos aldeanos una lección sobre la manera de protegerse de los bandidos. Más tarde les ayudó a convertir un terreno yermo en un arrozal.

—Creo que quizá sea cierto lo que pensaba Gudō..., la perla en el vasto mar azul.

—¿Lo crees así de veras? Le recomendé al señor Tadatoshi, pero me temo que encontrarle es tan difícil como descubrir una perla. De una cosa puedes estar seguro. Si un samurai como él aceptara una posición oficial, no sería por los ingresos, sino que le interesaría si el trabajo se elevaba a la altura de sus ideales. Es posible que Musashi prefiriese el monte Kudo a la Casa de Hosokawa.

—¿Qué?

Sado restó importancia a su observación con una breve risa, como si hubiera sido un lapsus.

—Sin duda estás de broma —dijo Yukimura—. En mis circunstancias actuales no puedo permitirme contratar un servidor, y no digamos un rōnin bien conocido. Dudo incluso de que Musashi viniera aunque le invitara.

—No hay necesidad de negarlo —dijo Sado—. No es ningún secreto que los Hosokawa están a favor de los Tokugawa, y todo el mundo sabe que tú eres la persona en la que más se apoya Hideyori. Al ver esa obra caligráfica en el tokonoma, me he sentido impresionado por tu lealtad.

—Ese pergamino me lo dio cierta persona en el castillo de Osaka, en vez de un retrato conmemorativo de Hideyoshi —replicó Yukimura, como si se hubiera ofendido—. Procuro cuidarlo bien. Pero Hideyoshi está muerto. —Hizo una pausa, tragó saliva y siguió diciendo—: Los tiempos cambian, desde luego. No hace falta ser un experto para ver que Osaka pasa por una mala época, mientras que el poder de los Tokugawa va en aumento. Sin embargo, mi naturaleza me impide cambiar de lealtad y servir a un segundo señor.

—Me pregunto si la gente creerá que es tan sencillo. Si puedo hablarte con franqueza, todo el mundo comenta que Hideyori y su madre te facilitan grandes sumas de dinero y que con un simple gesto de la mano podrías reunir a cinco o seis mil rōnin.

A esto, Yukimura respondió con una risa desaprobadora.

—No hay ni una palabra de verdad en ello. Créeme, Sado, no existe cosa peor que ser considerado mucho más de lo que eres.

—No puedes culparles por pensar así. Te pusiste al servicio de Hideyoshi cuando eras joven y él te tomó más aprecio que a cualquier otro. Tengo entendido que tu padre ha dicho de ti que eres el Kusunoki Masashige o el K'ung-ming de nuestra época.

—No me avergüences, te lo ruego.

—Pero es así, ¿no es cierto? —Quiero pasar el resto de mis días aquí, apaciblemente, en la sombra de la montaña donde se preserva la ley de Buda. Eso es todo. No soy un hombre refinado. Me basta con la posibilidad de ampliar un poco mis campos, vivir para ver al hijo de mi hijo, disponer de fideos de alforjón recién hecho en otoño y comer verduras frescas en primavera. Aparte de eso, quisiera vivir una larga vida, muy alejado de las guerras o los rumores de guerra.

—¿Eso es realmente todo lo que deseas? —inquirió suavemente Sado.

—Ríete si quieres, pero he dedicado mi tiempo libre a leer a Lao-tsu y Chuang-tsu, y he llegado a la conclusión de que la vida es goce. Si falta el goce, ¿qué sentido tiene vivir?

—Bien, bien —replicó Sado, fingiendo sorpresa.

Hablaron durante otra hora más o menos, mientras tomaban nuevas tazas de té servidas por la esposa de Daisuke.

—Creo que he prolongado demasiado mi visita, haciéndote perder el tiempo con mi charla —dijo finalmente Sado—. ¿Nos vamos, Nuinosuke?

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