Musashi (178 page)

Read Musashi Online

Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
5.88Mb size Format: txt, pdf, ePub

Aunque la guerra se prolongue

incluso durante cien años,

regresará la primavera.

Vivid con una canción en vuestros corazones,

vosotros, el pueblo del emperador.

—Pensad en la valentía y la generosidad que debía tener un simple soldado, tras luchar durante años, tal vez décadas, protegiendo al emperador, para regocijarse y cantar. Estoy seguro de que pudo hacerlo porque el espíritu de Masashige se comunicó con él. Aunque han transcurrido cien años de lucha, este lugar sigue siendo un monumento a la dignidad imperial. ¿No es algo por lo cual debemos estar muy agradecidos?

—No sabía que aquí se libró una batalla sagrada —dijo Gonnosuke—. Espero que perdones mi ignorancia.

—Me alegro de haber tenido la oportunidad de compartir con vosotros algunos de mis pensamientos sobre la historia de nuestro país.

Los cuatro bajaron juntos por la vertiente de la colina. A la luz de la luna, sus sombras parecían etéreas.

Al pasar ante el refectorio, Kōetsu dijo:

—Hemos pasado aquí siete días. Mañana partiremos. Si ves a Musashi, te ruego que le digas que vuelva a visitarnos.

Gonnosuke le aseguró que así lo haría.

El arroyo de corriente somera y rápida que corría a lo largo del muro exterior del templo era como un foso natural, cruzado por un puente con suelo de tierra.

Apenas Gonnosuke e Iori habían puesto pie en el puente cuando una corpulenta figura blanca armada con un bastón salió de las sombras y se abalanzó contra la espalda de Gonnosuke. Éste esquivó al atacante deslizándose a un lado, pero Iori cayó del puente al arroyo.

El hombre cruzó corriendo ante Gonnosuke hasta el camino, al otro lado del puente, se volvió y adoptó una postura firme. Sus piernas parecían pequeños troncos de árbol. Gonnosuke vio que era el sacerdote que les había estado siguiendo el día anterior.

—¿Quién eres? —le gritó Gonnosuke.

El sacerdote no dijo nada.

Gonnosuke colocó su bastón en posición de ataque y repitió:

—¿Quién eres? ¿Qué motivos tienes para atacar a Musō Gonnosuke?

El sacerdote actuó como si no le hubiera oído. Sus ojos despedían fuego mientras los dedos de sus pies, que sobresalían de unas pesadas sandalias de paja, avanzaban lentamente con el movimiento de un ciempiés.

Gonnosuke gruñó y soltó una maldición entre dientes. La voluntad de luchar hinchaba sus miembros cortos y fuertes, y también él avanzaba poco a poco.

El bastón del sacerdote se partió por la mitad con un chasquido resonante. Una parte salió volando; el sacerdote arrojó la otra parte con todas sus fuerzas a la cara de Gonnosuke. Falló, pero mientras éste recuperaba el equilibrio, su adversario desenvainó la espada y volvió corriendo al puente.

—¡Bastardo! —gritó Iori.

El sacerdote ahogó un grito y se llevó una mano a la cara. Las piedrecillas arrojadas por el muchacho habían dado en el blanco, y una de ellas le alcanzó en un ojo. Giró sobre sus talones y echó a correr camino abajo.

—¡Detente! —le gritó Iori, mientras salía del arroyo con un puñado de piedras.

—Déjale —le ordenó Gonnosuke, tocándole el brazo.

—Supongo que esto le enseñará —dijo el muchacho, exultante, y arrojó las piedras hacia la luna.

Poco después de que hubieran regresado a la casa de Tōroku, cuando ya estaban acostados, estalló una tormenta. El viento rugía entre los árboles, amenazando con arrancar el tejado de la casa, pero no fue eso lo único que les impidió dormirse en seguida.

Gonnosuke permaneció despierto, pensando en el pasado y el presente, preguntándose si el mundo era realmente mejor ahora que en épocas pretéritas. Nobunaga, Hideyoshi e Ieyasu se habían ganado los corazones del pueblo, así como autoridad para gobernar, pero ¿no había sido prácticamente olvidado el verdadero soberano y se había incitado al pueblo para que adorase a falsos dioses? La era de los Hōjō y los Ashikaga fue detestable y contradijo flagrantemente el mismo principio en el que se basaba el país. No obstante, incluso entonces, grandes guerreros, como Masashige y su hijo, así como leales de numerosas provincias, habían seguido el verdadero código del guerrero. Gonnosuke se preguntó en qué se había convertido el Camino del Samurai. Como el Camino del Ciudadano y el Camino del Campesino, ahora sólo parecían existir en beneficio del dirigente militar.

Los pensamientos de Gonnosuke caldearon todo su cuerpo. Las cumbres de Kawachi, los bosques alrededor del Kongōji, la furiosa tormenta, parecían convertirse en seres vivos que le llamaban en un sueño.

Iori no podía apartar de su mente al sacerdote desconocido. Mucho más tarde, cuando la tormenta se intensificó, todavía pensaba en la espectral figura blanca. Se cubrió con la manta hasta los ojos y se durmió profundamente, sin sueños.

Al día siguiente, cuando se pusieron en marcha, las nubes por encima de las montañas tenían los colores del arco iris. En las afueras del pueblo se encontraron con un mercader viajero, que salió repentinamente de la bruma matinal y les saludó con jovialidad.

Gonnosuke respondió al saludo de una manera maquinal. Iori, absorto en los pensamientos que le habían mantenido despierto la noche anterior, no se mostró más comunicativo. El hombre intentó trabar conversación.

—Anoche habéis dormido en casa de Tōroku, ¿no es cierto? Le conozco desde hace años. Son buena gente, tanto él como su mujer.

Este comentario no obtuvo más que un leve gruñido por parte de Gonnosuke.

—También yo visito el castillo de Koyagyū de vez en cuando —dijo el mercader—. Kimura Sukekurō me ha hecho muchos favores.

La respuesta a esta revelación no fue más que otro gruñido.

—Veo que habéis estado en el «monte Kōya de las mujeres». Supongo que ahora os dirigís al auténtico monte Kōya. Es la época del año más adecuada. La nieve ha desaparecido y todos los caminos han sido reparados. Podéis cruzar tranquilamente los puertos de Amami y Kiimi, pasar la noche en Hashimoto o Kamuro...

El sondeo del hombre acerca de su itinerario despertó las sospechas de Gonnosuke.

—¿Cuál es el ramo de tu negocio? —le preguntó.

—Vendo cuerda trenzada —respondió el hombre, señalando el pequeño bulto que llevaba a la espalda—. Es una cuerda hecha de algodón estirado y trenzado. Se ha inventado hace poco, pero se está haciendo rápidamente popular.

—Comprendo —dijo Gonnosuke.

—Tōroku me ha ayudado mucho, hablando de mi cuerda a los fieles del Kongōji. La verdad es que pensaba quedarme anoche en su casa, pero me dijo que ya tenía dos invitados. No puedo ocultar que me decepcionó un poco. Cuando me alojo en su casa siempre me llena de buen sake —concluyó riendo.

Algo tranquilizado, Gonnosuke empezó a hacerle preguntas sobre lugares a lo largo del camino, pues el vendedor estaba muy familiarizado con aquel entorno rural. Cuando llegaron a la altiplanicie de Amami, la conversación se había vuelto bastante amistosa.

—¡Eh, Sugizō!

Un hombre corrió por el camino hasta darles alcance.

—¿Por qué te has ido sin mí? Estaba esperando en el pueblo de Amano. Dijiste que pasarías a buscarme.

—Lo siento, Gensuke —dijo Sugizō—. Me encontré con estas dos personas y nos pusimos a hablar. Me olvidé por completo de ti. —Se echó a reír al tiempo que se rascaba la cabeza.

Gensuke, que vestía igual que Sugizō, resultó ser también un vendedor de cuerda. Mientras caminaban, los dos vendedores se pusieron a hablar de su negocio.

Al llegar a un barranco de unos veinte pies de profundidad, Sugizō se calló de repente y señaló.

—Vaya, eso es peligroso —dijo.

Gonnosuke se detuvo y miró el barranco, que podía ser una brecha abierta por un terremoto, tal vez ocurrido mucho tiempo atrás.

—¿Cuál es el problema? —preguntó.

—Esos troncos para cruzar no están seguros. Mira allí... algunas de las piedras en que se apoyaban han sido arrastradas por el agua de lluvia. Lo arreglaremos para que los troncos estén firmes. —Entonces añadió—: Debemos hacerlo por la seguridad de otros viajeros.

Gonnosuke les observó mientras ellos, agachados en el borde del barranco, amontonaban piedras y tierra bajo los troncos. Pensó que aquellos dos mercaderes viajaban mucho y por ello conocían como el que más las dificultades del viaje, pero estaba un poco sorprendido, pues resultaba insólito que unos hombres como ellos se preocuparan por el prójimo hasta el extremo de que se tomaban la molestia de reparar un puente.

Iori no pensó en ello lo más mínimo. Impresionado por aquella demostración de buenas intenciones, colaboró recogiendo piedras para ellos.

—Así estará bien —dijo Gensuke. Dio un paso en el puente, decidió que era seguro y se dirigió a Gonnosuke—: Yo iré primero.

Extendiendo los brazos para mantener el equilibrio, cruzó rápidamente al otro lado e hizo una seña a los demás para que le siguieran.

Animado por Sugizō, Gonnosuke cruzó a continuación, seguido por Iori. Todavía no estaban en el centro cuando lanzaron un grito de sorpresa. Delante de ellos, Gensuke les apuntaba con una lanza. Gonnosuke miró atrás y vio que Sugizō también sujetaba una lanza.

Gonnosuke se preguntó de dónde habían salido las armas. Soltó un juramento, se mordió el labio airadamente y consideró la precariedad de su posición.

—Gonnosuke, Gonnosuke...

Cogido por sorpresa, Iori se aferraba a la cintura de Gonnosuke, mientras éste, rodeando al muchacho con el brazo, cerró los ojos un instante y confió su vida a la voluntad del cielo.

—¡Bastardos!

—¡Calla! —gritó el sacerdote, que se encontraba arriba, en el camino, detrás de Gensuke, con el ojo izquierdo hinchado y negro.

—No pierdas la calma —le dijo Gonnosuke a Iori en un tono tranquilizador. Entonces gritó—: ¡De modo que estás detrás de esto! ¡Bien, tened cuidado, bastardos ladrones! ¡Esta vez os habéis equivocado de hombre!

El sacerdote miró fríamente a Gonnosuke.

—Ya sabemos que no vale la pena robarte. Si ahí se acaba tu ingenio, ¿para qué intentas ser un espía?

—¿Me estás llamando espía?

—¡Perro de Tokugawa! Tira ese bastón, pon las manos a la espalda y no intentes ninguna jugarreta.

—¡Ah! —suspiró Gonnosuke, como si le abandonara la voluntad de luchar—. Mirad, estáis cometiendo un error. Vengo de Edo, en efecto, pero no soy un espía. Me llamo Musō Gonnosuke y soy un shugyōsha.

—Basta de mentiras.

—¿Por qué creéis que soy un espía?

—Los amigos que tenemos en el este nos dijeron hace tiempo que estuviéramos a la expectativa de un hombre que viaja con un muchacho. Te ha enviado aquí el señor Hōjō de Awa, ¿no es cierto?

—No.

—Tira el palo y ven con nosotros pacíficamente.

—No voy a ninguna parte con vosotros.

—Entonces morirás aquí mismo.

Gensuke y Sugizō empezaron a aproximarse por delante y detrás, las lanzas preparadas para entrar en acción.

A fin de proteger a Iori, Gonnosuke le dio una palmada en la espalda. Lanzando un fuerte chillido, el muchacho se arrojó a los arbustos que cubrían el fondo del barranco.

—¡Yaaah! —gritó Gonnosuke, mientras acometía a Sugizō.

La lanza requiere cierto espacio y su manejo en el momento oportuno para que sea eficaz. Sugizō extendió el brazo para embestir con su arma, pero no lo hizo en el momento exacto. Un áspero gruñido salió de su garganta cuando la hoja cortó el aire. Gonnosuke se abalanzó contra él y los dos cayeron. Cuando Sugizō intentó levantarse, Gonnosuke le golpeó con el puño derecho en la cara. Sugizō mostró los dientes, pero el efecto fue ridículo, pues su cara ya estaba cubierta de sangre. Gonnosuke se puso en pie, usó la cabeza de Sugizō como trampolín y cubrió la distancia hasta el extremo del puente.

Blandiendo el bastón, gritó:

—¡Aquí os espero, cobardes!

Aún no había terminado de gritar cuando tres cuerdas sobrevolaron la hierba, una de ellas con el sobrepeso de una guarda de espada y otra con una espada corta enfundada. Una cuerda se enrolló en el brazo de Gonnosuke, otra alrededor de sus piernas y la tercera alrededor del cuello. Al cabo de un momento, otra cuerda se enrolló a su bastón.

Gonnosuke se debatió como un insecto atrapado por una telaraña, pero no por mucho tiempo. Media docena de hombres salieron del bosque detrás de él. Cuando terminaron, quedó impotente en el suelo, atado más fuertemente que una bala de paja. Con la excepción del malhumorado sacerdote, todos sus captores vestían como vendedores de cuerda.

—¿No tenéis caballos? —preguntó el sacerdote—. No quiero llevarle a pie hasta el monte Kudo.

—Probablemente podremos alquilar un caballo en el pueblo de Amami.

Una flor de peral

En el oscuro y solemne bosque de cedros, los cantos de los humildes alcaudones, mezclados con los del celestial bulbul, sonaban como los tonos enjoyados de la mítica ave Kalavinka.

Dos hombres, que bajaban desde la cima del monte Kōya, donde habían visitado los pabellones y pagodas del Kongōbuji y presentado sus respetos en el santuario interior, se detuvieron en un pequeño puente con arcos entre los recintos interior y exterior del templo.

—Nuinosuke —dijo pensativamente el hombre de más edad—, el mundo es en verdad frágil e impermanente, ¿no crees?

Por su pesado manto de confección casera y su hakama utilitario, podría haber pasado por un samurai rural, a no ser por sus espadas, que eran de calidad sobresaliente, y el hecho de que su compañero era demasiado fino y atildado para ser el ayudante de un samurai provinciano.

—Las has visto, ¿eh? —siguió diciendo—. Las tumbas de Oda Nobunaga, Akechi Mitsuhide, Ishida Mitsunari, Kobayakawa Kingo..., todos ellos generales brillantes y famosos hace tan sólo unos pocos años. Y esas piedras recubiertas de musgo que ves allá señalan los lugares donde están enterrados miembros famosos de los clanes Minamoto y Taira.

—Amigos y enemigos..., todos juntos aquí, ¿no es cierto?

—Y todos ellos reducidos a meras piedras solitarias. ¿Fueron los nombres como Uesugi y Takeda realmente grandes o tan sólo los soñamos?

—Eso me produce una sensación extraña. De alguna manera me parece como si el mundo en que vivimos fuese irreal.

—¿Es así? ¿O acaso lo irreal es este lugar?

—Humm. ¿Quién sabe?

—¿A quién se le ocurriría llamar a éste el Puente de las Ilusiones?

—Es un nombre bien elegido, ¿verdad?

Other books

Salt by Adam Roberts
Her Dirty Professor by Penny Wylder
Windows 10 Revealed by Kinnary Jangla
Somebody Somewhere by Donna Williams
Vampire for Christmas by Felicity Heaton
Funhouse by Michael Bray
Malgudi Days by R. K. Narayan