Authors: Eiji Yoshikawa
Pensando en la madre del muchacho, en su aflicción, en su vida errante, sus plegarias y ofrendas, Osugi sintió una punzada de dolor. «Debe de haber sido terrible para ella», se dijo. Se arrodilló y juntó las manos.
—Salve Buda Amida, salve Buda Amida. —Sollozaba y las lágrimas caían en sus manos, pero hasta que se hubo desahogado por completo no pensó de nuevo en el rostro de Otsū, frío e insensible bajo la luz matinal, al lado de su rodilla.
—Perdóname, Otsū. ¡He cometido un acto maligno, terrible! ¡Por favor, perdóname, te lo suplico! —Con el remordimiento reflejado en su semblante, alzó el cuerpo de Otsū y lo abrazó tiernamente—. Es aterrador..., aterrador. Cegada por el amor maternal, por la entrega a mi propio hijo, me convertí en una diablesa para la hija de otra mujer. También tú tuviste madre. Si me hubiera conocido, me habría visto como..., como un demonio repugnante... Estaba segura de que tenía razón, mas para los demás soy un monstruo maligno.
Las palabras parecían llenar la cueva y reverberar en sus oídos. Allí no había nadie, no había ojos que mirasen, oídos que escucharan. La oscuridad de la noche se había convertido en la luz de la sabiduría del Buda.
—Qué buena has sido, Otsū. Ser atormentada durante tantos largos años por esta horrible vieja loca, y, sin embargo, nunca me lo has pagado con tu odio. Has venido a pesar de todo para salvarme... Ahora lo veo todo claro. Sufrí un malentendido. La inmensa bondad de tu corazón la veía como un mal. Mi mente estaba torcida, distorsionada. Oh, perdóname, Otsū.
Apretó su rostro húmedo contra el de la muchacha.
—Ojalá mi hijo fuese tan cariñoso y bueno como tú... Abre los ojos de nuevo, ve que te estoy rogando tu perdón. Abre la boca, insúltame. Me lo merezco. Otsū..., perdóname.
Mientras contemplaba el rostro inmóvil y vertía amargas lágrimas, pasó ante sus ojos una visión de sí misma tal como debió de verla Otsū en todos aquellos atroces encuentros con ella. Comprendió lo malvada que había sido y sintió que se le encogía el corazón. Una y otra vez murmuró:
—Perdóname..., perdóname.
Incluso se preguntó si no sería lo correcto que se quedara allí sentada hasta unirse a la muchacha en la muerte.
—¡No! —exclamó con decisión—. Basta de lloros y gemidos. Quizá..., quizá no esté muerta. Si lo intento, es posible que pueda hacerla volver a la vida. Todavía es joven. Aún tiene su vida por delante.
Suavemente, volvió a depositar a Otsū en el suelo y salió de la cueva a la cegadora luz del sol. Cerró los ojos y se puso las manos alrededor de la boca, para amplificar el sonido.
—¿Dónde está todo el mundo? ¡Eh, gentes del pueblo, venid aquí! ¡Socorro!
Abrió los ojos y corrió unos pocos pasos, todavía gritando.
Hubo cierto movimiento en el bosquecillo de cedros, y luego se oyó un grito:
—¡Está ahí! ¡Sana y salva, después de todo!
Unos diez miembros del clan Hon'iden salieron del bosquecillo. Tras escuchar el relato contado por el ensangrentado superviviente de la pelea con Jōtarō la noche anterior, habían organizado un grupo de búsqueda y salido de inmediato, a pesar de la intensa lluvia. Todavía enfundados en sus capas pluviales, tenían un aspecto de suciedad.
—Ah, estás a salvo —dijo exultante el primer hombre que llegó al lado de Osugi.
Se reunieron en torno a ella, y en sus rostros se reflejó un gran alivio.
—No os preocupéis por mí —les ordenó Osugi—. Rápido, ir a ver si podéis hacer algo por esa muchacha que está en la cueva. Lleva horas inconsciente. Si no le damos alguna medicina en seguida...
Tenía la voz apagada. Casi en trance, señaló hacia la cueva. Quizá desde la muerte del tío Gon, eran aquéllas las primeras lágrimas de aflicción que vertía.
Pasaron el otoño y el invierno.
Un día, a principios del cuarto mes de 1612, los pasajeros se acomodaban en la cubierta del barco que cubría la ruta regular entre Sakai, en la provincia de Izumi, y Shimonoseki, en Nagato.
Informado de que el barco estaba a punto de zarpar, Musashi se levantó de un banco en la tienda de Kobayashi Tarōzaemon e hizo una reverencia a las personas que habían acudido a despedirle.
—Que no decaiga vuestro ánimo —les pidió cuando se reunieron con él para acompañarle durante el corto trecho hasta el embarcadero.
Hon'ami Kōetsu estaba entre los presentes. Su buen amigo Haiya Shōyū no había podido acudir por hallarse enfermo, pero le representaba su hijo Shōeki. Acompañaba a éste su esposa, una mujer cuya deslumbrante belleza hacía volver las cabezas a los transeúntes.
—Ésa es Yoshino, ¿verdad? —susurró un hombre, tirando de la manga de su compañero.
—¿De Yanagimachi?
—Humm. Yoshino Dayū, de la Ogiya.
Shōeki la había presentado a Musashi sin mencionar su nombre anterior. Por supuesto su rostro le era desconocido a Musashi, pues aquélla era la segunda Yoshino Dayū. Nadie sabía qué le había sucedido a la primera, dónde se encontraba ahora, si estaba casada o soltera. Hacía tiempo que la gente había dejado de hablar de su gran belleza. Las flores florecen, las flores decaen. En el mundo flotante del barrio licencioso, el tiempo pasaba rápidamente.
Yoshino Dayū, un nombre que evocaba recuerdos de noches con nieve, de un fuego alimentado con madera de peonía, de un laúd roto.
—Han pasado ocho años desde la primera vez que nos vimos —observó Kōetsu.
—Sí, ocho años —repitió Musashi, preguntándose adonde habrían ido a parar los años. Al embarcar tenía la sensación de que aquel día señalaba el final de una etapa de su vida.
Matahachi se hallaba entre los que habían ido a despedirle, así como varios samurais de la residencia de Hosokawa en Kyoto. Otros samurais le transmitieron los buenos deseos del señor Karasumaru Mitsuhiro, y había un grupo de entre veinte y treinta espadachines que, a pesar de la protesta de Musashi, habían ido allí porque le conocieron en Kyoto y se consideraban como sus seguidores.
Musashi se dirigía a Kokura, en la provincia de Buzen, donde se enfrentaría a Sasaki Kojirō en una prueba de habilidad y madurez. Debido a los esfuerzos de Nagaoka Sado, la fatídica confrontación, que llevaba tanto tiempo preparándose, finalmente iba a tener lugar. Las negociaciones habían sido largas y difíciles, y fue necesario despachar muchos correos y cartas. Incluso después de que Sado hubiera corroborado el otoño anterior que Musashi se alojaba en casa de Hon'ami Kōetsu, la conclusión de las gestiones había requerido otro medio año.
Aunque sabía que se aproximaba, Musashi no había podido imaginar, ni siquiera en sus sueños más disparatados, lo que sería partir como el paladín de un número enorme de seguidores y admiradores. El tamaño de la multitud le azoraba y, además, le impedía hablar como le habría gustado hacerlo con determinadas personas.
Lo que más le sorprendía de aquella gran despedida era su absurdo. Él no había deseado ser el ídolo de nadie. Aun así, habían acudido allí para expresarle su buena voluntad. No había manera de impedírselo.
Tenía la sensación de que algunos le comprendían, y agradecía sus buenos deseos. La admiración que le profesaban le creaba una sensación de reverencia hacia ellos. Al mismo tiempo, le invadía una oleada de ese frívolo sentimiento llamado popularidad. Su reacción era casi de temor, de que la adulación se le subiera a la cabeza. Al fin y al cabo, sólo era un hombre ordinario.
Otra cosa que le molestaba era el largo preludio. Si podía decirse que tanto él como Kojirō veían adonde les conducía su relación, no era menos cierto que el mundo los había enfrentado y decretado que debían decidir de una vez por todas quién era el mejor de los dos.
Todo había comenzado con los comentarios de la gente: «He oído decir que van a hacerlo», luego: «Sí, definitivamente van a enfrentarse», y todavía más tarde: «¿Cuándo es el encuentro?». Finalmente, se había divulgado incluso el día y la hora antes de que los mismos protagonistas los hubieran decidido formalmente.
Musashi detestaba ser un héroe público. A la vista de sus hazañas, era inevitable que lo fuese, pero no era algo que él se hubiera propuesto. Lo que realmente quería era más tiempo para dedicarse a la meditación. Necesitaba desarrollar la armonía, asegurarse de que sus ideas no iban a un ritmo distinto del de su capacidad de actuar. Gracias a su tan reciente experiencia con Gudō, había avanzado un paso en el camino hacia la iluminación. Y había llegado a percibir más agudamente la dificultad de seguir el Camino..., el largo Camino a través de la vida.
«Y sin embargo...», pensó. ¿Dónde estaría si no fuese por la bondad de las personas que le apoyaban? ¿Seguiría vivo? ¿Llevaría su hatillo de ropa a la espalda? Vestía un kimono negro de mangas cortas que le había confeccionado la madre de Kōetsu. Sus sandalias nuevas, el sombrero de juncos también nuevo que llevaba en la mano, todas las pertenencias que ahora tenía consigo, eran donaciones de alguien que le valoraba. El arroz que comía había sido cultivado por otros. Vivía de los frutos de un trabajo que no era el suyo propio. ¿Cómo podría recompensar a la gente por todo lo que habían hecho por él?
Cuando sus pensamientos tomaban ese sesgo, disminuía su irritación por las exigencias que le planteaba aquella legión de seguidores. No obstante, persistía el temor a decepcionarles.
Era hora de zarpar. Se rezó para que la travesía fuese segura, se dijeron palabras finales de despedida, el tiempo invisible fluía ya entre los hombres y las mujeres en el embarcadero y el héroe que partía.
Quitaron las amarras, el barco se deslizó hacia el mar abierto, y la gran vela se desplegó como un ala contra el cielo azul intenso.
Un hombre corrió hasta el extremo del embarcadero, se detuvo y pateó el suelo, disgustado.
—¡Demasiado tarde! —rezongó—. No debería haber hecho la siesta.
Kōetsu se le aproximó y le dijo:
—¿No eres tú Musō Gonnosuke?
—Sí —replicó el interpelado, poniéndose el bastón bajo el brazo.
—Te vi cierta vez en el Kongōji de Kawachi.
—Sí, claro. Eres Hon'ami Kōetsu.
—Me alegro de que estés bien. Por lo que había oído decir, no estaba seguro de que siguieras vivo.
—¿Quién te ha dicho tal cosa?
—Musashi.
—¿Musashi?
—Sí. Se alojó en mi casa hasta ayer mismo. Tenía varias cartas de Kokura. En una de ellas, Nagaoka Sado decía que te habían hecho prisionero en el monte Kudo. Temía que pudieras haber sido herido o incluso muerto.
—Eso se debió a un error.
—También hemos sabido que Iori vive en casa de Sado.
—¡Entonces está a salvo! —exclamó, con un profundo alivio.
—Sí. Sentémonos a charlar en alguna parte.
Kōetsu condujo al fornido experto en el manejo del bastón a un local cercano. Mientras tomaban té, Gonnosuke le contó cuanto le había sucedido. Por suerte para él, tras una sola mirada Sanada Yukimura había llegado a la conclusión de que no era un espía. Gonnosuke fue liberado y los dos hombres se hicieron amigos. Yukimura no sólo le pidió disculpas por el error de sus subordinados, sino que envió a un grupo de hombres en busca de Iori.
Como no encontraron el cuerpo por ninguna parte, Gonnosuke supuso que el muchacho seguía con vida. Desde entonces se había dedicado a buscarle en las provincias vecinas. Cuando se enteró de que Musashi estaba en Kyoto y era inminente un encuentro entre él y Kojirō, intensificó sus esfuerzos. El día anterior había regresado al monte Kudo, donde Yukimura le informó de que Musashi zarparía hoy hacia Kokura. Había temido ver a Musashi sin Iori a su lado ni tener ninguna noticia que darle sobre el muchacho, pero como ignoraba si volvería a ver vivo a su maestro, acudió al embarcadero de todos modos. Pidió disculpas a Kōetsu como si éste fuese víctima de su negligencia.
—No permitas que eso te preocupe —le dijo Kōetsu—. Dentro de unos días zarpará otro barco.
—La verdad es que deseaba viajar con Musashi. —Hizo una pausa y luego añadió con vehemencia—: Pensé que este viaje podría ser el punto decisivo en la vida de Musashi. Él se disciplina constantemente, y no es probable que sea derrotado por Kojirō. No obstante, en una pelea de esas características, nunca se sabe, pues interviene un elemento sobrehumano. Todos los guerreros tienen que enfrentarse a él. Ganar o perder depende, en parte, de la suerte.
—La verdad es que no creo que debas preocuparte. La serenidad de Musashi era perfecta. Parecía tener una absoluta confianza en sí mismo.
—Estoy seguro de que es así, pero Kojirō también tiene una gran reputación. Y, desde que entró al servicio del señor Tadatoshi, ha estado practicando y manteniéndose en forma.
—Será una prueba de fuerza entre un hombre que es un genio, pero, desde luego, un tanto engreído, y un hombre ordinario que ha pulimentado al máximo su talento, ¿no crees?
—Yo no llamaría a Musashi ordinario.
—Pero lo es, y eso es precisamente lo más extraordinario de él. No se limita a confiar en los dones naturales que pueda tener. Sabe que es ordinario y siempre trata de mejorarse. Nadie aprecia el tremendo esfuerzo que ha tenido que hacer. Ahora que sus años de adiestramiento han producido un resultado tan espectacular, todo el mundo habla de un «talento concedido por los dioses». Así es como se consuelan los hombres que no se esfuerzan demasiado.
—Te agradezco esas palabras —replicó Gonnosuke.
Tenía la sensación de que Kōetsu podría referirse a él mismo tanto como a Musashi. Mientras miraba el ancho y plácido perfil del hombre mayor, pensó: «A él también le ocurre lo mismo».
Kōetsu parecía lo que era, un hombre acomodado que se había apartado ex profeso del resto del mundo. En aquel momento sus ojos carecían del brillo que tenían cuando se concentraba en una creación artística. Ahora eran como un mar suave, en calma, sereno, bajo un cielo claro y brillante.
Un joven asomó la cabeza a la puerta y preguntó a Kōetsu:
—¿Nos vamos?
—Ah, Matahachi —respondió afablemente Kōetsu. Volviéndose a Gonnosuke, le dijo—: Me temo que debo dejarte. Mis compañeros me están esperando.
—¿Regresas por la ruta de Osaka?
—Así es. Si llegamos allí a tiempo, quisiera abordar el barco nocturno hacia Kyoto.
—Bien, en tal caso, recorreré esa distancia contigo. —En vez de aguardar al próximo barco, Gonnosuke había decidido viajar por tierra.
Los tres hombres caminaban uno al lado del otro, y su conversación apenas se desviaba de Musashi, de su condición actual y sus hazañas pasadas. En un momento determinado, Matahachi expresó preocupación.