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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (190 page)

BOOK: Musashi
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—Confío en que Musashi venza —dijo—, pero Kojirō es muy listo. Su técnica es increíble, ¿sabéis? —Pero su voz carecía de entusiasmo. El recuerdo de su propio encuentro con Kojirō estaba demasiado vivido en su memoria.

Era la hora del crepúsculo cuando se encontraron en las atestadas calles de Osaka. De repente, Kōetsu y Gonnosuke se dieron cuenta de que Matahachi ya no estaba con ellos.

—¿Adonde puede haber ido? —inquirió Kōetsu.

Desandaron sus pasos y le encontraron en el extremo del puente. Estaba mirando, como hechizado, la orilla del río, donde las mujeres de las casas vecinas, una hilera de cabañas destartaladas cubiertas por un tejado único, lavaban utensilios de cocina, descascarillaban arroz y pelaban verduras.

—Tiene una expresión rara en el rostro —observó Gonnosuke.

Éste y Kōetsu permanecieron un poco apartados y le observaron.

—Es ella —gritó Matahachi—. ¡Akemi!

En cuanto reconoció a la mujer, el capricho del destino le causó una sorpresa indecible. Pero en seguida la situación pareció tomar un cariz distinto. El destino no hacía jugarretas, sino que se limitaba a enfrentarle con su pasado. Akemi había sido su esposa legal. También sus karmas respectivos estaban entrelazados. Mientras habitaran la misma tierra, estaban destinados a reunirse de nuevo, más tarde o más temprano.

Le había costado reconocerla. El encanto y la coquetería que la joven había tenido hasta hacía solamente un par de años, se habían desvanecido. La delgadez de su rostro era extrema, tenía el cabello sin lavar y recogido en un moño. Vestía un kimono de algodón de mangas tubulares que le llegaba un poco por debajo de las rodillas, la prenda utilitaria de todas las amas de casa urbanas de clase baja. Nada más alejado de las sedas policromas con que se ataviaba cuando se dedicaba a la prostitución.

Estaba acuclillada, en la postura típica de los buhoneros, y tenía en sus brazos un cesto de aspecto pesado, que contenía almejas, abalones y algas. La mercancía aún sin vender sugería que el negocio no era muy boyante.

Un niño como de un año de edad estaba atado a su espalda por medio de una sucia faja de tela.

Más que cualquier otra cosa, fue el niño lo que hizo latir con más fuerza el corazón de Matahachi. Llevándose las palmas a las mejillas, contó los meses. Si el niño estaba en su segundo año, había sido concebido cuando vivían juntos en Edo... y Akemi estaba embarazada cuando los azotaron a los dos públicamente.

La luz del sol poniente, reflejándose en el río, danzaba en el rostro de Matahachi, dándole el aspecto de estar bañado en lágrimas. Era sordo al ruido y el movimiento del tráfico callejero. Akemi caminaba lentamente río abajo. Matahachi echó a correr tras ella, agitando los brazos y gritando. Kōetsu y Gonnosuke le siguieron.

—¿Adonde vas, Matahachi?

Se había olvidado por completo de los dos hombres. Se detuvo y esperó a que le dieran alcance.

—Lo siento —musitó—. A decir verdad...

¿Verdad? ¿Cómo podía explicarles lo que iba a hacer cuando ni siquiera podía explicárselo a sí mismo? En aquel momento era incapaz de aclarar sus emociones, pero finalmente logró balbucir:

—He decidido no convertirme en sacerdote..., regresar a la vida ordinaria. Aún no he sido ordenado.

—¿Volver a la vida ordinaria? —exclamó Kōetsu—. ¿Así, tan de repente? Humm. Estás raro.

—Ahora no puedo explicarlo. Aunque lo hiciera, probablemente os parecería una locura. Acabo de ver a la mujer con la que viví, y lleva un niño a la espalda. Creo que debe de ser mío.

—¿Estás seguro?

—Sí, bueno...

—Vamos, hombre, cálmate y piensa. ¿Es realmente tu hijo?

—¡Sí! ¡Soy padre! Lo siento, no sabía... Estoy avergonzado. No puedo permitir que ella siga viviendo así, vendiendo el contenido de un cesto como una vagabunda. Tengo que trabajar y ayudar a mi hijo.

Kōetsu y Gonnosuke intercambiaron miradas consternadas. Aunque no estaba del todo seguro de que Matahachi estuviera en su sano juicio, Kōetsu le dijo:

—Supongo que sabes lo que estás haciendo.

Matahachi se quitó la túnica sacerdotal que cubría su kimono ordinario y se la entregó a Kōetsu, junto con su rosario de oraciones.

—Siento molestarte, pero ¿querrás dar esto a Gudō, en el Myōshinji? Te agradecería que le dijeras que me quedaré aquí, en Osaka, conseguiré trabajo y seré un buen padre.

—¿Estás seguro de que quieres hacer eso? ¿Abandonar el sacerdocio así como así?

—Sí. De todas maneras, el maestro me dijo que podía regresar a la vida ordinaria en cualquier momento que lo deseara.

—Humm.

—Me dijo que no es necesario estar en un templo para practicar la disciplina religiosa. Es más difícil, pero, según él, es más digno de alabanza ser capaz de dominarse uno mismo y mantener la fe en medio de las mentiras, la suciedad y los conflictos..., todas las cosas desagradables del mundo exterior..., que en el entorno limpio y puro de un templo.

—Estoy seguro de que tiene razón.

—He pasado con él más de un año, pero no me ha impuesto un nombre de sacerdote. Siempre me llama simplemente Matahachi. Tal vez me suceda algo en el futuro que sea incapaz de comprender, y entonces acudiré a él de inmediato. Decídselo por mí, ¿queréis?

Tras hablarles así, Matahachi se alejó.

El barco nocturno

Una sola nube roja, que parecía un gran gallardete, se cernía a baja altura en el horizonte. Cerca del fondo del mar sin oleaje, terso como una lámina de cristal, había un pulpo.

Alrededor del mediodía una pequeña embarcación estaba amarrada en el estuario del río Shikama, discretamente fuera de la vista. Cuando aumentó la oscuridad del crepúsculo, una delgada columna de humo se elevó de un brasero de arcilla en la cubierta. Una anciana rompía ramitas y alimentaba el fuego.

—¿Tienes frío? —preguntó.

—No —respondió la muchacha, tendida en el fondo de la embarcación, detrás de unas esteras de juncos. Sacudió débilmente la cabeza, y entonces la levantó y miró a la anciana—. No te preocupes por mí, abuela. Debes cuidar de ti misma. Tienes la voz un poco ronca.

Osugi puso un recipiente de arroz sobre el brasero para preparar unas gachas.

—Lo mío no tiene importancia —le dijo—, pero tú estás enferma. Tienes que comer como es debido, o de lo contrario no tendrás fuerzas cuando llegue el barco.

Otsū retuvo una lágrima y contempló el mar. Había algunas barcas de pescadores de pulpos y un par de buques de carga. El barco de Sakai no se veía por ninguna parte.

—Se está haciendo tarde —dijo Osugi—. Dijeron que el barco llegaría antes del anochecer. —Su voz tenía un dejo quejumbroso.

La noticia de la partida del barco de Musashi se había extendido rápidamente. Cuando llegó a oídos de Jōtarō, que estaba en Himeji, éste envió un mensajero para decírselo a Osugi. La anciana, a su vez, se apresuró a ir al Shippōji, donde Otsū estaba postrada, enferma a causa de la paliza que le había dado.

Desde aquella noche terrible, Osugi le había suplicado su perdón tan a menudo y con lágrimas en los ojos, que escucharla había llegado a ser una carga pesada para Otsū. Ésta no la consideraba responsable de su enfermedad, y creía que se trataba de una recaída de la dolencia que la tuvo confinada durante varios meses en la casa del señor Karasumaru en Kyoto. Por las mañanas y las tardes tosía mucho y tenía una fiebre ligera. Había perdido peso, lo cual hacía su rostro más hermoso que nunca, pero era una belleza delicada en exceso que entristecía a quienes la veían y hablaban con ella.

No obstante, le brillaban los ojos. En primer lugar, se sentía feliz por el cambio operado en Osugi. La viuda Hon'iden finalmente había comprendido que se había equivocado con respecto a Otsū y Musashi, y era como una mujer renacida. Y Otsū tenía una esperanza surgida de la certidumbre de que el día en que vería de nuevo a Musashi estaba cercano.

Osugi había declarado: «Para compensar toda la desdicha que os he causado, me hincaré de hinojos y rogaré a Musashi que hagamos las paces. Me inclinaré ante él, me disculparé, le persuadiré». Tras anunciar a su propia familia y a todo el pueblo que el compromiso matrimonial de Matahachi con Otsū había quedado anulado, destruyó el documento que contenía la promesa de esponsales. A partir de entonces, se empeñó en decir a todo el mundo que la única persona apropiada como marido para Otsū era Musashi.

Como el pueblo había experimentado cambios a través del tiempo, la única persona a la que Otsū conocía mejor en Miyamoto era Osugi, la cual se ocupó de cuidar a la muchacha, tratando de devolverle la salud. Cada mañana y cada noche la visitaba en el Shippōji para hacerle las mismas solícitas preguntas: «¿Has comido?» «¿Has tomado la medicina?» «¿Cómo te sientes?».

Un día le dijo con lágrimas en los ojos:

—Si no hubieras vuelto a la vida aquella noche en la cueva, yo también habría querido morir allí.

Hasta entonces la anciana nunca había vacilado antes de tergiversar la verdad o decir flagrantes mentiras. Una de las últimas había sido la de que Ogin, la hermana de Musashi, se encontraba en Sayo. De hecho, nadie había visto a Ogin ni sabía nada de ella desde hacía años. Lo único que se sabía era que estaba casada y vivía en otra provincia.

Así pues, al principio las protestas de Osugi le parecieron a Otsū increíbles. Aun cuando fuese sincera, le parecía probable que su remordimiento desapareciera al cabo de un tiempo. Pero a medida que los días se convertían en semanas, la mujer mostraba más dedicación y atenciones a Otsū.

«Jamás imaginé que en el fondo fuese tan buena persona», se dijo Otsū. Y como el afecto y la amabilidad recién adquiridos de Osugi se hicieron extensivos a cuantos la rodeaban, este sentimiento era ampliamente compartido tanto por la familia como por los aldeanos, aunque muchos expresaron su asombro con menos delicadeza, diciendo, por ejemplo: «¿Qué creéis que le ha pasado a la vieja bruja?».

Incluso Osugi se maravillaba de lo amable que todo el mundo era ahora con ella. Antes, incluso las personas más próximas a ella solían encogerse de temor nada más verla. Ahora, todos le sonreían y le hablaban cordialmente. Finalmente, en una época en que el simple hecho de estar vivo era algo por lo que uno debía estar agradecido, la anciana aprendía por primera vez lo que era ser amada y respetada por el prójimo.

Uno de sus conocidos le preguntó con franqueza:

—¿Qué te ha pasado? Tu cara parece más atractiva cada vez que te veo.

Más tarde, aquel mismo día, Osugi se miró en el espejo y pensó que tal vez así era. El pasado había dejado sus huellas. Cuando se marchó del pueblo, su cabello todavía era negro entreverado de gris. Ahora era completamente blanco. No le importaba, pues creía que su corazón, por lo menos, ahora estaba libre de negrura.

El barco en el que viajaba Musashi llegó a Shikama y, como de costumbre, atracó para descargar, cargar nuevas mercancías y pasar allí la noche.

El día anterior, después de que Otsū le informara de ello, Osugi le había preguntado:

—¿Qué vas a hacer?

—Iré allí, por supuesto.

—En ese caso, te acompañaré.

Otsū se levantó de su lecho de enferma, y antes de una hora estaban en camino. No llegaron a Himeji hasta el atardecer. Durante todo el trayecto, Osugi vigiló a Otsū como si ésta fuese una niña.

Aquella noche, en la casa de Aoki Tanzaemon, se hicieron planes para celebrar una cena en honor de Musashi en el castillo de Himeji. Suponían que, gracias a su experiencia anterior en el castillo, ahora consideraría un honor que le agasajaran de esa manera. Incluso Jōtarō lo creía así.

Tras consultar con los camaradas samurais de Tanzaemon, también se decidió que no sería conveniente que Otsū y Musashi fuesen vistos juntos, pues la gente podía concebir la idea de que ella era su amante secreta. Tanzaemon explicó el quid de la cuestión a Otsū y Osugi, y sugirió que aguardar en la embarcación era una manera discreta de que Otsū estuviera presente y, al mismo tiempo, no diera pábulo a embarazosos chismorreos.

El mar se oscureció y el color desapareció del cielo. Las estrellas empezaron a titilar. Cerca de la casa del tintorero donde vivía Otsū, un contingente de unos veinte samurais de Himeji llevaban esperando desde media tarde para recibir a Musashi.

—Quizá éste no es el día indicado —observó uno de ellos.

—No, no te preocupes por eso —dijo otro—. He enviado un hombre al agente local de Kobayashi para asegurarme.

—Eh, ése es, ¿verdad?

—Así lo parece, a juzgar por la vela.

Ruidosamente se acercaron al borde del agua.

Jōtarō les dejó y echó a correr hacia el bote amarrado en el estuario.

—¡Otsū! ¡Abuela! El barco está a la vista... ¡El barco de Musashi! —gritó a las excitadas mujeres.

—¿Lo has visto de veras? ¿Dónde? —le preguntó Otsū, la cual estuvo a punto de caer por la borda al ponerse en pie.

—Ten cuidado —le advirtió Otsū, cogiéndola por detrás.

Permanecieron una al lado de la otra, sus ojos escudriñando la oscuridad. Gradualmente un minúsculo punto distante se convirtió en una gran vela, negra a la luz de las estrellas y que parecía deslizarse directamente hacia ellos.

—¡Ése es! —exclamó Jōtarō.

—Rápido, coge la espadilla —dijo Otsū—. Llévanos al barco.

—No hay necesidad de apresurarse. Uno de los samurais que están en la playa irá remando en busca de Musashi.

—¡Entonces tenemos que ir ahora! Una vez esté con ese puñado de hombres, Otsū no tendrá ninguna oportunidad de hablar con él.

—No podemos hacer eso. Se verán luego.

—Dedicas demasiado tiempo a preocuparte por lo que pensarán los demás samurais. Y ésa es la razón de que estemos inmovilizadas en esta barquichuela. Si he de serte sincera, creo que deberíamos haber esperado en la casa del tintorero.

—No, te equivocas. No te das cuenta de las habladurías de la gente. Tranquilízate. Mi padre y yo encontraremos alguna manera de traerle aquí. —Se detuvo a pensar un instante—. Cuando baje a la orilla, irá a casa del tintorero para descansar un poco. Entonces iré a verle y me encargaré de que venga. Vosotras esperad aquí. Pronto estaré de vuelta.

Dicho esto, echó a correr hacia la playa.

—Procura descansar un poco —dijo Osugi.

Aunque Otsū se tendió obedientemente, parecía tener dificultades para respirar.

—¿Otra vez te molesta esa tos? —le preguntó Osugi dulcemente. Se arrodilló y restregó la espalda de la muchacha—. No te preocupes. Musashi estará aquí antes de lo que crees.

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