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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (143 page)

BOOK: Musashi
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—No he sido yo —protestó Iori—. ¡Nunca te había visto!

La mujer se le acercó tambaleándose, y entonces se echó a reír.

—No —dijo—, no eres tú. ¿Qué está haciendo un chico tan mono por ahí a estas horas de la noche?

—Me han enviado a hacer un recado, pero no puedo encontrar la casa que estoy buscando.

—¿La casa de quién?

—Del señor Yagyū de Tajima.

—¿Estás de guasa? —La mujer se echó a reír—. El señor Yagyū es un daimyō y un maestro del shōgun. ¿Crees que abrirá sus puertas a un arrapiezo como tú? —Volvió a reírse—. Quizá conoces a alguno de sus criados.

—He traído una carta.

—¿Para quién?

—Para un samurai llamado Kimura Sukekurō.

—Debe de ser uno de sus servidores. Pero qué divertido eres... mencionar el nombre del señor Yagyū como si le conocieras.

—Sólo quiero entregar esta carta. Si sabes dónde está la casa, dímelo.

—Está al otro lado del foso. Cruza ese puente de ahí y estarás delante de la casa del señor Kii. La siguiente es la del señor Kyogoku y las dos siguientes la del señor Katō y la del señor Matsudaira de Suō. —Alzó los dedos y contó los almacenes, sólidamente construidos, en la orilla opuesta—. Estoy segura de que la casa al lado de las que acabo de decirte es la que buscas.

—Si cruzo el foso, ¿seguiré estando en Kobikichō?

—Pues claro.

—Pero qué estúpido...

—Vamos, vamos, ésa no es manera de hablar. Humm, pareces un chico simpático. Iré contigo y te mostraré la casa del señor Yagyū.

Echó a andar delante de Iori, el cual pensó que la mujer, con aquel trozo de estera en la cabeza, parecía un fantasma.

Estaban en la mitad del puente cuando un hombre que venía hacia ellos pasó rozando la manga de la mujer y silbó. Hedía a sake. Antes de que Iori supiera qué estaba ocurriendo, la mujer se volvió y fue tras el borracho.

—Te conozco —le dijo con voz estridente—. No pases así por mi lado, no está bien.

Le cogió de la manga y tiró de él hacia un lugar desde donde podían meterse bajo el puente.

—Suéltame —dijo él.

—¿No quieres venir conmigo?

—No tengo dinero.

—Bah, no te preocupes. —Aferrándose a él como una sanguijuela, miró por encima del hombro y, al ver el semblante sorprendido de Iori, le dijo—: Anda, vete. Tengo cosas que hacer con este caballero.

Con no poca perplejidad, Iori vio que los dos se zarandeaban. Poco después, la mujer pareció salirse con la suya y ambos desaparecieron bajo el puente. Todavía extrañado, el muchacho fue al pretil y miró la orilla del río cubierta de hierba.

La mujer alzó la vista y, al tiempo que gritaba «¡idiota!», le tiró una piedra.

Iori tragó saliva, esquivó el proyectil y se dirigió al extremo del puente. En todos los años que había vivido en la yerma planicie de Hōtengahara, jamás había visto nada tan aterrador como el rostro blanco y colérico de aquella mujer en la oscuridad.

Cruzó al otro lado del río y se encontró ante un almacén, a cuyo lado había una valla, luego otro almacén, otra valla y así sucesivamente a lo largo de la calle. «Aquí debe de ser», se dijo cuando llegó al quinto edificio. En la pared enyesada, de un blanco reluciente, había un blasón en forma de sombrero femenino. Iori sabía, por la letra de una canción popular, que aquél era el blasón de la familia Yagyū.

—¿Quién está ahí? —preguntaron desde el interior del portal.

Iori, hablando tan alto como se atrevía a hacerlo, respondió:

—Soy el discípulo de Miyamoto Musashi. Traigo una carta.

El centinela dijo unas palabras que Iori no entendió. En el portal había una puertecilla, a través de la cual la gente podía entrar y salir sin necesidad de abrir la grande y pesada puerta. Al cabo de unos segundos, la puerta se abrió lentamente, y el hombre preguntó con suspicacia:

—¿Qué estás haciendo aquí a estas horas?

Iori puso la carta ante las mismas narices del guardián.

—Por favor, entrega esto. Si hay respuesta, me la llevaré.

—Humm —musitó el hombre, cogiendo la carta—. Es para Kimura Sukekurō, ¿eh?

—Sí, señor.

—Pues no está aquí.

—¿Dónde está?

—Se encuentra en la casa de Higakubo.

—¿Qué? Todo el mundo me ha dicho que la casa del señor Yagyū estaba en Kobikichō.

—La gente dice eso, pero lo cierto es que aquí no hay más que almacenes..., arroz, leña y algunas otras cosas.

—Entonces ¿el señor Yagyū no vive aquí?

—Así es.

—Y ese otro sitio..., Higakubo..., ¿está muy lejos?

—Sí, bastante lejos.

—Dime exactamente dónde.

—En las colinas que se levantan fuera de la ciudad, en el pueblo de Azabu.

—Nunca había oído hablar de él. —Iori suspiró, decepcionado, pero su sentido de la responsabilidad le impidió abandonar—. ¿Te importaría dibujarme un plano, señor?

—No seas tonto. Aunque conocieras el camino, tardarías toda la noche en llegar allí.

—No me importa.

—En Azabu hay muchos zorros. No querrás ser embrujado por un zorro, ¿no es cierto?
[12]

—No.

—¿Conoces bien a Sukekurō?

—Mi maestro le conoce.

—Te diré qué vamos a hacer. Como es demasiado tarde, ¿por qué no duermes un poco en el granero y vas allí por la mañana?

—¿Dónde estoy? —preguntó Iori, restregándose los ojos.

Se puso en pie de un salto y corrió al exterior. El sol del mediodía le deslumbre.

Entrecerrando los ojos, se dirigió al portal, donde el guardián estaba almorzando.

—Vaya, por fin te has levantado.

—Sí, señor. ¿Podrías dibujarme ahora ese plano?

—Tienes prisa, ¿eh, dormilón? Toma, será mejor que primero comas algo. Hay suficiente para los dos.

Mientras el muchacho masticaba y tragaba, el guardián bosquejó un tosco plano y le explicó la manera de llegar a Higakubo. Terminaron de comer al mismo tiempo, e Iori, espoleado por la importancia de su misión, partió a la carrera, sin detenerse un momento a pensar que Musashi podría estar preocupado por su tardanza en regresar a la posada.

Recorrió con rapidez las calles concurridas hasta que llegó a las proximidades del castillo de Edo, donde las casas imponentes de los principales daimyō se alzaban en el terreno entre el sistema cuadriculado de fosos. Miró a su alrededor y caminó más lentamente. Los canales estaban llenos de embarcaciones de carga. Los muros de piedra del castillo estaban cubiertos de andamios de troncos, los cuales parecían desde lejos las espalderas de bambú utilizadas para cultivar dondiegos de día.

Volvió a perder tiempo en una zona llamada Hibiya, donde los ásperos sonidos de los escoplos y los ruidos sordos de las hachas elevaban un himno discordante al poder del nuevo shogunado.

Iori se detuvo. Estaba hipnotizado por el espectáculo de los trabajos de construcción: los obreros que levantaban rocas enormes, los carpinteros con sus cepillos y sierras y los samurais, los gallardos samurais que lo supervisaban todo. ¡Cuánto deseaba crecer y ser como ellos!

Una alegre canción brotaba de las gargantas de aquellos hombres que levantaban rocas:

Arrancaremos las flores

en los campos de Musashi...

Las gencianas, las campanillas,

flores silvestres exhibidas

en confuso desorden.

Y esa adorable chiquilla

la flor que no es posible arrancar,

humedecida por el rocío...,

tan sólo mojará tu manga,

como lágrimas que caen.

Iori se quedó allí, encantado. Antes de que se diera cuenta, el agua de los fosos estaba adquiriendo una coloración rojiza y los graznidos de los cuervos nocturnos llegaban a sus oídos.

—Oh, no, ya casi se ha puesto el sol —musitó, compungido.

Reanudó su camino y durante un rato avanzó a toda prisa, sin prestar atención a nada más que el plano dibujado por el guardián. Pronto subió por el sendero de la colina de Azabu, el cual discurría entre una vegetación tan espesa que era como si fuese medianoche. Pero una vez en la cima, Iori vio que el sol aún estaba en el cielo, aunque bajo sobre el horizonte.

La colina apenas estaba habitada, y el pueblo de Azabu no era más que unas cuantas casas diseminadas entre los campos, en el valle que se extendía al pie. En aquel mar de hierba y árboles antiguos, escuchando el gorgoteo de los arroyuelos que se despeñaban por la vertiente, Iori sintió que su fatiga cedía el paso a una extraña sensación de bienestar. Tenía una vaga conciencia de que el lugar donde se encontraba era histórico, aunque no sabía por qué. De hecho, era el mismo lugar que diera nacimiento a los grandes clanes guerreros del pasado, tanto a los Taira como a los Minamoto.

Oyó el retumbante sonido de un tambor, de la clase que solía utilizarse en los festivales shintoístas. Colina abajo, visible desde el bosque, estaban los gruesos troncos cruzados sobre la cumbrera de un santuario. Iori no sabía que se trataba del gran santuario de Iigura, sobre el que había estudiado, el famoso edificio consagrado a la diosa solar de Ise.

El santuario no resistía la comparación con el enorme castillo que el chiquillo acababa de ver, ni siquiera con los majestuosos portales en las residencias de los daimyō. En su sencillez era casi indistinguible de las granjas que lo rodeaban, y a Iori le sorprendió que la gente hablara con más reverencia de la familia Tokugawa que de la más sagrada de las deidades. ¿Significaba eso que los Tokugawa eran más grandes que la diosa solar? Pensó que debería preguntárselo a Musashi cuando regresara.

Sacó su plano y lo examinó, miró a su alrededor y de nuevo el plano. No había ninguna señal de la mansión de Yagyū.

La niebla nocturna que se extendía por el terreno le producía una inquietante sensación de misterio. Había experimentado antes algo similar, cuando en una habitación con la shoji cerrada la luz del sol poniente incidía en el papel de arroz, de modo que el interior parecía iluminarse más mientras el exterior se oscurecía. Naturalmente, semejante ilusión de crepúsculo no es más que eso, una ilusión, pero el muchacho la notó con tal intensidad, en varios destellos, que se restregó los ojos como para eliminar su aturdimiento. Sabía que no estaba soñando, y miró a su alrededor con recelo.

—¡Vaya, bastardo furtivo! —gritó, al tiempo que daba un salto adelante y desenvainaba su espada. Con el mismo movimiento dio un tajo a las altas hierbas delante de él.

Con un aullido de dolor, un zorro saltó de su escondite y se alejó a toda prisa, la cola brillante de sangre que le manaba de una herida en los cuartos traseros.

—¡Bestia demoníaca!

Iori corrió en su persecución, y aunque el zorro era rápido, el chico también lo era. Cuando la cojeante criatura se tambaleó, Iori se abalanzó contra ella, seguro de su victoria. Pero el zorro se escabulló ágilmente y apareció de nuevo a varias varas de distancia. Por muy rápido que Iori le atacara, el animal se las ingeniaba para zafarse en cada ocasión.

En las rodillas de su madre, Iori había escuchado innumerables cuentos que demostraban sin sombra de duda que los zorros tenían el poder de embrujar y poseer a los seres humanos. Le gustaban casi todos los demás animales, incluso los jabalíes y las fétidas zarigüeyas, pero detestaba a los zorros, a la vez que los temía. En su opinión, tropezarse con aquella astuta criatura acechante entre la hierba sólo podía significar una cosa: era el culpable de que él no encontrara su camino. Estaba convencido de que un ser traidor y maligno le había seguido desde la noche anterior y, unos momentos antes, le había sometido a su malévolo hechizo. Si no lo mataba ahora, estaba seguro de que volvería a hechizarle. Iori estaba dispuesto a perseguir a su presa hasta el fin de la tierra, pero el zorro saltó desde el borde de un barranco y se perdió en la espesura.

El rocío brillaba en las flores silvestres. Exhausto y sediento, Iori se dejó caer al suelo y lamió la humedad de una hoja de menta. Por fin su respiración se serenó, mientras el sudor le perlaba la frente. El corazón le latía con violencia. «¿Adonde habrá ido?», se preguntó en voz alta.

Si el zorro se había marchado de veras, tanto mejor, pero Iori no sabía qué creer. Puesto que había herido al animal, estaba seguro de que éste se vengaría de una manera u otra. Resignado, permaneció sentado y esperó.

Cuando empezaba a sentirse más tranquilo, llegó a sus oídos un sonido misterioso. Iori miró a su alrededor con los ojos muy abiertos. «Es el zorro, estoy seguro», se dijo, y se dispuso a oponer toda su fuerza de voluntad contra el hechizo. Se apresuró a levantarse y se humedeció las cejas con saliva, lo cual se consideraba eficaz para protegerse contra la influencia de los zorros.

A corta distancia apareció una mujer, como si flotara a través de la bruma nocturna, el rostro semioculto por un velo de gasa sedosa. Montaba un caballo a mujeriegas, con las riendas sueltas encima de la baja perilla. La silla era de madera lacada con taracea de madreperla.

«Se ha transformado en una mujer», pensó Iori. Aquella visión con velo, que tocaba una flauta y estaba silueteada contra los tenues rayos del sol poniente, no podía ser de ninguna manera una criatura de este mundo.

Mientras permanecía agachado entre la hierba como una rana, Iori oyó que una voz de ultratumba gritaba: «¡Otsū!», y estuvo seguro de que procedía de uno de los compañeros del zorro.

La amazona casi había llegado a un desvío, donde un camino divergía hacia el sur, y la parte superior de su cuerpo tenía un brillo rojizo. El sol, que se hundía tras las colinas de Shibuya, estaba orlado de nubes.

Iori pensó que si la mataba podría poner al descubierto su verdadera forma de zorro. Aferró la empuñadura de la espada y se aprestó, diciéndose que, por suerte, la criatura desconocía que él se encontraba allí. Como todos aquellos que conocen la verdad sobre los zorros, sabía que el espíritu del animal se encontraría a unos pocos pies detrás de su forma humana. Tragó saliva, expectante, mientras esperaba que la aparición siguiera adelante y girase al sur.

Pero cuando el caballo llegó al desvío, la mujer dejó de tocar, puso la flauta en un envoltorio de tela y lo guardó en el obi. Alzándose el velo, escudriñó a su alrededor.

—¡Otsū! —se oyó gritar de nuevo.

Una plácida sonrisa apareció en el rostro de la mujer.

—Estoy aquí, Hyōgo. Aquí arriba.

Iori vio que un samurai subía por el camino procedente del valle, y se sobresaltó al ver que cojeaba un poco al andar. ¡Aquél era el zorro al que había herido! ¡No había ninguna duda! No estaba disfrazado de hermosa tentadora sino de apuesto samurai. La aparición aterrorizó a Iori. Tembló violentamente y se orinó encima.

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