Musashi (69 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
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—No seas así. Échanos una mano.

—¡Ni hablar de ello! Si os ayudara y mi tío lo descubriera, me desheredaría. Desde luego, podría daros algún consejo.

—¡Bueno, habla! ¿Qué crees que deberíamos hacer?

—Humm... En primer lugar, podríais atar esta mujer a un árbol y abandonarla. Así os moveríais con más rapidez.

—¿Algo más?

—No deberíais tomar esa carretera. Aunque esté un poco más lejos, podríais ir a Yasugawa por la carretera del valle e informar a la gente de lo ocurrido. Entonces podríais rodear a Musashi y cercarle gradualmente.

—No es mala idea.

—Pero tened muchísimo cuidado. Musashi luchará por su vida y cuando se vaya de este mundo se llevará unas cuantas almas consigo. Preferiríais evitar eso, ¿no es cierto?

Los hombres se apresuraron a aceptar la sugerencia de Sannojō, llevaron a Otsū a una arboleda y la ataron a un tronco. Entonces se marcharon, pero no tardaron en regresar para ponerle una mordaza.

—Así está bien —dijo uno de ellos.

—Vámonos.

Se internaron en el bosque. Jōtarō, agachado detrás de los arbustos, esperó juiciosamente antes de alzar la cabeza para mirar a su alrededor, y no vio a nadie, ni viajeros ni saqueadores ni a Sannojō.

—¡Otsū! —gritó. Salió de su escondite haciendo cabriolas. Encontró en seguida a la joven, la desató y cogió de la mano. Corrieron hacia la carretera—. ¡Vámonos de aquí! —le urgió.

—¿Qué hacías ahí escondido?

—¡No importa! ¡Larguémonos!

—Espera un momento —le dijo Otsū, deteniéndose para atusarse el cabello, enderezar el cuello del kimono y colocarse bien el obi.

Jōtarō chascó la lengua.

—Éste no es momento para acicalarse —se quejó—. ¿No puedes dejarlo para más tarde?

—Pero ese rōnin ha dicho que Musashi estaba al pie de la colina.

—¿Por eso te has puesto guapa?

—No, claro que no —dijo Otsū, defendiéndose con una seriedad casi cómica—. Pero si Musashi está tan cerca no tenemos nada de qué preocuparnos, y puesto que podemos dar por finalizados nuestros problemas, me siento lo bastante tranquila y segura para pensar en mi aspecto.

—¿Crees que ese rōnin ha visto realmente a Musashi?

—Naturalmente. Por cierto, ¿dónde está?

—Se marchó, sin más. Es un tanto extraño, ¿no crees?

—¿Nos vamos ya? —le dijo Otsū.

—¿Seguro que estás lo bastante guapa?

—¡Jōtarō!

—Sólo bromeaba. Pareces muy feliz.

—Tú también.

—Lo soy, y no intento ocultarlo como haces tú. Gritaré a todo el que pueda oírme: «¡Soy feliz!». —Hizo unas cabriolas, agitando los brazos y brincando, y entonces dijo—: Será muy decepcionante que Musashi no esté ahí, ¿verdad? Creo que voy corriendo a ver si está.

Otsū se tomó su tiempo. Su corazón ya había volado al pie de la ladera, con una rapidez que las piernas de Jōtarō no podrían emular jamás.

«Tengo un aspecto espantoso», pensó mientras examinaba su pie lesionado, así como la tierra y las hojas adheridas a las mangas de su kimono.

—¡Vamos! —gritó Jōtarō—. ¿Por qué andas con tanta lentitud? —Por el deje de su voz, Otsū tuvo la certeza de que el muchacho había visto a Musashi.

«Por fin», se dijo. Hasta entonces había tenido que buscar consuelo en su interior, y estaba cansada de ello. Sentía cierto orgullo, tanto de sí misma como hacia los dioses, por haberse mantenido fiel a su objetivo. Ahora que estaba a punto de ver nuevamente a Musashi, su espíritu bailaba de alegría. Sabía que era la euforia de la ilusión, pues no podía predecir si Musashi aceptaría su entrega. Su alegría ante la perspectiva de verle sólo estaba empañada por la atormentadora premonición de que el encuentro podría entristecerla.

En la vertiente umbría de la colina Kōji la tierra estaba helada, pero en la casa de té cerca del pie hacía tanto calor que las moscas revoloteaban. Aquélla era una población de paso, con numerosas fondas, y el establecimiento vendía té a los viajeros, así como diversos productos que necesitaban los campesinos del distrito, desde dulces baratos a envolturas de paja para las patas de los bueyes. Jōtarō se detuvo ante la casa de té. Era el único chiquillo entre la multitud adulta y ruidosa.

—¿Dónde está Musashi? —preguntó Otsū, mirando inquisitivamente a su alrededor.

—No está aquí —replicó Jōtarō, desanimado.

—¿No está aquí? ¡Ha de estar!

—Mira, no le encuentro por ninguna parte, y el tendero ha dicho que no ha visto por aquí a un samurai como ése. Debe de haber algún error. —Aunque el muchacho parecía decepcionado, no estaba abatido.

Otsū no habría dudado en admitir que no había tenido ninguna razón para alimentar tantas esperanzas, pero la despreocupada respuesta del niño la irritó. Sorprendida y un poco enfadada por su indiferencia, le preguntó:

—¿Le has buscado allí?

—Sí.

—¿Y detrás del poste miliar de Kōshin?

—He mirado y no está ahí.

—¿Detrás de la casa de té?

—¡Te he dicho que no está aquí! —Otsū desvió el rostro—. ¿Estás llorando? —le preguntó el muchacho.

—No es asunto tuyo —replicó ella bruscamente.

—No te comprendo. Casi siempre pareces juiciosa, pero a veces te comportas como una niña pequeña. ¿Cómo habríamos podido saber si la historia de Sannojō era cierta o no? Tú sola has decidido que lo era, y ahora, cuando descubres que estabas equivocada te echas a llorar. Las mujeres estáis locas. —Dicho esto, el muchacho se echó a reír.

Otsū deseaba sentarse allí y abandonar la búsqueda. En un instante, la luz se había extinguido en su vida. Se sentía tan privada de esperanza como antes, ahora incluso más. Los dientes de leche cariados del risueño Jōtarō le disgustaron. Se preguntó, encolerizada, por qué tenía que llevar consigo a un niño como aquel, y experimentó el impulso de abandonarle allí mismo.

Era cierto que también él buscaba a Musashi, pero le quería sólo como maestro. Para ella, Musashi era la misma vida. Jōtarō podía reírse de todo y recuperar en seguida su talante animado, pero Otsū carecería durante varios días de la energía necesaria para seguir adelante. En algún lugar de su mente juvenil, Jōtarō tenía la alegre certidumbre de que un día, más tarde o más temprano, encontraría de nuevo a Musashi. Otsū no tenía la misma creencia en un final feliz. Había sido demasiado optimista al creer que aquel día iba a ver a Musashi, y ahora oscilaba hacia el extremo contrario y se preguntaba si la vida seguiría así eternamente, sin que ella volviera a ver o hablar al hombre amado.

Los que aman buscan una filosofía y, por ello, gustan de la soledad. En el caso de Otsū, que era huérfana, existía también la aguda sensación de aislamiento de los demás. En respuesta a la indiferencia de Jōtarō, frunció el ceño y se alejó en silencio de la casa de té.

—¡Otsū!

Era la voz de Sannojō, el cual salió de su escondite tras el poste miliar de Kōshin y se dirigió a ella a través del agostado sotobosque. Las vainas de sus espadas estaban mojadas.

—No has dicho la verdad —le dijo Jōtarō en tono acusador.

—¿Qué quieres decir?

—Dijiste que Musashi estaba esperando al pie de la colina. ¡Era mentira!

—¡No seas estúpido! —le reprochó Sannojō—. Gracias a esa mentira Otsū ha podido escapar, ¿no es cierto? ¿De qué te quejas? ¿No crees que deberías darme las gracias?

—¿De modo que sólo era una historia inventada para engañar a esos hombres?

—Naturalmente.

Volviéndose a Otsū con una expresión de triunfo, el chiquillo le dijo:

—¿Lo ves? ¿No te lo dije?

Otsū creía tener perfecto derecho a estar enfadada con Jōtarō, pero no había ninguna razón para que guardara rencor a Sannojō. Le hizo varias reverencias y le agradeció efusivamente que la hubiera salvado.

—Esos rufianes de Suzuka están mucho más domesticados que antes, pero si acechan a alguien no es probable que esa persona pueda recorrer esta carretera a salvo. No obstante, por lo que he oído contar de ese Musashi que os preocupa tanto, me parece que es demasiado listo para caer en una de sus trampas.

—¿Hay otras rutas a Ōmi aparte de ésta? —le preguntó Otsū.

—Las hay, en efecto —replicó Sannojō, alzando los ojos hacia los picos montañosos que relucían bajo el sol del mediodía—. Si vais al valle de Iga, hay una carretera que lleva a Ueno, y desde el valle de Ano hay otra que va a Yokkaichi y Kuwana. Debe de haber otros tres o cuatro caminos de montaña y atajos. Yo diría que Musashi abandonó temprano la carretera principal.

—¿Crees entonces que aún está a salvo?

—Es lo más probable. Por lo menos está más seguro que vosotros dos. Hoy habéis sido rescatados, pero si seguís en esta carretera los hombres de Tsujikaze volverán a atraparos en Yasugawa. Si podéis subir por una cuesta bastante empinada, venid conmigo y os enseñaré un sendero que casi nadie conoce.

Asintieron en seguida. Sannojō les guió por encima del pueblo de Kaga hasta el puerto de montaña de Makado, desde donde un camino descendía a Seto en Ōmi.

Tras explicarles con detalle cómo debían continuar, les dijo:

—Ahora estáis fuera de peligro. Mantened ojos y oídos abiertos y buscad un lugar seguro donde refugiaros antes de que anochezca.

Otsū le dio las gracias por todo lo que había hecho y empezó a marcharse, pero Sannojō la miró fijamente y le dijo:

—Ahora vamos a separarnos, ¿sabes? —Estas palabras estaban cargadas de intención, y los ojos del hombre tenían una expresión bastante dolida—. Durante el camino, a cada momento me decía: «¿Va a preguntármelo ahora?», pero no lo has hecho.

—¿Preguntarte qué?

—Mi nombre.

—Pero ya oí tu nombre cuando estábamos en la colina Kōji.

—¿Lo recuerdas?

—Por supuesto. Eres Tsuge Sannojō, el sobrino de Watanabe Hanzō.

—Gracias. No te pido que me estés agradecido eternamente ni nada por el estilo, pero confío en que me recuerdes siempre.

—Claro, siempre tendré una gran deuda contigo.

—No me refiero a eso. Lo que quería decir es..., bueno, todavía estoy soltero. Si mi tío no fuese tan estricto, me gustaría llevarte a mi casa ahora mismo... Pero veo que tienes mucha prisa. Mira, encontrarás una pequeña fonda unas millas más adelante y podréis pasar la noche allí. Conozco bien al dueño, así que menciónale mi nombre. ¡Adiós!

Cuando se hubo ido, una extraña sensación embargó a Otsū. Desde el principio, no había podido determinar qué clase de persona era Sannojō, y cuando se separaron sintió como si hubiera escapado de las garras de un animal peligroso. A pesar del efusivo agradecimiento que le había expresado, en su corazón no se sentía realmente agradecida.

Jōtarō, a pesar de que tendía a simpatizar con los desconocidos, reaccionó de un modo muy similar. Cuando bajaban del puerto de montaña, comentó:

—Ese hombre no me gusta.

Otsū no quería hablar mal de Sannojō a sus espaldas, pero admitió que tampoco a él le gustaba, y añadió:

—¿Qué crees que quería decir con eso de que aún está soltero?

—Oh, ha dado a entender que un día te pedirá en matrimonio.

—¡Pero eso es absurdo!

Los dos recorrieron el resto del camino hasta Kyoto sin ningún incidente, aunque decepcionados al no encontrar a Musashi en ninguno de los lugares en los que habían puesto sus esperanzas: ni en Ōmi, a orillas del lago, ni en el puente Kara en Seta ni en la barrera de Osaka.

Desde Keage se mezclaron con las multitudes que se trasladaban al final del año, cerca de la entrada a la ciudad en la avenida Sanjō. En la capital, las fachadas de las casas estaban decoradas con las ramas de pino tradicionales en las fiestas de Año Nuevo. La visión de los adornos animó a Otsū, la cual, en lugar de lamentar las oportunidades perdidas del pasado, resolvió esperar con ilusión el futuro y las oportunidades que guardaba de encontrar a Musashi. Allí estaba el gran puente de la avenida Gojō, y el primer día del año era inminente. Si no se presentaba aquella mañana, la segunda o la tercera... Él había dicho que estaría allí con toda seguridad, Otsū lo sabía por Jōtarō. Aunque no acudiera para reunirse con ella, sólo verle y hablarle de nuevo sería suficiente.

La posibilidad de que pudiera encontrarse con Matahachi era la nube más oscura que ensombrecía su sueño. Según Jōtarō, Musashi había comunicado su mensaje sólo a Akemi, y era posible que Matahachi no lo hubiera recibido. Otsū rezó para que así fuese, para que viniera Musashi pero no Matahachi.

La joven caminó más despacio, pensando que Musashi podría hallarse en medio de aquella multitud. Entonces un escalofrío le recorrió la espina dorsal y empezó a caminar más rápido. La temible madre de Matahachi también podría materializarse en cualquier momento.

Jōtarō no tenía la menor preocupación. Los colores y los ruidos de la ciudad, vistos y oídos tras una larga ausencia, le regocijaban.

—¿Vamos a ir directamente a una fonda? —preguntó a su compañera con aprensión.

—No, aún no.

—¡Estupendo! Sería triste estar entre cuatro paredes mientras afuera hay luz. Caminemos un poco más. Parece que allí hay un mercado.

—No tenemos tiempo para ir al mercado. Tenemos que ocuparnos de asuntos importantes.

—¿Qué asuntos?

—¿Te has olvidado de la caja que llevas a la espalda?

—Ah, eso.

—Sí, eso. No podré estar tranquila hasta haber encontrado la mansión del señor Karasumaru Mitsuhiro y entregado las pinturas.

—¿Vamos a quedarnos en su casa esta noche?

—Claro que no. —Otsū se echó a reír, mirando hacia el río Kamo—. ¿Crees que un gran noble como él dejaría dormir bajo su techo a un chiquillo sucio y piojoso como tú?

La mariposa en invierno

Akemi salió sigilosamente de la posada de Sumiyoshi sin decir nada a nadie. Se sentía como un pájaro liberado de su jaula, pero aún no se había recuperado lo suficiente de su roce con la muerte para volar demasiado alto. Las cicatrices dejadas por la violencia de Seijūrō no desaparecerían fácilmente. Éste había destrozado su sueño de entregarse sin mancha al hombre verdaderamente amado.

A bordo de la embarcación que remontaba el curso del Yodo hacia Kyoto, la muchacha sentía que toda el agua del río no equivaldría a las lágrimas que deseaba verter. Pasaban por su lado otras embarcaciones de remo, cargadas de adornos y suministros para la celebración del Año Nuevo, y ella las contemplaba y se decía: «Ahora, aunque llegara a encontrar a Musashi...». Lágrimas de aflicción se desprendieron de sus ojos. Nadie podría haber sabido jamás con cuánta ansiedad e ilusión había esperado la mañana del Año Nuevo, cuando ella le encontrara en el gran puente de la avenida Gojō.

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