Authors: Eiji Yoshikawa
Puso más harina en el agua y agitó las gachas con unos palillos. Ahora el fuego ardía vivamente, y mientras la mezcla se calentaba, empezó a cortar unas cebolletas. La tabla que usaba era la superficie de una vieja mesa y el cuchillo una pequeña daga oxidada. Sin lavarse las manos, recogió las cebolletas cortadas, las puso en un cuenco de madera y luego quitó los restos de la tabla de cortar, convirtiéndola en una bandeja.
El vapor de la cacerola burbujeante calentó poco a poco la estancia. Sentado con los brazos alrededor de sus piernas largas y delgadas, el ex samurai contemplaba el caldo con avidez. Parecía feliz y ansioso, como si el recipiente que hervía ante él contuviera el placer más refinado de la humanidad.
La campana del templo Kiyomizu sonó como cada noche. La austeridad del invierno, que duraba treinta días, había finalizado, y el Año Nuevo era inminente, pero como siempre que el año se aproximaba a su final, la carga en las almas de la gente parecía hacerse más pesada. Hasta altas horas de la noche los suplicantes hacían sonar los diminutos gongs sobre la entrada del templo mientras se inclinaban para orar, y los cánticos quejumbrosos que invocaban la ayuda de Buda se sucedían monótonamente.
Mientras Tanzaemon removía lentamente las gachas para impedir que se quemaran, reflexionaba: «Estoy recibiendo mi castigo y expío mis pecados, pero ¿qué habrá sido de Jōtarō?... El niño no hizo nada censurable. Oh, Kannon bendita, te ruego que castigues al padre por sus pecados, pero mira con generosa misericordia al hijo...».
De súbito un grito interrumpió su plegaria:
—¡Bestia!
Con los ojos todavía cerrados por el sueño y el rostro apretado contra la almohada de madera, Akemi estaba llorando amargamente. Siguió delirando hasta que el sonido de su voz la despertó.
—¿Hablaba en sueños? —preguntó.
—Sí, me has sobresaltado —replicó Tanzaemon, el cual acudió a su lado y le secó la frente con un trapo frío—. Estás sudando mucho. Debe de ser por la fiebre.
—¿Qué..., qué he dicho?
—Pues muchas cosas.
—¿Qué clase de cosas? —El rostro febril de Akemi enrojeció más a causa de la turbación, y tiró de la red mosquitera para cubrírselo.
Sin responderle directamente, Tanzaemon le dijo:
—Hay un hombre al que quisieras maldecir, ¿no es cierto, Akemi?
—¿He dicho eso?
—Humm. ¿Qué ocurrió? ¿Te abandonó?
—No.
—Comprendo —dijo él, llegando a su propia conclusión.
Akemi se irguió en la yacija.
—Oh, ¿qué debería hacer ahora? ¿Quieres decírmelo?
Se había jurado a sí misma que nunca revelaría su vergüenza secreta a nadie, pero la cólera y la tristeza, unidas a la sensación de pérdida encerrada en su interior, eran excesivas para soportarlas a solas. Apoyada en la rodilla de Tanzaemon, le contó todo lo ocurrido, sollozando y gimiendo a lo largo del relato.
—¡Quiero morir! —exclamó quejumbrosa al finalizar—. ¡Déjame morir!
La respiración de Tanzaemon se hizo más cálida. Hacía mucho tiempo que no había estado tan cerca de una mujer, y su aroma le quemaba el olfato y los ojos. Los deseos carnales, que creía haber superado, empezaron a crecer, como si recibieran un influjo de sangre cálida, y su cuerpo, hasta entonces tan poco vibrante como un árbol estéril y seco, adquirió nueva vida. Recordó algo que ya había olvidado: que tenía pulmones y corazón debajo de las costillas.
—Humm —musitó—. De modo que Yoshioka Seijūrō es esa clase de hombre.
Sintió un odio profundo hacia Seijūrō. No se trataba sólo de indignación, sino que una especie de celos le tensaron los hombros, como si una hija suya hubiera sido violada. Mientras Akemi sollozaba sobre su rodilla, experimentó una sensación de intimidad, y en su semblante apareció una expresión perpleja.
—Vamos, vamos, no llores. Tu corazón sigue siendo casto. No es como si hubieras permitido que ese hombre te hiciera el amor, ni como si le hubieras correspondido. Lo importante para una mujer no es su cuerpo sino su corazón, y la castidad es asunto del ser interior. Incluso cuando una mujer no se entrega a un hombre, si le contempla con lujuria se vuelve, por lo menos mientras dura el sentimiento, impura y sucia.
Esas palabras abstractas no consolaban a Akemi, cuyas cálidas lágrimas humedecían el kimono del sacerdote y seguía diciendo que quería morir.
—Vamos, deja de llorar —repitió Tanzaemon, dándole unas palmaditas en la espalda.
Pero el temblor de su blanco cuello no despertaba en él una auténtica compasión. Aquella piel suave, de olor tan dulce, ya le había sido robada por otro hombre.
Al observar que el mono se había aproximado a la cacerola y estaba comiendo, el sacerdote apartó bruscamente la cabeza de Akemi, agitó el puño y maldijo al animal. No había la menor duda de que la comida era más importante para él que el sufrimiento de una mujer.
A la mañana siguiente Tanzaemon anunció que iba al pueblo con su escudilla de mendigo.
—Quédate aquí durante mi ausencia —dijo a la muchacha—. Tengo que recoger algún dinero para comprarte medicina, y luego necesitaremos arroz y aceite para comer algo caliente.
Su sombrero no era hondo y de juncos tejidos, como el la mayoría de los sacerdotes itinerantes, sino un sombrero ordinario de bambú, y sus sandalias de paja, desgastadas y con los tacones hendidos, raspaban el suelo cuando el hombre arrastraba los pies. Todo en él era desaliñado, no sólo su mostacho. Sin embargo, aunque era un espantapájaros ambulante, tenía la costumbre de salir a mendigar todos los días, a menos que lloviera.
Como no había pasado una buena noche, aquella mañana estaba semidormido. Akemi, tras desahogarse llorando y contando sus penas, se tomó las gachas, que le hicieron sudar copiosamente, y durmió como un tronco el resto de la noche. En cambio él no pudo cerrar los ojos hasta el alba. Incluso mientras caminaba bajo el brillante sol matinal, la causa de su insomnio le acompañaba. No podía quitársela de la mente.
«Tiene más o menos la misma edad de Otsū —se decía—, pero su temperamento es del todo distinto. Otsū tiene gracia y refinamiento, pero hay algo frío en ella. Akemi es atractiva tanto si ríe como si llora o hace pucheros.»
Los sentimientos juveniles despertados en las células desecadas de Tanzaemon por los fuertes rayos del encanto de Akemi le hacían tener aguda conciencia de su edad. Durante la noche, cuando la miraba solícitamente cada vez que ella se movía en su sueño, una advertencia diferente había sondado en su corazón: «¡Qué estúpido rematado soy! ¿No he aprendido todavía? Aunque llevo la sobrepelliz del sacerdote y toco el shakuhachi del mendicante, todavía estoy muy lejos de alcanzar la iluminación clara y perfecta de P'u-hua. ¿Alcanzaré alguna vez la sabiduría que me liberará de este cuerpo?».
Tras reconvenirse así durante largo rato, cerró sus tristes ojos e intentó dormir, pero fue inútil. Al amanecer resolvió de nuevo dejar de lado los malos pensamientos, pero Akemi era una muchacha encantadora. Había sufrido mucho y él debía tratar de consolarla. Tenía que demostrarle que no todos los hombres eran unos demonios lujuriosos.
Se preguntaba qué presente podría llevarle, además de la medicina, cuando regresara por la noche. Durante la jornada, mientras deambulara tendiendo la escudilla de las limosnas, le alentaría ese deseo de hacer algo para que Akemi se sintiera un poco más feliz. Eso sería suficiente, no tenía mayores deseos.
Más o menos al mismo tiempo que recobraba su compostura y el color volvía a su cara, oyó un aleteo por encima de un risco a su lado. La sombra de un gran halcón cruzó el suelo y Tanzaemon vio caer una pluma gris de un pájaro pequeño desde una rama de roble, en la arboleda sin hojas que cubría la ladera. Sujetando al pájaro con sus garras, el halcón alzó el vuelo, mostrando el reverso de sus alas.
Cerca de allí una voz de hombre gritó: «¡Conseguido!», y el halconero llamó a su ave con un silbido.
Instantes después, Tanzaemon vio a dos hombres con atuendo de caza que bajaban por la ladera detrás del Ennenji. El halcón estaba posado en el puño izquierdo de uno de ellos, el cual llevaba una bolsa de mallas para colocar las presas en el costado opuesto al ocupado por sus dos espadas. Un perro de caza marrón y de aspecto inteligente trotaba detrás.
Kojirō se detuvo y examinó su entorno.
—Sucedió ayer por la noche en esta zona —estaba diciendo—. Mi mono se peleaba con el perro y éste le mordió la cola. Entonces se escondió y no volvió a aparecer. Me pregunto si estará en alguno de estos árboles.
Seijūrō, que parecía bastante malhumorado, se sentó en una piedra.
—¿Por qué habría de estar todavía aquí? También él tiene patas. En cualquier caso, no entiendo por qué traes un mono cuando vas de caza con halcones.
Kojirō se acomodó en las raíces de un árbol que sobresalían de la tierra.
—No lo he traído conmigo, pero no puedo evitar que me siga, y estoy tan acostumbrado a él que cuando no está a mi lado lo echo en falta.
—Creía que sólo a las mujeres y las personas ociosas les gusta tener monos y perros falderos, pero supongo que estaba equivocado. Cuesta imaginar que un guerrero estudiante como tú tenga tanto cariño a un mono.
Como había visto actuar a Kojirō en el dique de Kema, Seijūrō sentía ya un saludable respeto por su pericia con la espada, pero sus gustos y su manera de vivir en general le parecían demasiado juveniles. Compartir el mismo techo en los últimos días había convencido a Seijūrō de que la madurez sólo se adquiere con la edad. Aunque le resultaba difícil respetar a Kojirō como persona, esto, en cierto sentido, le facilitaba la asociación con él.
Kojirō replicó risueño:
—Eso se debe a que soy demasiado joven. Uno de estos días empezarán a gustarme las mujeres y entonces probablemente me olvidaré por completo del mono.
Kojirō siguió charlando con ligereza y buen humor, pero el semblante de Seijūrō estaba cada vez más ensombrecido por la preocupación. Su nerviosa mirada no era muy distinta de la del halcón posado en su mano. De repente preguntó irritado:
—¿Qué está haciendo ahí ese sacerdote mendigo? Míralo, se ha quedado mirándonos desde que llegamos aquí.
Seijūrō examinó con suspicacia a Tanzaemon, y Kojirō se volvió para mirarle.
Tanzaemon dio media vuelta y se alejó caminando lenta y pesadamente. Seijūrō se levantó bruscamente.
—Quiero ir a casa, Kojirō . Lo mires como lo mires, éste no es momento de salir de caza. Es ya el vigésimo noveno día del mes.
Kojirō se rió y, con un leve tono desdeñoso, replicó:
—Hemos salido a cazar, ¿no es cierto? Sólo hemos cobrado una tórtola y un par de tordos. Deberíamos seguir intentándolo colina arriba.
—No, dejémoslo por hoy. No tengo ganas de cazar, y cuando no me apetece cazar el halcón no vuela como es debido. Volvamos a casa y practiquemos. —Entonces añadió, como si hablara consigo mismo—: Eso es lo que necesito hacer, practicar.
—Bien, si tienes que regresar, te acompañaré. —Echó a andar al lado de Seijūrō, pero no parecía muy satisfecho—. Supongo que me equivoqué al sugerirlo.
—¿Sugerir qué?
—Que fuésemos a cazar ayer y hoy.
—No te preocupes por eso. Sé que tu intención era buena. Lo único que sucede es que estamos a fin de año y la confrontación con Musashi es inminente.
—Por eso pensé que te iría bien salir de caza. Así podrías relajarte y adquirir el estado de ánimo adecuado. Supongo que no eres la clase de persona que puede hacer eso.
—Humm. Cuanto más oigo hablar de Musashi, más convencido estoy de que no hay que subestimarle.
—Tanto más motivo para evitar excitarte o ceder al pánico. Deberías disciplinar tu espíritu.
—No siento pánico. La primera lección del arte de la guerra es no tomar a la ligera a tu enemigo, y creo que es de sentido común practicar al máximo antes de la pelea. Si perdiera, por lo menos sabría que he hecho todo lo posible. Si el hombre es mejor que yo, bueno...
Aunque apreciaba la sinceridad de Seijūrō, Kojirō percibía en él una pequeñez de espíritu que le haría muy difícil mantener la reputación de la escuela Yoshioka. Seijūrō carecía de la visión personal necesaria para seguir las huellas de su padre y dirigir adecuadamente la enorme escuela, y Kojirō lo sentía por él. En su opinión, el hermano menor, Denshichirō tenía un carácter más fuerte, pero era también un juerguista incorregible y, aunque como espadachín superaba en destreza a Seijūrō, la reputación de la casa Yoshioka no le interesaba lo más mínimo.
Kojirō quería que Seijūrō se olvidara del inminente encuentro con Musashi, pues creía que ésa sería la mejor preparación para él. Le habría gustado preguntarle qué esperaba aprender entre aquel momento y el encuentro, pero prefirió callarse. «Bueno —se dijo con resignación—, este hombre es así y no creo que pueda hacer gran cosa por ayudarle.»
El perro había echado a correr y ladraba ferozmente a lo lejos.
—¡Eso significa que ha encontrado alguna presa! —exclamó Kojirō con los ojos brillantes.
—Déjale hacer. Ya nos dará alcance más tarde.
—Iré a echar un vistazo. Espérame aquí.
Kojirō corrió en la dirección de los ladridos y al cabo de uno o dos minutos vio al perro en la terraza de un viejo y ruinoso templo. El animal saltaba contra la desvencijada puerta con rejilla y retrocedía. Tras varios intentos, empezó a arañar los desgastados postes de laca roja y las paredes del edificio.
Intrigado por el motivo de su excitación, Kojirō fue a otra puerta. Miró a través de la rejilla, pero era como mirar el interior de un jarrón de laca negra.
El chirrido que produjo al abrir la puerta atrajo de inmediato al perro, que llegó a su lado meneando la cola. Kojirō lo apartó de un puntapié, pero sin resultado. Cuando entró en el edificio, el perro lo hizo también y se le adelantó.
Los gritos de la mujer eran desgarradores, la clase de gritos capaces de romper el cristal. Entonces el perro se puso a aullar y se estableció una competición de capacidad pulmonar entre él y la mujer que gritaba. Kojirō se preguntó si las vigas se partirían. Corrió adelante y descubrió a Akemi tendida bajo la red mosquitera y al mono, que había saltado a la ventana para huir del perro, escondido detrás de ella.
Akemi estaba entre el perro y el mono, cerrando el paso al perro, y éste la atacó. Mientras ella rodaba a un lado, el aullido del perro fue en crescendo.