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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (75 page)

BOOK: Musashi
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Volviendo la cabeza por encima del hombro, Osugi mostró los dientes y frunció los labios:

—¡Puf! —exclamó, y soltó un escupitajo con todo el aliento que le quedaba.

Musashi la soltó y se hizo a un lado, restregándose el ojo izquierdo, que le ardía como alcanzado por una chispa. Miró la mano con que se lo había tocado y no vio sangre en ella, pero no podía abrir el ojo. Al verle desprevenido, Osugi le atacó con renovada fuerza, invocando de nuevo el nombre de Kannon. Descargó dos, tres golpes. Al tercero, preocupado como estaba por el ojo, él se limitó a agachar ligeramente el tronco. La espada le desgarró la manga y produjo un rasguño en el antebrazo.

Cayó un jirón de la manga, dando a Osugi la oportunidad de ver sangre en el forro blanco.

—¡Le he herido! —gritó extasiada, agitando frenéticamente la espada.

Estaba tan orgullosa como si hubiera derribado un gran árbol de un solo tajo, y el hecho de que Musashi no contraatacara no disminuía en modo alguno su júbilo. Siguió gritando el nombre de la Kannon del Kiyomizudera, pidiendo a la deidad que bajara a la tierra.

Presa de un ruidoso frenesí, corrió a su alrededor, atacándole por delante y detrás. Musashi se limitó a moverse a un lado y otro para evitar sus golpes.

El ojo le molestaba, y sentía escozor en el rasguño del brazo. Aunque había visto venir el golpe, no se había movido con suficiente rapidez para evitarlo. Jamás hasta entonces nadie le había llevado ventaja ni le había herido, ni siquiera levemente, y como no se había tomado en serio el ataque de Osugi, la cuestión de quién sería el vencedor y quién el derrotado no había pasado por su mente.

Pero ¿no era cierto que, al no tomar en serio a la mujer, había permitido que le hiriera? Según El arte de la guerra, por muy superficial que fuese la herida, era evidente que había sido vencido. La fe de la anciana y la punta de su espada habían puesto en evidencia su falta de madurez.

«Estaba equivocado», se dijo. Consciente de que la inacción era un disparate, dio un salto, apartándose de la espada que le atacaba, y golpeó fuertemente a Osugi en la espalda. La espada se desprendió de su mano y salió volando, y la anciana cayó espatarrada al suelo.

Musashi recogió la espada con la mano izquierda, mientras con la derecha levantaba a Osugi y la mantenía alzada del suelo y sujeta bajo el brazo.

—¡Suéltame! —gritó ella, golpeando el aire con las manos—. ¿Es que no hay dioses? ¿No hay bodhisattvas? ¡Ya le he herido una vez! ¿Qué voy a hacer? ¡Musashi! ¡No me avergüences así! ¡Córtame la cabeza! ¡Mátame ahora mismo!

Mientras Musashi, prietos los labios, seguía su camino con la mujer, que se debatía bajo el brazo, ésta continuaba su ronca protesta:

—¡Es la suerte de la guerra! ¡Es el destino! ¡Si tal es la voluntad de los dioses, no seré cobarde!... Cuando Matahachi se entere de que el tío Gon murió y yo sucumbí tratando de vengarme, él se alzará encolerizado y nos vengará a ambos. Será una buena medicina para él. ¡Mátame, Musashi! ¡Mátame ahora mismo!... ¿Qué estás haciendo? ¿Intentas añadir ignominia a mi muerte? ¡Detente! ¡Córtame ya la cabeza!

Musashi no le prestaba atención, pero cuando llegó al puente empezó a preguntarse qué iba a hacer con ella.

Entonces tuvo una inspiración. En la orilla del río había una barca amarrada a uno de los embarcaderos del puente. Bajó allí y depositó suavemente a la anciana en la pequeña nave.

—Ahora sé paciente y quédate aquí un rato. Matahachi no tardará en venir.

—¿Qué estás haciendo? —gritó ella, tratando de apartar las manos de Musashi y las esteras de junco en el fondo de la barca al mismo tiempo—. ¿Qué importa si Matahachi va a venir aquí? ¿Qué te hace creer que vendrá? Sé lo que te propones. No te das por satisfecho tan sólo con matarme, sino que además quieres humillarme.

—Piensa lo que quieras. No pasará mucho tiempo antes de que sepas la verdad.

—¡Mátame!

—¡Ja, ja, ja!

—¿Qué tiene eso de divertido? ¡No te será difícil cortar este viejo cuello de un solo tajo!

A falta de una manera mejor de mantenerla quieta, Musashi la ató a la quilla elevada de la barca. Luego envainó la espada de la anciana y la depositó a su lado.

Cuando empezó a marcharse, ella se mofó:

—¡Musashi! ¡No creas que comprendes el Camino del Samurai! Vuelve aquí y te enseñaré.

—Luego.

Echó a andar por el malecón, pero la mujer armaba tanto escándalo, que hubo de regresar y amontonar encima de ella varias esteras.

El sol, enorme y rojo, flameó por encima de Higashiyama. Musashi contempló fascinado la ascensión del astro, sintiendo que sus rayos atravesaban las profundidades de su ser. Su talante se volvió reflexivo, y pensó que sólo una vez al año, cuando aquel nuevo sol se levantaba, el gusanillo del yo que mantiene al hombre apegado a sus nimios pensamientos tiene ocasión de fundirse y desvanecerse bajo esa luz esplendorosa. Inundaba a Musashi la alegría de estar vivo.

Regocijado, gritó al amanecer radiante:

—¡Todavía soy joven!

El gran puente de la avenida Gojō

«Campo del Rendaiji..., noveno día del primer mes...»

La lectura de las palabras agitó la sangre de Musashi. Sin embargo, distraía su atención un dolor agudo, punzante, en su ojo izquierdo. Al llevarse la mano al párpado, reparó en una pequeña aguja clavada en la manga de su kimono, y una mirada más atenta le reveló otras cuatro o cinco clavadas en sus ropas, relucientes como astillas de hielo a la luz de la mañana.

—¡De modo que era eso! —exclamó mientras se arrancaba una y la examinaba.

Tenía el tamaño de una pequeña aguja de coser, pero sin ojo y triangular en vez de redonda. «¡La vieja zorra! —se dijo estremecido, mirando hacia la barca—. Había oído hablar de agujas que se lanzan soplando, pero ¿quién habría pensado que esa vieja bruja podría dispararlas? No me ha atravesado el globo del ojo por los pelos.»

Con su habitual curiosidad, recogió las agujas una a una y las prendió en el cuello del kimono, a fin de estudiarlas más tarde. Había oído decir que entre los guerreros existían dos escuelas de pensamiento opuestas con respecto a esas pequeñas armas. Según unos, podían emplearse eficazmente como un elemento disuasorio, soplándolas contra la cara del enemigo, mientras que otros sostenían que eso era una tontería.

Quienes defendían su uso, decían que una técnica muy antigua para el empleo de las agujas se había desarrollado a partir de un juego que jugaban las costureras y los tejedores emigrados desde China a Japón en los siglos VI o VII. Si bien no se consideraba propiamente un método de ataque, fue practicado hasta la época del shogunado Ashikaga, como medio preliminar para mantener a raya al adversario.

Los detractores llegaban a afirmar que jamás había existido esa técnica antigua, aunque admitían que lanzar agujas soplando se había practicado como juego en otra época. Si bien concedían que las mujeres podían haberse divertido de esa manera, rechazaban de plano que el lanzamiento de agujas con la boca pudiera refinarse hasta el grado necesario para causar lesiones. También señalaban que la saliva podía absorber cierta cantidad de calor, frío o acidez, pero su eficacia era escasa para absorber el dolor causado por los pinchazos en el interior de la boca. Por supuesto, a esto se replicaba diciendo que, con suficiente práctica, una persona podía aprender a guardar las agujas en la boca sin dolor y manipularlas con la lengua con gran precisión y fuerza. Bastaban para dejar ciego a un hombre.

Los escépticos replicaban que incluso en el caso de que la aguja pudiera lanzarse con fuerza y rapidez, las posibilidades de herir con ellas eran mínimas. Al fin y al cabo, las únicas partes del rostro vulnerables a semejante ataque eran los ojos, y las posibilidades de alcanzarlos eran escasas incluso en las mejores condiciones. Y a menos que la aguja penetrara en la pupila, el daño sería insignificante.

Tras escuchar la mayor parte de estos argumentos en una u otra ocasión, Musashi se había decantado por el grupo de los escépticos. Después de su experiencia, se dio cuenta de lo prematuro que había sido su juicio y lo importantes y útiles que podían resultar posteriormente los fragmentos de conocimiento adquiridos al azar.

Las agujas no le habían alcanzado la pupila, pero el ojo le lloriqueaba. Mientras palpaba entre sus ropas en busca de algo para secárselos, oyó un sonido de tela desgarrada. Al volverse, vio a una muchacha que estaba cortando aproximadamente un pie de tela roja de la manga de su prenda interior.

Akemi corrió hacia él. No se había peinado para la celebración del Año Nuevo y su kimono estaba sucio. Calzaba sandalias pero no calcetines. Musashi la miró con los ojos entrecerrados y musitó algo. Aunque el rostro de la muchacha le parecía familiar, no sabía quién era.

—Soy yo, Takezō..., quiero decir Musashi —le dijo titubeante, ofreciéndole el paño rojo—. ¿Te ha entrado algo en el ojo? No deberías restregártelo, eso sólo te lo empeorará. Toma, usa esto.

Musashi aceptó en silencio la amabilidad de la joven y se cubrió el ojo con la tela. Entonces examinó su semblante con atención.

—¿No te acuerdas de mí? —le preguntó ella, incrédula—. ¡No es posible! —El rostro de Musashi seguía sin expresión—. ¡Tienes que acordarte!

El silencio del hombre rompió la presa que contenía sus emociones reprimidas durante tanto tiempo. Su espíritu, tan acostumbrado a la desdicha y la crueldad, se había aferrado a esa última esperanza, y ahora empezaba a comprender que no había sido más que una fantasía de su invención. Se formó un nudo en su garganta y produjo un sonido sofocado. Aunque se cubrió la boca y la nariz para ahogar los sollozos, sus hombros temblaron de un modo incontrolable.

Algo en su manera de llorar recordaba a la inocente muchacha de los días de Ibuki, cuando llevaba la tintineante campanilla en el obi. Musashi le rodeó con sus brazos los hombros delgados y frágiles.

—Eres Akemi, claro. Te recuerdo. ¿A qué se debe tu presencia aquí? ¡Cómo me sorprende verte! ¿Ya no vives en Ibuki? ¿Qué le ocurrió a tu madre? —Sus preguntas eran como púas, la peor de las cuales era la mención de Okō, y ésa condujo con naturalidad a la de su viejo amigo—. ¿Todavía estáis viviendo con Matahachi? Tiene que venir aquí esta mañana. ¿No le habrás visto por casualidad?

Cada una de sus palabras aumentaba la desdicha de Akemi. Apretada contra él, sólo podía sacudir su cabeza sollozante.

—¿No viene Matahachi? —insistió él—. ¿Qué le ha ocurrido? ¿Cómo llegaré a saberlo si no haces más que llorar?

—Él..., él... no va a venir. Nunca..., nunca recibió tu mensaje. —Akemi apoyó el rostro en el pecho de Musashi y le acometió un nuevo acceso de llanto.

Pensaba en decirle esto y aquello, pero cada idea se extinguía en su cerebro febril. ¿Cómo podía contarle el horrible destino que había sufrido por culpa de su madre? ¿Cómo podía expresar con palabras lo que le había ocurrido en Sumiyoshi o en los días transcurridos desde entonces?

El sol del Año Nuevo bañaba el puente y los transeúntes eran cada vez más numerosos: muchachas con kimonos nuevos de hermosos colores que iban al Kiyomizudera para presentar sus respetos en la festividad, hombres con atuendo formal que iniciaban su ronda de visitas de Año Nuevo. Casi escondido entre ellos deambulaba Jōtarō, con su cabellera de gnomo tan despeinada como de costumbre. Estaba casi a mitad del puente cuando vio a Musashi y Akemi.

«¿Qué significa esto? —se preguntó—. Creía que estaría con Otsū. ¡Ésa no es Otsū!» Se detuvo e hizo una mueca peculiar.

Estaba profundamente escandalizado. Otra cosa sería si no hubiera nadie mirando, pero sus cuerpos estaban pegados, abrazados en medio de una vía tan concurrida. ¿Un hombre y una mujer abrazándose en público? Era una desvergüenza. Jōtarō no podía creer que ningún adulto fuese capaz de comportarse de una manera tan escandalosa, y mucho menos su propio y reverenciado sensei. El corazón del muchacho latía con violencia, se sentía entristecido y, al mismo tiempo un poco celoso. Y enfurecido, tanto que deseaba coger una piedra y tirársela.

«He visto a esa mujer en alguna parte —pensó—. ¡Ah! Es la que se hizo cargo del mensaje de Musashi a Matahachi. Bueno, es una chica de casa de té, ¿qué podría esperarse de ella? Pero ¿cómo diablos se conocieron? ¡Creo que deberé hablarle a Otsū de esto!»

Su mirada recorrió la calle arriba y abajo y miró por encima del pretil, pero no había rastro de la joven.

La noche anterior, confiando en que se encontraría con Musashi al día siguiente, Otsū se había lavado el cabello y quedado hasta muy tarde peinándoselo de la manera apropiada. Luego se puso un kimono regalado por la familia Karasumaru y, antes del amanecer, salió para presentar sus respetos en el santuario de Gion y el Kiyomizudera antes de dirigirse a la avenida Gojō. Jōtarō quiso acompañarla, pero ella se negó.

Explicó al chiquillo que normalmente no habría tenido inconveniente, pero que ese día la presencia de Jōtarō sería una intromisión.

—Quédate aquí —le dijo—. Primero quiero hablar con Musashi a solas. Puedes ir al puente cuando sea de día, pero no tengas prisa. Y no te preocupes, te prometo que estaré allí esperándote con Musashi cuando vengas.

El enojo de Jōtarō había sido considerable. No sólo era lo bastante mayor para comprender los sentimientos de Otsū, sino que también podía apreciar hasta cierto punto la atracción que sentían mutuamente hombres y mujeres. La experiencia de rodar por la paja con Kocha en Koyagyū no había desaparecido de su mente. Aun así, seguía siendo un misterio para él por qué una mujer adulta como Otsū se pasaba todo el tiempo abatida y llorosa por un hombre.

Por mucho que buscara, no daba con Otsū. Mientras su inquietud iba en aumento, Musashi y Akemi se dirigieron al extremo del puente, presumiblemente con la intención de pasar más desapercibidos. Musashi se cruzó de brazos y se apoyó en la barandilla. Akemi, a su lado, contemplaba las aguas del río. No repararon en Jōtarō cuando el muchacho pasó por el otro lado del puente.

«¿Por qué tarda tanto? ¿Durante cuánto tiempo puede uno rezarle a Kannon?» Rezongando para sus adentros, Jōtarō se puso de puntillas y miró hacia la colina en el extremo de la avenida Gojō.

A unos diez pasos de donde estaba, había cuatro o cinco sauces sin hojas. A menudo una bandada de garzas blancas se reunían allí, en la orilla del río, para capturar peces, pero aquel día no había una sola ave. Un hombre joven con un largo mechón sobre la frente se apoyaba en una rama de sauce que se extendía hacia el suelo como un dragón dormido.

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