Musashi (64 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
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Empezó a caminar en silencio. ¿Dónde estaba él? Pensó que de todas las penas que asedian a los seres humanos, sin duda la más atormentadora, la más atroz, la más dolorosa era la de no poder ver al hombre por el que una suspira. Siguió adelante, las lágrimas deslizándose por sus mejillas.

Las pesadas espadas con sus desgastadas guarniciones no significaban nada para ella. ¿Cómo habría podido saber que llevaba en sus brazos las pertenencias de Musashi?

Jōtarō, consciente de que había cometido alguna inconveniencia, la seguía entristecido a corta distancia. Entonces, cuando Otsū se volvió para cruzar el portal de la casa de Arakida, el chiquillo corrió a su lado y le preguntó:

—¿Estás enfadada por lo que he dicho?

—Oh, no, no es nada.

—Lo siento, Otsū, de veras.

—No tienes la culpa. Es que estoy más bien triste, pero no te preocupes por ello. Voy a ver qué desea el maestro Arakida. Vuelve a tu trabajo.

Arakida Ujitomi llamaba a su hogar la Casa del Estudio. Había convertido parte del edificio en escuela, a la que asistían no sólo las doncellas del santuario sino también cuarenta o cincuenta niños más de los tres condados que pertenecían al santuario de Ise. Intentaba impartir a los jóvenes un tipo de enseñanza que por entonces no era muy popular: el estudio de la historia japonesa antigua, que en las ciudades y pueblos más sofisticados se consideraba irrelevante. La historia antigua del país tenía una íntima relación con el santuario de Ise y sus tierras, pero en la época actual la gente tendía a confundir el sino de la nación con el de la clase guerrera, y lo que ocurrió en el pasado remoto contaba poco. Ujitomi libraba en solitario una batalla para plantar las simientes de una cultura anterior, más tradicional, entre los jóvenes de la región donde estaba el santuario. Otros afirmaban que las regiones provinciales no tenían nada que ver con el destino nacional, pero el punto de vista de Ujitomi era diferente. Si podía explicar el pasado a los niños locales, existía la posibilidad de que algún día el espíritu de ese pasado medrase como un gran árbol en el bosque sagrado.

Con perseverancia y dedicación, cada día hablaba a los niños de los clásicos chinos y el Registro de Asuntos Antiguos, la historia más primitiva de Japón, confiando en que sus alumnos acabaran por valorar esos libros. Llevaba haciendo esto más de diez años. A su modo de ver, Hideyoshi podía apoderarse del país y proclamarse regente, Tokugawa Ieyasu podía convertirse en el omnipotente shōgun «subyugador de los bárbaros», pero los niños, al igual que sus mayores, no debían confundir la estrella afortunada de un héroe militar con el hermoso sol. Si trabajaba con paciencia, los jóvenes llegarían a comprender que era la gran diosa del Sol, y no un rudo dictador guerrero, quien simbolizaba las aspiraciones de la nación.

Arakida salió de su espaciosa aula con el rostro un poco sudoroso. Mientras los niños salían como un enjambre de abejas y corrían de regreso a sus casas, una doncella del santuario le dijo que Otsū le estaba esperando.

Algo aturdido, el maestro replicó:

—Es cierto, la he mandado llamar, ¿verdad? Me había olvidado por completo. ¿Dónde está?

Otsū estaba fuera de la casa, donde había permanecido en pie durante un rato, escuchando la lección de Arakida.

—Aquí estoy —le dijo—. ¿Me llamabais?

—Perdona por haberte hecho esperar. Puedes pasar.

La condujo a su gabinete privado, pero antes de sentarse, indicó los objetos que ella transportaba y le preguntó qué eran. La joven le explicó cómo habían llegado a su poder. El maestro entrecerró los ojos y miró las espadas con suspicacia.

—Los fieles ordinarios no vendrían aquí con cosas así —comentó—. Y ayer por la tarde no estaban en ese lugar. Alguien debe de haber saltado por encima del muro durante la noche. —Con una expresión de disgusto, gruñó—: Debe de ser una broma de algún samurai, pero no me hace gracia.

—¿Pensáis en alguien deseoso de sugerir que ha estado un hombre en la Casa de las Vírgenes?

—Así es. La verdad es que de eso es de lo que quería hablarte.

—¿Me afecta de alguna manera?

—Mira, no te lo tomes a mal, pero he aquí lo que sucede. Cierto samurai me ha reconvenido por alojarte en el mismo dormitorio de las doncellas del santuario. Dice que me advierte por mi propio bien.

—¿Acaso he hecho algo que tiene consecuencias para vos?

—No hay ningún motivo para que te alteres. Es sólo que..., bueno, ya sabes cómo habla la gente. No te enfades pero, al fin y al cabo, no eres exactamente una doncella. Has tenido contacto con hombres y la gente dice que permitir que una mujer que no es virgen viva con las chicas en la Casa de las Vírgenes es una mancha para el santuario.

A pesar del tono despreocupado de Arakida, lágrimas de cólera llenaron los ojos de Otsū. Era cierto que había viajado mucho, que estaba acostumbrada a conocer gente, que había deambulado por la vida con su antiguo amor aferrado a su corazón. Tal vez era natural que la gente la tomara por una mujer mundana. Sin embargo, que la acusaran de no ser casta cuando en realidad lo era, resultaba una experiencia demoledora.

Arakida no parecía conceder mucha importancia al asunto. Sencillamente le preocupaba que la gente murmurase, y como era el final del año «y todo eso», como lo expresó él, quería saber si ella se avendría a poner fin a las clases de flauta y marcharse de la Casa de las Vírgenes.

Otsū accedió en seguida, no como una admisión de culpabilidad, sino porque no había planeado quedarse y no quería causar problemas, sobre todo al maestro Arakida. A pesar de lo resentida que estaba por la falsedad del chismorreo, se apresuró a darle las gracias por la amabilidad que había tenido con ella durante su estancia y le dijo que se marcharía aquel mismo día.

—No hay tanta prisa —le aseguró él. Cogió de su pequeña estantería un poco de dinero y lo envolvió en papel.

Jōtarō, que había seguido a Otsū, eligió aquel momento para asomar la cabeza desde la terraza y susurrar:

—Si te marchas, iré contigo. De todos modos estoy cansado de barrer su viejo jardín.

—Aquí tienes un pequeño obsequio —le dijo Arakida—. No es mucho, pero tómalo para ayudarte en tu viaje. —Le tendió el envoltorio que contenía unas monedas de oro.

Otsū no quiso tocarlo. Con una expresión de sorpresa, le dijo que no merecía ninguna paga tan sólo por dar unas lecciones de flauta a las niñas. Más bien era ella quien debería pagar por la comida y el alojamiento.

—No, no podría aceptar dinero de ti, pero si vas a Kyoto, hay algo que desearía que hicieras por mí. Puedes considerar este dinero como pago de un favor.

—Haré gustosa lo que me pidáis, pero vuestra amabilidad es suficiente pago.

Arakida se volvió a Jōtarō.

—¿Por qué no se lo doy a él? El chico podrá comprarte cosas a lo largo del camino.

—Gracias —dijo Jōtarō, y se apresuró a extender la mano y aceptar el envoltorio. Como si hubiera tenido una ocurrencia tardía, miró a Otsū y le preguntó—: Puedo cogerlo, ¿no?

Ante el hecho consumado, ella cedió y dio las gracias a Arakida.

—El favor que quiero pedirte, es que entregues un paquete de mi parte al señor Karasumaru Mitsuhiro, que vive en el Horikawa de Kyoto. —Mientras hablaba, tomó dos rollos de los estantes alineados en la pared—. Hace un par de años, el señor Karasumaru me pidió que pintara estos pergaminos, y por fin los he terminado. Él se propone escribir el comentario que acompaña a las imágenes y ofrecer los pergaminos al emperador. Por ese motivo no quiero confiarlos a un mensajero o correo ordinario. ¿Te los llevarás y pondrás cuidado para que no se mojen o ensucien por el camino?

Se trataba de un encargo de inesperada importancia, y Otsū titubeó al principio. Pero difícilmente podía negarse, y al cabo de un momento accedió. Entonces Arakida tomó una caja y papel encerado, pero antes de envolver y sellar los pergaminos dijo:

—Tal vez debería enseñártelos primero.

Se sentó y empezó a desenrollar las pinturas en el suelo ante ellos. Era evidente que estaba orgulloso de su trabajo y él mismo quería verlo por última vez antes de entregarlo.

Otsū se quedó boquiabierta ante la belleza de los rollos pintados, y Jōtarō los miró con los ojos muy abiertos, agachándose para examinarlos más de cerca. Puesto que el comentario aún no había sido escrito, ninguno de ellos sabía cuál era la historia representada, pero a medida que Arakida desenrollaba una escena tras otra, vieron ante ellos un cuadro de la vida en la antigua corte imperial, meticulosamente ejecutado con espléndidos colores y toques de oro en polvo. Eran pinturas en estilo Tosa, que derivaba del arte clásico japonés.

Aunque a Jōtarō nunca le habían enseñando arte, estaba deslumbrado por lo que veía.

—Mire ese fuego —exclamó—. Parece que esté ardiendo de verdad.

—No toques la pintura —le amonestó Otsū—. Sólo mírala.

Mientras contemplaban extasiados aquella obra de arte, entró un sirviente y, en voz muy baja, dijo algo a Arakida, el cual asintió y replicó:

—Ya veo. Supongo que está bien. Pero, por si acaso, será mejor que ese hombre firme un recibo.

Dicho esto, dio al sirviente el fardo y las dos espadas que Otsū le había traído.

Al enterarse de que su maestra de flauta se marchaba, las muchachas de la Casa de las Vírgenes se quedaron desconsoladas. Durante los dos meses que había pasado con ellas, habían llegado a considerarla como una hermana mayor, y cuando se reunieron alrededor de ella sus rostros estaban sombríos.

—¿Es cierto?

—¿Te marchas realmente?

—¿Cuándo volverás?

Desde el otro lado del aposento, Jōtarō gritó:

—Estoy listo. ¿Por qué tardas tanto?

Se había quitado la túnica blanca y vestía de nuevo su habitual kimono corto, con la espada de madera al costado. De su espalda colgaba en diagonal la caja envuelta en un paño que contenía los pergaminos.

—¡Vaya, qué rapidez! —le dijo Otsū desde la ventana.

—¡Yo siempre soy rápido! —replicó Jōtarō—. ¿Aún no estás preparada? ¿Por qué tardan tanto las mujeres en vestirse y hacer el equipaje? —Estaba tomando el sol en el patio, y bostezaba perezosamente. Pero, siendo impaciente por naturaleza, no había tardado en aburrirse—. ¿Aún no has terminado? —insistió.

—En seguida voy —respondió Otsū. Ya había terminado de hacer el equipaje, pero las chicas no le dejaban marcharse. Otsū intentó separarse de ellas, diciéndoles con dulzura—: No estéis tristes. Vendré a visitaros uno de estos días. Hasta entonces, cuidaos.

Tenía la incómoda sensación de que eso no era cierto, pues en vista de lo que había sucedido, parecía improbable que regresara jamás.

Tal vez las muchachas lo sospechaban. Varias de ellas estaban llorando. Finalmente, alguna sugirió que acompañaran a Otsū hasta el puente sagrado sobre el río Isuzu. Entonces todas se apiñaron a su alrededor y la escoltaron fuera de la casa. Como no vieron a Jōtarō de inmediato, ahuecaron las manos a los lados de la boca para llamarle por su nombre, pero no tuvieron respuesta. Otsū, demasiado acostumbrada a la forma de ser del chiquillo para que su ausencia le preocupara, les dijo:

—Probablemente se ha cansado de esperar y ha emprendido la marcha solo.

—¡Qué chico tan desagradable! —exclamó una de las muchachas.

Otra miró de repente a Otsū y le preguntó:

—¿Es tu hijo?

—¿Mi hijo? ¿Cómo se te ha ocurrido tal cosa? ¡No tendré los veintiuno hasta el año que viene! ¿Acaso parezco lo bastante mayor para tener un hijo tan mayor?

—No, pero alguien dijo que era tuyo.

Otsū recordó su conversación con Arakida y se ruborizó. Entonces se consoló diciéndose que poco importaba lo que la gente dijese mientras Musashi tuviera fe en ella.

En aquel momento Jōtarō llegó corriendo.

—Eh, ¿qué ocurre? —dijo con mala cara—. ¡Primero me haces esperar tanto tiempo y luego te marchas sin mí!

—Pero no estabas donde debías estar —señaló Otsū.

—Podrías haberme buscado, ¿no? Allá, en la carretera de Toba, he visto a un hombre que se parecía un poco a mi maestro. Corrí a ver si se trataba realmente de él.

—¿Alguien que se parecía a Musashi?

—Sí, pero no era él. Fui hasta aquella hilera de árboles y miré bien al hombre desde atrás, pero no podía tratarse de Musashi. Quienquiera que fuese, cojeaba.

Siempre ocurría lo mismo cuando Otsū y Jōtarō viajaban. No pasaba un solo día sin que experimentaran un destello de esperanza, seguido de decepción. Adondequiera que fuesen, veían a alguien que les recordaba a Musashi..., el hombre que pasaba junto a la ventana, el samurai en el barco que acababa de zarpar, el rōnin a caballo, el entrevisto pasajero en un palanquín. Llenos de esperanza, corrían para asegurarse, y al final se miraban mutuamente, abatidos. Eso había ocurrido docenas de veces.

Por este motivo, Otsū no estaba tan alterada como podría haberlo estado en otras circunstancias, aunque Jōtarō parecía alicaído. Ella se rió del incidente y le dijo:

—Es una pena que te hayas equivocado, pero no te enfades conmigo por haber partido sin ti, pues pensé que te encontraría en el puente. ¿Sabes? Todo el mundo dice que si empiezas un viaje de mal humor, estarás enojado durante todo el camino. Anda, hagamos las paces.

Aunque parecía satisfecho, Jōtarō se volvió y dirigió una ruda mirada a las muchachas que les seguían.

—¿Qué están haciendo aquí? —le preguntó—. ¿Vienen con nosotros?

—Claro que no. Sólo están tristes por mi marcha, y son tan amables de escoltarnos hasta el puente.

—Oh, sí, son muy amables, desde luego —dijo Jōtarō, imitando a Otsū y haciendo reír a todas.

Ahora que él se había unido al grupo, la angustia de la partida remitió y las chicas recobraron su animación.

—Otsū —le dijo una de ellas—, estás siguiendo una dirección equivocada. Ése no es el camino del puente.

—Lo sé —replicó Otsū en voz baja.

Había girado hacia el portal Tamagushi para presentar sus respetos en el santuario interior. Batió palmas una sola vez, inclinó la cabeza hacia el lugar sagrado y permaneció en una actitud de plegaria silenciosa durante unos momentos.

—Ay, ya veo —murmuró Jōtarō—. No cree que deba marcharse sin despedirse de la diosa. —Se conformó con observar desde cierta distancia, pero las muchachas empezaron a darle codazos y preguntarle por qué no seguía el ejemplo de Otsū—. ¿Yo? —preguntó el chiquillo con incredulidad—. No quiero inclinarme ante ningún viejo santuario.

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