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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (148 page)

BOOK: Musashi
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Un trozo de carne no mayor que una concha de almeja se desprendió del cuello de Shinzō. La sangre que brotó de la herida empapó primero el brazo de Shinzō y luego la falda de su kimono hasta los pies.

Un tarugo de madera

Se oyó un ruido sordo: otra ciruela verde había caído del árbol en el jardín exterior. Musashi hizo caso omiso, si es que lo había oído. A la luz brillante pero inestable de la lámpara, su cabello despeinado era espeso y erizado, carente de grasa natural y de color rojizo.

De niño, su madre solía quejarse de lo difícil que era. No le había abandonado la disposición testaruda que con tanta frecuencia hizo llorar a la mujer, una característica tan persistente como la cicatriz que en su infancia le dejó en la cabeza un gran carbúnculo.

Los recuerdos de su madre inundaban ahora su mente y, en ocasiones, el rostro que estaba tallando se parecía mucho al de ella.

Unos minutos antes Kōsuke había llegado a la puerta y, tras un ligero titubeo, le había dicho:

—¿Todavía estás trabajando? Un hombre llamado Sasaki Kojirō dice que le gustaría verte. Está esperando abajo. ¿Quieres hablar con él o le digo que ya te has acostado?

Musashi tuvo la vaga impresión de que Kōsuke había repetido el mensaje, pero no estaba seguro de si él le había respondido.

La pequeña mesa, las rodillas de Musashi y el suelo a su alrededor estaban cubiertos de virutas de madera. Se había propuesto terminar la imagen de Kannon que le había prometido a Kōsuke a cambio de la espada. Su tarea había sido aún más estimulante debido a una petición especial de Kōsuke, hombre de marcados gustos y desdenes.

Al principio, cuando Kōsuke sacó de un armario un tarugo de madera de diez pulgadas y se lo ofreció con sumo cuidado, Musashi comprendió que debía de tener una antigüedad de seiscientos o setecientos años. Kōsuke trataba aquel pedazo de madera como una reliquia de familia, pues procedía de un templo del siglo VIII donde estaba la tumba del príncipe Shōtoku en Shinaga.

—Fui allí durante un viaje —le explicó—, y estaban reparando los edificios antiguos. Algunos sacerdotes y carpinteros estúpidos estaban cortando con hachas las vigas antiguas para hacer leña. No pude soportar ver que desperdiciaban la madera de ese modo, así que les pedí que me cortaran este tarugo.

La fibra de la madera era buena, como lo era su textura al contacto con el cuchillo, pero pensar en el valor que daba Kōsuke a aquel tesoro le ponía nervioso. Si cometía un error, echaría a perder una pieza insustituible.

Oyó un fuerte golpe, como si el viento hubiera abierto con violencia la puerta en el seto del jardín. Alzó la vista de su tarea y, casi por primera vez desde que había empezado a tallar, pensó: «¿Podría ser Iori?». Aguzó el oído, esperando una confirmación.

—¡No te quedes ahí embobada! —le gritó Kōsuke a su esposa—. ¿No ves que este hombre está malherido? ¡No importa en qué habitación le ponemos!

Detrás de Kōsuke, los hombres que transportaban a Shinzō ofrecieron excitados su ayuda.

—¿Tenéis algún licor para lavar la herida? De lo contrario, iré a buscarlo.

—Llamaré al médico.

Cuando la conmoción remitió un poco, Kōsuke dijo:

—Quiero daros las gracias a todos. Creo que le habéis salvado la vida. No os preocupéis más por él.

Hizo una profunda reverencia a cada hombre y abandonó la casa.

Por fin Musashi tuvo conciencia de que había sucedido algo en lo que Kōsuke estaba implicado. Sacudió las virutas de sus rodillas, bajó la escalera formada por las tapas de los baúles de almacenaje colocados unos al lado de los otros en columnas de altura decreciente y entró en la habitación donde Kōsuke y su esposa contemplaban al herido.

—Ah, ¿todavía estás despierto? —le dijo el pulidor, moviéndose a un lado para hacer sitio a Musashi.

Musashi se sentó junto a la almohada del herido, le miró atentamente la cara y preguntó quién era.

—No podría haberme sorprendido más —dijo el pulidor—. No le he reconocido hasta que le hemos traído aquí, pero es Hōjō Shinzō, el hijo del señor Hōjō de Awa, un joven muy aplicado que ha estudiado durante varios años con Obata Kagenori.

Musashi levantó cuidadosamente el borde del Vendaje blanco alrededor de la garganta de Shinzō y examinó la herida, que había sido cauterizada y luego lavada con alcohol. El trozo de carne del tamaño de una concha de almeja había sido cortado limpiamente, dejando al descubierto la pulsante arteria carótida. El tajo no había sido mortal de necesidad por los pelos. Musashi se preguntó quién le habría hecho aquella herida. Por su forma, parecía probable que se tratara de un golpe hacia arriba, el conocido como vuelo de golondrina.

¿Un golpe en vuelo de golondrina? Ésa era la especialidad de Kojirō.

—¿Sabes lo que sucedido? —preguntó Musashi.

—Todavía no.

—Ni yo tampoco, por supuesto, pero una cosa es segura. —Hizo un gesto de asentimiento—. Es obra de Sasaki Kojirō.

De regreso en su habitación, Musashi se tendió en el tatami con las manos bajo la cabeza, ignorando el estropicio a su alrededor. Habían extendido su jergón, pero también le hizo caso omiso, a pesar de su fatiga.

Había trabajado en la estatuilla durante casi cuarenta y ocho horas seguidas. Como no era escultor, carecía de la habilidad técnica necesaria para resolver problemas difíciles, y tampoco podía ejecutar los diestros rasgos que ocultarían un error. No tenía nada en que basarse excepto la imagen de Kannon que albergaba en su corazón, y su técnica se reducía a eliminar de su mente todos los pensamientos ajenos a su tarea y poner la máxima voluntad en transferir fielmente esa imagen a la madera.

Durante un rato le parecía que la escultura tomaba forma, pero entonces algo salía mal, se producía algún desliz entre la imagen que tenía en la mente y la mano que manejaba la daga. Cuando le parecía que estaba progresando de nuevo, la talla volvía a írsele de la mano. Después de numerosos comienzos falsos, la pieza de madera antigua se había reducido a una longitud que no superaba las cuatro pulgadas.

Oyó que un ruiseñor cantaba dos veces, luego se adormiló y estuvo amodorrado quizás una hora. Cuando despertó, su fuerte cuerpo rebosaba de energía y su mente estaba perfectamente clara. Al levantarse, pensó: «Esta vez lo conseguiré». Se encaminó al pozo detrás de la casa, se lavó la cara y bebió agua. Refrescado, volvió a sentarse al lado de la lámpara y emprendió su tarea con renovado vigor.

Ahora el cuchillo en su mano le producía una sensación diferente. En la fibra de la madera percibía los siglos de historia contenidos en ella. Sabía que si esta vez no la tallaba hábilmente, no quedaría más que un montoncito de virutas inútiles. Durante las horas siguientes se concentró con febril intensidad. Ni una sola vez enderezó la espalda ni se detuvo a beber agua. El cielo se fue aclarando, los pájaros empezaron a cantar, abrieron todas las puertas de la casa salvo la suya para la limpieza matinal. Sin embargo, su atención seguía centrada en la punta del cuchillo.

—¿Estás bien, Musashi? —le preguntó su anfitrión en tono preocupado, mientras deslizaba la shoji y entraba en la habitación.

—Es inútil —dijo Musashi, suspirando.

Se irguió y arrojó la daga a un lado. El tarugo de madera no era más grande que el pulgar de un hombre. Las virutas alrededor de sus piernas parecían nieve caída.

—¿Inútil?

—Sí, inútil.

—¿Y la madera?

—Ha desaparecido... No he podido lograr que emergiera la forma del bodhisattva.

Poniéndose las manos detrás de la cabeza, sintió que regresaba a la tierra tras haber permanecido suspendido durante un tiempo indeterminado entre el engaño y la iluminación.

—No sirve para nada. Es hora de olvidarlo y meditar.

Se tendió boca arriba. Cuando cerró los ojos, las distracciones parecieron disiparse para ser sustituidas por una bruma cegadora. Gradualmente, ocupó su mente la idea única del vacío infinito.

Aquella mañana, la mayoría de los huéspedes que abandonaban la posada eran tratantes de caballos que regresaban a sus casas tras los cuatro días del mercado que había finalizado el día anterior. Durante varias semanas, la posada tendría muy pocos clientes.

Al ver a Iori que subía la escalera, la posadera le llamó desde la recepción.

—¿Qué quieres? —le preguntó Iori. Desde arriba podía ver la franja calva en la cabeza de la mujer, mañosamente disimulada.

—¿Adonde crees que vas?

—Arriba, con mi maestro. ¿Ocurre algo?

—Más de lo que imaginas —replicó la mujer, mirándole con exasperación—. A ver, ¿cuándo saliste de aquí?

—Hace tres días, ¿no?

—Exacto.

—Desde luego, te has tomado tu tiempo, ¿no es cierto? ¿Qué te ha ocurrido? ¿Acaso te hechizó un zorro o algo por el estilo?

—¿Cómo lo has sabido? Tú misma debes de ser una zorra.

Riéndose de su propia réplica, siguió subiendo la escalera.

—Tu maestro ya no está ahí.

—No te creo. —Corrió escaleras arriba, pero no tardó en regresar con una expresión consternada—. ¿Es que se ha cambiado de habitación?

—Pero ¿qué te pasa? Te he dicho que se ha ido.

—¿Se ha ido de veras? —preguntó el muchacho en tono alarmado.

—Si no me crees, echa un vistazo al libro de registro. ¿Ves?

—Pero ¿por qué? ¿Por qué se ha ido antes de que yo regresara?

—Porque tardabas demasiado.

—Pero..., pero... —Iori se echó a llorar—. ¿Adonde ha ido? Dímelo, por favor.

—No me ha dicho dónde iba. Supongo que te ha dejado atrás porque eres tan inútil.

Demudado, Iori salió corriendo a la calle. Miró al este y el oeste, y luego al cielo. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

Mientras se rascaba la franja calva con un peine, la mujer soltó una risotada.

—Deja de lloriquear —le gritó desde el interior—. Sólo estaba bromeando. Tu maestro se aloja en casa del pulidor de espadas, ahí delante.

Apenas había terminado de hablar, cuando una protección de paja para las patas de los caballos penetró volando en la recepción.

En actitud sumisa y postura formal, Iori se sentó a los pies de Musashi y en voz baja le anunció:

—He vuelto.

Ya había reparado en la atmósfera melancólica de la casa. No habían retirado las virutas de madera y la lámpara extinguida seguía donde la habían dejado la noche anterior.

—He vuelto —repitió Iori, en el mismo tono apagado de antes.

—¿Quién es? —murmuró Musashi, abriendo lentamente los ojos.

—Iori.

Musashi se incorporó en seguida. Aunque le aliviaba ver que el chico había regresado sano y salvo, se limitó a decirle:

—Ah, eres tú.

—Siento haber tardado tanto. —Su maestro no le respondió—. Perdóname. —Ni su disculpa ni una reverencia cortés obtuvieron ninguna respuesta.

Musashi se apretó el obi y dijo:

—Abre las ventanas y limpia la habitación.

Entonces cruzó la puerta antes de que Iori hubiera tenido tiempo de decirle: «Sí, señor».

Musashi se dirigió a la habitación que estaba al fondo de la planta baja y preguntó a Kōsuke cómo se encontraba el herido aquella mañana.

—Parece descansar mejor.

—Debes de estar fatigado. ¿Regreso después del desayuno para que puedas reposar?

Kōsuke le dijo que no era necesario.

—Hay una cosa que quisiera hacer —añadió—. Creo que deberíamos informar de lo ocurrido a la escuela Obata, pero no dispongo de nadie a quien enviar allá.

Tras ofrecerse a ir él mismo o enviar a Iori, Musashi regresó a su habitación, que ya estaba ordenada. Al sentarse preguntó:

—Dime, Iori, ¿ha habido una respuesta a mi carta?

Aliviado al no recibir una fuerte reprimenda, el muchacho sonrió.

—Sí, he traído una respuesta. Aquí la tengo.

Con una expresión triunfal, se sacó la carta del kimono.

—Dámela.

Iori avanzó sobre las rodillas y depositó el papel doblado en la mano extendida de Musashi. Sukekurō había escrito: «Lamento decirte que Sukekurō, en su condición de instructor del shōgun, no puede tener un encuentro de esgrima contigo, como has solicitado. No obstante, si nos visitas con algún otro propósito, existe la posibilidad de que su señoría pueda saludarte en el dōjō. Creo que si todavía estás tan deseoso de probar tu habilidad contra el estilo Yagyū, lo mejor sería que te enfrentaras a Yagyū Hyōgo. Sin embargo, siento decirte que ayer partió hacia Yamato para estar junto a la cabecera del señor Sekishūsai, quien se encuentra gravemente enfermo. Por ello debo pedirte que pospongas tu visita hasta una fecha posterior. Con mucho gusto tomaré las disposiciones pertinentes en ese momento».

Mientras desenrollaba lentamente el largo pergamino, Musashi sonreía. Iori, sintiéndose más seguro, extendió las piernas cómodamente y dijo:

—La casa no está en Kobikichō, sino en un lugar llamado Higakubo. Es muy grande, muy espléndida, y Kimura Sukekurō me ha dado un montón de cosas deliciosas para comer...

Musashi enarcó las cejas, en un gesto reprobatorio ante aquella exhibición de familiaridad.

—Iori —le dijo seriamente.

El muchacho se apresuró a adoptar de nuevo la postura formal.

—Sí, señor.

—Aunque te perdieras, ¿no crees que tres días es un tiempo demasiado largo? ¿Qué ha sucedido?

—Me hechizó un zorro.

—¿Un zorro?

—Sí, señor, un zorro.

—¿Cómo es posible que a ti, un chico nacido y criado en el campo, le hechice un zorro?

—No lo sé, pero luego no pude recordar dónde había estado durante medio día y media noche.

—Humm. Es muy extraño.

—Sí, señor. Eso mismo pensé. Tal vez los zorros en Edo se la tienen jurada a la gente más que los del campo.

—Supongo que eso es cierto. —Al ver la seriedad del muchacho, Musashi no se veía con ánimo de regañarle, pero consideraba necesario dejar bien claro su punto de vista—. También supongo —siguió diciendo— que has hecho algo que no deberías haber hecho.

—Bueno, el zorro me perseguía y, para evitar que me embrujara, le di un tajo con mi espada. Entonces el zorro me castigó por ello.

—No, eso no es cierto.

—¿Ah, no?

—No. No era el zorro el que te perseguía, sino tu propia conciencia, que es invisible. Ahora siéntate ahí y piensa en ello durante un rato. Cuando regrese, puedes decirme lo que crees que significa.

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