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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (80 page)

BOOK: Musashi
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La anciana monja dejó el cesto, gritando:

—¡Kōetsu! ¡Kōetsu!

Musashi observó perplejo que la mujercilla se retiraba hacia una pequeña elevación en el campo por lo demás llano. Por detrás se alzaba una delgada columna de humo.

Pensando que sería una lástima que la anciana perdiera sus verduras tras haberse tomado tanto trabajo para encontrarlas, las recogió y, cesto en mano, corrió tras ella. Instantes después, dos hombres aparecieron ante su vista.

Habían extendido una estera en la vertiente meridional soleada de la suave elevación. Había también varios objetos usados por los devotos del culto del té, entre ellos una olla de hierro que colgaba sobre un fuego y una jarra de agua a un lado. Habían utilizado el entorno natural como su propio jardín, instalándose una sala de té al aire libre. En conjunto era bastante garbosa y elegante.

Uno de los hombres parecía un servidor, mientras que la piel blanca del otro, la suavidad de su cutis y sus rasgos armoniosos hacían pensar en un gran muñeco de porcelana que representara a un aristócrata de Kyoto. La curva de su abdomen reflejaba satisfacción. Sus mejillas y sus ademanes expresaban seguridad en sí mismo.

El nombre «Kōetsu» le resultaba a Musashi familiar, pues en aquel entonces un Hon'ami Kōetsu muy famoso residía en Kyoto. Se rumoreaba, con una envidia considerable, que el riquísimo señor Maeda Toshiie de Kaga le había concedido un estipendio anual de mil fanegas. Como ciudadano ordinario, con estos ingresos habría vivido espléndidamente, pero además gozaba del favor especial de Tokugawa Ieyasu y a menudo le recibían en los hogares de los grandes nobles. Se decía que los guerreros más importantes del país se sentían obligados a desmontar y a pasar a pie por delante de su establecimiento, para no dar la impresión de que le miraban con altivez desde lo alto de sus monturas.

El apellido de la familia tenía su origen en el callejón Hon'ami, donde habían establecido su residencia, y el negocio de Kōetsu consistía en la limpieza, pulimentación y valoración de espadas. Su familia libró su reputación ya en el siglo XIV y floreció durante el período Ashikaga. Más adelante fueron favorecidos por daimyōs tan importantes como Imagawa Yoshimoto, Oda Nobunaga y Toyotomi Hideyoshi.

Kōetsu era conocido como un hombre de talento muy diversificado. Pintaba, sobresalía como ceramista y lacador y era considerado un experto en arte. Él mismo estimaba que la caligrafía era su punto fuerte, y en ese campo se le situaba generalmente al lado de expertos tan reconocidos como Shōkadō Shōjō, Karasumaru Mitsuhiro y Konoe Nobutada, el creador del famoso estilo Sammyakuin, tan popular en aquella época.

A pesar de su fama, Kōetsu tenía la impresión de que no le apreciaban plenamente, o así se desprendía de una anécdota que circulaba por entonces. Según esta anécdota, a menudo visitaba la mansión de su amigo Konoe Nobutada, que no sólo era noble sino también ministro de la Izquierda en el gobierno del emperador. Durante una de esas visitas, se habló naturalmente de caligrafía, y Nobutada le preguntó:

—Dime, Kōetsu, ¿a quiénes seleccionarías como los tres calígrafos más grandes del país?

Sin la menor vacilación, Kōetsu respondió:

—Vos sois el segundo, y supongo que luego viene Shōkadō Shōjō.

—Empiezas por el segundo de los mejores —le dijo Nobutada un poco perplejo—, pero ¿quién es el mejor?

Kōetsu le miró a los ojos y, sin sonreír siquiera, replicó:

—El mejor soy yo, por supuesto.

Sumido en sus pensamientos, Musashi se detuvo a corta distancia del grupo.

Kōetsu tenía un pincel en la mano y varias hojas de papel sobre sus rodillas. Estaba bosquejando minuciosamente el flujo del agua de un arroyo cercano. Este dibujo, así como los intentos anteriores diseminados por el suelo, consistía exclusivamente en líneas acuosas de una clase que, desde el punto de vista de Musashi, cualquier novicio podría dibujar.

Kōetsu alzó la vista y preguntó tranquilamente:

—¿Ocurre algo?

Entonces abarcó la escena con mirada serena: Musashi a un lado y al otro su madre temblorosa detrás del sirviente.

Musashi se sintió más tranquilo en presencia de aquel hombre. Estaba claro que no era la clase de persona con la que uno entra en contacto a diario, pero de alguna manera le resultaba atractivo. Había en sus ojos una luz profunda, y su mirada pronto empezó a sonreír a Musashi, como si fuera un viejo amigo.

—Bienvenido, joven. ¿Ha hecho mi madre algo que no debiera? Tengo cuarenta y ocho años, así que puedes imaginar lo vieja que ella es. Está muy sana, pero a veces se queja de su mala vista. Si ha cometido cualquier incorrección, confío en que aceptes mis disculpas.

Dejó el pincel y los papeles sobre la pequeña estera en la que estaba sentado, puso las manos en el suelo y empezó a hacer una profunda reverencia.

Musashi se apresuró a arrodillarse e impedir que Kōetsu se inclinara.

—¿Entonces eres su hijo? —le preguntó, confuso.

—Sí.

—Soy yo quien debe disculparse. Ignoro a qué se debe el temor de tu madre, pero nada más verme ha soltado el cesto y salido corriendo. Al ver sus verduras por el suelo me he sentido culpable y las he traído. Eso es todo. No hay necesidad de que te inclines ante mí.

Kōetsu se rió afablemente y, volviéndose a la monja, le dijo:

—¿Has oído eso, madre? Tu impresión ha sido del todo errónea.

Visiblemente aliviada, la mujer abandonó su refugio detrás del sirviente.

—¿Quieres decir que el rōnin no pretendía hacerme daño?

—¿Daño? No, no, en absoluto. Mira, incluso te ha traído el cesto. Ha sido muy considerado, ¿no crees?

—Oh, cuánto lo siento —dijo la monja, haciendo una reverencia y llevándose a la frente el rosario que llevaba en la muñeca. Su actitud había cambiado por completo y, ahora jovial y risueña, se volvió a su hijo—. Me avergüenza admitirlo, pero al ver a este joven creí notar el olor de la sangre. ¡Cómo me he asustado! Se me ha puesto la piel de gallina. Ahora veo lo necia que he sido.

La penetración de la anciana asombró a Musashi. Le había calado y, sin proponérselo, había expresado con toda franqueza la impresión que le causaba. Para los delicados sentidos de la mujer debía de haber sido realmente una aparición aterradora y sanguinaria.

También Kōetsu debía de haberse fijado en su mirada ardiente y penetrante, su amenazante cabellera, aquel aire de malhumor y peligrosidad que revelaba su disposición a atacar en cuanto le provocaran. No obstante, Kōetsu parecía inclinado a identificar sus aspectos positivos.

—Si no tienes prisa, quédate y descansa un rato —le dijo—. Aquí hay mucha tranquilidad. Me basta con sentarme y permanecer silencioso en este paraje para sentirme limpio y fresco.

—Puedo recoger algunas verduras más y hacerte un buen potaje —dijo la monja—, y un poco de té. ¿O no te gusta el té?

En compañía de madre e hijo, Musashi se sintió en paz con el mundo. Enfundó su espíritu belicoso, como un gato que retrae las uñas. En aquella agradable atmósfera, resultaba difícil creer que estaba entre unos perfectos desconocidos. Antes de que se diera cuenta, se había quitado las sandalias de paja y sentado sobre la estera.

Se tomó la libertad de formular algunas preguntas, y así se enteró de que la madre, cuyo nombre religioso era Myōshū, había sido una buena y fiel esposa antes de hacerse monja, y que su hijo era en verdad el célebre esteta y artesano. Entre los espadachines, no había uno solo merecedor del pan que comía que desconociera el apellido Hon'ami, tal era la reputación de excelentes jueces de espadas que tenía la familia.

A Musashi le resultó difícil asociar a Kōetsu y su madre con la imagen que se había formado de cómo eran tales personas famosas. Para él no eran más que personas ordinarias con las que se había encontrado en un campo desierto. Y así deseaba que fuese, pues de lo contrario podría ponerse tenso y estropearles la excursión campestre.

Myōshū se acercó a su hijo con el recipiente para preparar el té y le preguntó:

—¿Qué edad crees que tiene este muchacho?

Él lanzó una mirada a Musashi y replicó:

—Supongo que unos veinticinco o veintiséis.

Musashi sacudió la cabeza.

—No, sólo tengo veintitrés.

—¡Sólo veintitrés! —exclamó Myōshū. Entonces procedió a hacer las preguntas habituales: de dónde era natural, si sus padres vivían, quién le había enseñado esgrima y otras por el estilo.

Se dirigió a él afablemente, como si fuese su nieto, lo cual hizo aflorar al muchacho que Musashi llevaba dentro. Su manera de hablar se hizo juvenil e informal. Acostumbrado como estaba a la disciplina y un adiestramiento riguroso, a emplear todo su tiempo forjándose como si fuese una buena hoja de acero, no sabía nada de la faceta más civilizada de la vida. Mientras la monja le hablaba sintió que un calor se extendía a través de su cuerpo curtido por la intemperie.

Myōshū, Kōetsu, los objetos sobre la estera, incluso el cuenco de té se fusionaron sutilmente y pasaron a formar parte de la naturaleza. Pero Musashi estaba impaciente, su cuerpo demasiado inquieto, para permanecer largo rato sentado. Fue bastante agradable mientras charlaban, pero cuando Myōshū empezó a contemplar en silencio la tetera y Kōetsu le volvió la espalda para seguir dibujando, el hastío embargó a Musashi, el cual se preguntó: «¿Qué encuentran tan entretenido en esta manera de pasar el tiempo? Apenas ha comenzado la primavera. Aún hace frío».

Si querían recoger verduras silvestres, ¿por qué no esperar a que hiciera más calor y saliera más gente? Entonces habría muchas flores y vegetales silvestres. Y si les gustaba la ceremonia del té, ¿por qué tomarse la molestia de acarrear la tetera y los cuencos hasta allí? Sin duda una familia famosa y próspera como la suya dispondría de una elegante sala de té en su casa.

¿Había ido allí para dibujar?

Miró la espalda de Kōetsu y descubrió que si se inclinaba un poco al lado podía ver el movimiento del pincel. El artista, que sólo dibujaba las líneas formadas por el agua al correr, mantenía la vista fija en el estrecho arroyo que serpenteaba entre la hierba seca. Se concentraba exclusivamente en el movimiento del agua, tratando de captar una y otra vez la sensación de fluidez, pero no parecía conseguirlo con exactitud. No por ello se desalentaba, y seguía dibujando las líneas sin cesar.

Musashi pensó que dibujar no debía de ser tan fácil como parecía. Su hastío remitió y contempló las pinceladas de Kōetsu con fascinación. Se dijo que Kōetsu debía de sentir algo muy parecido a lo que él experimentaba cuando se enfrentaba a un enemigo y entre los dos mediaban las hojas de sus espadas. En cierto momento se elevaba por encima de sí mismo y tenía la sensación de haberse fundido con la naturaleza, aunque ésa no era la palabra correcta, puesto que toda sensación quedaba eliminada en el momento en que la espada atravesaba a su adversario. Ese mágico instante de trascendencia lo era todo.

«Kōetsu aún está mirando al agua como si fuese un enemigo —pensó—. Por ese motivo no puede dibujarla. Tiene que fusionarse con ella para vencer.»

Como no tenía nada que hacer, estaba pasando del aburrimiento al letargo, lo cual le preocupaba. No debía percibir que le asaltara la pereza, ni un solo momento. Tenía que marcharse de allí.

—Siento haberos molestado —dijo bruscamente, y empezó a atarse de nuevo las sandalias.

—¿Te vas tan pronto? —le preguntó Myōshū.

Kōetsu se volvió en seguida.

—¿No puedes quedarte un poco más? Ahora mi madre va a preparar el té. Supongo que eres tú quien se enfrentó esta mañana al maestro de la casa de Yoshioka. Un poco de té después de la lucha sienta bien, o por lo menos así lo afirma el señor Maeda, y también Ieyasu. El té es bueno para el espíritu. Dudo de que haya algo mejor. A mi modo de ver, la acción nace de la quietud. Quédate y hablemos. Ahora mismo estoy contigo.

¡De modo que Kōetsu estaba enterado del combate! Pero quizá no era tan extraño. El Rendaiji no estaba lejos, en el otro extremo del campo vecino. Más interesante sería saber por qué no se había referido hasta entonces al encuentro. ¿Se debía sencillamente a que consideraba que tales cuestiones pertenecían a un mundo distinto del suyo? Musashi miró por segunda vez a madre e hijo y volvió a sentarse.

—Si insistís... —les dijo.

—No tenemos mucho que ofrecer, pero es un placer tenerte con nosotros —dijo Kōetsu.

Cerró la tapa del tintero y la puso encima de los bocetos para evitar que la brisa los dispersara. La tapa brillaba en sus manos como si fuese un nido de luciérnagas. Parecía recubierta de oro con una taracea de plata y madreperla.

Musashi se inclinó para inspeccionarla. Ahora que descansaba sobre la estera, ya no brillaba tanto. Se dio cuenta de que no era nada chillona y que su belleza se debía al pan de oro y las pinturas en color de castillos Momoyama en miniatura. Tenía también un aspecto de objeto antiguo, una pátina mate que sugería glorias pasadas. Musashi la contempló fijamente. Había algo reconfortante en la visión de aquella caja.

—La hice yo mismo —dijo Kōetsu con modestia—. ¿Te gusta?

—Ah, ¿también haces objetos de laca?

Kōetsu se limitó a sonreír. Mientras miraba al joven, que parecía admirar el artificio humano más que la belleza de la naturaleza, pensaba divertido: «Después de todo, es del campo».

Musashi, a quien le pasaba totalmente desapercibida la actitud altiva de Kōetsu, le dijo con toda sinceridad que era una obra realmente hermosa. No podía desviar la vista del tintero.

—Te he dicho que es obra mía, pero en realidad el poema que contiene es obra de Konoe Nobutada, por lo que debería decir que lo hemos hecho juntos.

—¿Es ésa la familia Konoe de la que proceden los regentes imperiales?

—Sí. Nobutada es el hijo del anterior regente.

Mi tío ha servido a la familia Konoe durante muchos años.

—¿Cómo se llama?

—Matsuo Kaname.

—Ah, conozco bien a Kaname. Le veo cada vez que voy a casa de Konoe, y él nos visita de vez en cuando.

—¿De veras?

—Qué pequeño es el mundo, ¿verdad, madre? Su tía es la esposa de Matsuo Kaname.

—¡No me digas! —exclamó Myōshū.

La mujer se apartó del fuego y dispuso ante ellos los recipientes del té. No había ninguna duda de que conocía a la perfección la ceremonia del té. Sus movimientos eran elegantes pero naturales, sus delicadas manos no podían ser más gráciles. Incluso a los setenta años parecía el epítome de la gracia y la belleza femeninas.

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