Authors: Eiji Yoshikawa
—¡Madre!
—¿Te has olvidado de algo? —le preguntó ella.
—No, sólo estaba pensando que si estás preocupado por mí, podría enviar un mensajero a Shōyū y decirle que no puedo ir esta noche.
—Oh, no. Temo más que algo pudiera ocurrirle a Musashi, pero no creo que él regresara si intentaras detenerle. ¡Id y pasadlo bien!
Kōetsu dio alcance a Musashi y, mientras caminaban sin prisa por la orilla del río, le dijo:
—La casa de Shōyū está calle abajo, en la avenida Ichijō y la calle Horikawa. Probablemente ahora está preparándose, así que iremos a buscarle. Nos queda de paso.
Aún había luz y el paseo por la ribera del río era agradable, tanto más cuanto que estaban completamente ociosos a una hora en la que todos los demás se hallaban ocupados en sus quehaceres.
—No es la primera vez que oigo el nombre de Haiya Shōyū, pero la verdad es que no sé nada de él —comentó Musashi.
—Me sorprendería que no hubieras oído hablar de él. Es un famoso experto en la composición de versos encadenados.
—¡Ah! Entonces es un poeta.
—Así es, pero, naturalmente, no se gana la vida escribiendo versos. Procede de una rica familia de mercaderes de Kyoto.
—¿Cómo es que se llama Haiya?
—Ése es el nombre de su negocio.
—¿Qué es lo que vende?
—Su nombre significa «vendedor de ceniza», y eso es lo que vende... cenizas.
—¿Cenizas?
—Sí, las usan para teñir tela, y es un gran negocio. Las vende a los gremios de tintoreros de todo el país. Al comienzo del período Ashikaga, el comercio de las cenizas estaba controlado por un agente del shōgun, pero más adelante fue encargado a mayoristas particulares. Hay tres grandes mayoristas en Kyoto, y Shōyū es uno de ellos. Él no tiene que trabajar personalmente, por supuesto. Se ha retirado y lleva una vida cómoda. Mira allá, ésa es su casa, la que tiene el portal elegante.
Musashi iba asintiendo mientras escuchaba, pero algo que sucedía en las mangas de su kimono distraía su atención: mientras que la brisa agitaba ligeramente la derecha, la izquierda no se movía en absoluto. Introdujo la mano en ella y extrajo un objeto lo suficiente para ver qué era, una correa de cuero bien curtida, de las que usaban los guerreros para atarse las mangas cuando luchaban. «Myōshū —pensó—. Sólo ella puede haberla puesto ahí.»
Miró atrás y sonrió a los hombres que estaban detrás de ellos, los cuales, como él ya sabía, les habían estado siguiendo a una distancia discreta desde que él y Kōetsu doblaron la esquina del callejón Hon'ami.
Su sonrisa pareció aliviar a los tres hombres, los cuales susurraron algunas palabras entre ellos y empezaron a dar pasos más largos.
Al llegar a la casa de Haiya, Kōetsu llamó con la aldaba y acudió a abrirles un criado que llevaba una escoba. Kōetsu había cruzado la puerta y estaba en la parte delantera del jardín antes de darse cuenta de que Musashi se había quedado atrás. Volviéndose hacia la puerta, dijo:
—Entra, Musashi. No tienes por qué titubear.
Los tres samurais se habían acercado a Musashi, con los codos hacia afuera y las manos en las empuñaduras de sus espadas. Kōetsu no entendió lo que le decían a Musashi ni la respuesta en voz baja de éste.
Musashi le dijo que no le esperase, y Kōetsu replicó con una tranquilidad absoluta:
—Muy bien, estaré en la casa. Reúnete conmigo en cuanto hayas terminado con ese asunto.
Uno de los hombres se dirigió a Musashi.
—No estamos aquí para discutir si huiste para ocultarte o no. Soy Ōtaguro Hyōsuke, uno de los Diez Espadachines de la casa Yoshioka. Te he traído una carta de Denshichirō, el hermano menor de Seijūrō. —Sacó la carta y la tendió para que Musashi la viera—. Léela y danos tu respuesta de inmediato.
Sin pensarlo dos veces, Musashi abrió la carta, la leyó rápidamente y dijo:
—Acepto.
Hyōsuke le miró con suspicacia.
—¿Estás seguro?
Musashi asintió.
—Absolutamente seguro.
La indiferencia de Musashi cogió desprevenidos a los tres hombres.
—Si no mantienes tu palabra, nunca podrás volver a poner los pies en Kyoto. ¡Nosotros nos encargaremos de ello!
Musashi le miró con un atisbo de sonrisa, pero no dijo nada.
—¿Estás de acuerdo con las condiciones? No tienes mucho tiempo para prepararte.
—Estoy del todo dispuesto —respondió Musashi con calma.
—Entonces nos veremos esta noche.
Musashi se dispuso a cruzar el portal, pero Hyōsuke se le acercó de nuevo y le preguntó:
—¿Estarás aquí hasta la hora acordada?
—No, mi anfitrión va a llevarme al barrio autorizado, cerca de la avenida Rokujō.
—¿El barrio autorizado? —repitió Hyōsuke, sorprendido—. Bueno, supongo que estarás aquí o allí. Si te retrasas, enviaré a alguien en tu busca. Confío en que no intentarás hacer ninguna jugada.
Musashi ya había vuelto la espalda y entrado en el jardín, un paso que le llevó a un mundo diferente.
Las piedras pasaderas, de forma irregular y espaciadas de manera desordenada, parecían haber sido puestas allí por la naturaleza. A cada lado había grupos de bambúes bajos, parecidos a helechos, mezclados con tallos de bambú más altos y no más gruesos que un pincel de escritura. A medida que avanzaba, el tejado de la casa principal apareció ante su vista y poco después la entrada, una pequeña casa independiente y un emparrado, todo lo cual producía un efecto de edad venerable y larga tradición. Alrededor de los edificios, unos pinos de considerable altura daban una impresión de riqueza y comodidad.
Musashi oía de vez en cuando un ruido sordo, el del juego de pelota llamado
kemari
, que a menudo se oía desde detrás de los muros en las mansiones de los nobles cortesanos. Le sorprendió oírlo en un establecimiento de mercaderes.
Una vez en la casa, le acompañaron a una habitación que daba al jardín. Dos sirvientes les trajeron té y pastelillos, y uno de ellos les dijo que su anfitrión les vería en seguida. A juzgar por los modales del sirviente, Musashi comprendió que su adiestramiento había sido impecable.
—Hace frío, ¿verdad?, ahora que el sol se ha puesto —murmuró Kōetsu. Deseaba que cerraran la shoji, pero no se atrevía a pedirlo porque Musashi parecía estar disfrutando de los ciruelos en flor. Kōetsu también contempló el paisaje—. Veo que hay nubes sobre el monte Hiei —observó—. Supongo que proceden del norte. ¿No tienes frío?
—La verdad es que no —respondió Musashi con sinceridad, ignorando serenamente la indirecta de su compañero.
Un sirviente trajo una palmatoria, y Kōetsu aprovechó la oportunidad para cerrar el shoji. Musashi reparó en que la atmósfera de la vivienda era apacible y cordial. Se relajó y, mientras escuchaba las voces joviales procedentes del interior de la casa, se sintió sorprendido por la absoluta falta de ostentación. Era como si el decorado y el entorno hubieran sido simplificados ex profeso al máximo posible. No le costaba nada imaginarse en la sala de invitados de una espaciosa granja en el campo.
Haiya Shōyū entró en la sala.
—Perdonad por la larga espera —les dijo. Su voz, abierta, amistosa, juvenil, era todo lo contrario de la lenta y suave enunciación de Kōetsu. Delgado como una grulla, era quizá diez años mayor que su amigo, pero mucho más jovial. Cuando Kōetsu le explicó quién era Musashi, comentó—: Ah, ¿entonces eres sobrino de Matsuo Kaname? Le conozco muy bien.
Musashi pensó que Shōyū debía de haber conocido a su tío a través de la noble casa de Konoe. Empezó a comprender que existían estrechos vínculos entre los ricos mercaderes y los cortesanos palaciegos.
Dicho esto, el viejo y enérgico mercader añadió:
—Vámonos ya. Tenía intención de ir mientras hubiera luz, y así habríamos podido dar un paseo, pero como ya está oscuro, creo que debemos pedir palanquines. Supongo que este joven nos acompañará.
Llamaron a los palanquines y los tres hombres se pusieron en camino, Shōyū y Kōetsu delante, Musashi detrás de ellos. Era la primera vez que viajaba en uno de aquellos vehículos.
Cuando llegaron a los terrenos de equitación de Yanagi, los porteadores ya exhalaban vapor.
—Qué frío hace —se quejó uno.
—El viento es cortante, ¿verdad?
—¡Y estamos en primavera!
El viento agitaba los tres faroles, haciendo oscilar sus luces. Los negros nubarrones sobre la ciudad amenazaban con un tiempo todavía peor antes de que terminara la noche. Más allá del campo de equitación, las luces de la ciudad brillaban con un deslumbrante esplendor. Musashi tuvo la impresión de un gran enjambre de luciérnagas que brillaran alegremente bajo la fría y clara brisa.
—¡Musashi! —le llamó Kōetsu desde el palanquín del centro—. Mira, hacia ahí nos dirigimos. Es toda una experiencia para vivirla tan de repente, ¿no es cierto?
Le explicó que hasta tres años atrás el distrito autorizado se encontraba en la avenida Nijō, cerca del palacio, y que el magistrado, Itakura Katsushige, hizo que lo trasladaran, porque le molestaban las canciones y el ruido de las francachelas nocturnas. El distrito medraba en su conjunto y todas las modas nuevas se originaban entre aquellas hileras de luces.
—Casi podría decirse que ahí se ha creado toda una cultura nueva. —Hizo una pausa, escuchó atentamente un momento y añadió—: Lo oyes, ¿verdad? ¿Oyes el sonido de instrumentos de cuerda y canciones?
Era una música que Musashi nunca había oído hasta entonces.
—Los instrumentos son shamisen, una versión mejorada del instrumento de tres cuerdas procedente de las islas Ryukyu. Han compuesto una gran cantidad de canciones para ellos, ahí mismo, en el barrio, y luego se han difundido entre la gente. Eso puede darte una idea de la influencia que ejerce el distrito, y por qué es necesario mantener ciertas normas de decencia, aun cuando esté bastante separado del resto de la ciudad.
Entraron en una de las calles. La brillante luz de innumerables lámparas y faroles que colgaban de los sauces se reflejaba en los ojos de Musashi. El distrito había conservado su antiguo nombre cuando fue trasladado: Yanagimachi, la Ciudad de los Sauces, pues esa clase de árboles habían sido asociados desde antiguo con la bebida y la frivolidad.
Kōetsu y Shōyū eran bien conocidos en el establecimiento donde entraron. Los saludos fueron serviles aunque jocosos, y pronto resultó evidente que allí utilizaban apodos, «nombres juguetones», por así decirlo. A Kōetsu le conocían como Mizuochisama, el señor Agua que cae, debido a los arroyos que atravesaban su finca, y Shōyū era Funabashisama, el señor Puente del barco, porque en las proximidades de su casa había un puente de pontones.
Si Musashi llegaba a convertirse en un asiduo, ciertamente no tardaría en adquirir un sobrenombre, pues en aquel mundo de ilusiones pocos utilizaban sus nombres reales. Hayashiya Yojibei era sólo el seudónimo del propietario de la casa que visitaban, pero casi todo el mundo le llamaba Ōgiya, que era el nombre del establecimiento. Junto con la Kikyōya, era una de las casas más afamadas del distrito, de hecho las dos únicas con la reputación de ser absolutamente de primera clase. La belleza reinante en la Ōgiya era Yoshino Dayū, y su colega en la Kikyōya se llamaba Murogimi Dayū. Ambas damas gozaban de una fama en la ciudad tan sólo igualada por la del más grande daimyō.
Aunque Musashi se afanaba por no quedarse boquiabierto, estaba asombrado por la elegancia de su entorno, que se aproximaba a la de los palacios más opulentos. Los techos reticulares, los travesaños que formaban un enrejado y estaban primorosamente tallados, las barandillas exquisitamente curvadas, los jardines interiores cuidados con minuciosidad..., todo era una fiesta para la vista. Absorto en una pintura o en el panel de madera de una puerta, Musashi no se dio cuenta de que sus compañeros habían seguido adelante, hasta que Kōetsu regresó en su busca.
La luz de las lámparas transformó en un líquido brumoso las puertas plateadas de la habitación en la que entraron. Uno de los lados daba a un jardín al estilo de Kobori Enshū, con arena bien rastrillada y una disposición de rocas que sugería un paisaje montañoso chino, como el que podría verse en una pintura de la dinastía Sung.
Quejándose del frío, Shōyū se sentó en un cojín y juntó los hombros. Kōetsu también tomó asiento e invitó a Musashi a que hiciera lo mismo. Pronto llegaron sirvientas con sake caliente.
Al ver que la taza que había ofrecido a Musashi ya estaba fría, Shōyū se mostró insistente.
—Bebe, muchacho —le dijo—, y toma una taza caliente.
Tras haber repetido dos o tres veces estas palabras, los modales de Shōyū empezaron a bordear la rudeza.
—¡Kobosatsu! —gritó a una de las sirvientas—. ¡Hazle beber! ¡Eh, Musashi! ¿Qué te ocurre? ¿Por qué no bebes?
—Lo estoy haciendo —protestó Musashi.
El viejo ya estaba un poco achispado.
—Pues no lo haces muy bien. ¡No tienes brío!
—No soy un gran bebedor.
—Lo que quieres decir es que no eres un espadachín fuerte, ¿no es cierto?
—Tal vez eso es cierto —respondió Musashi suavemente, tomándose a risa el insulto.
—Si te preocupa que beber obstaculice tus estudios, o te haga perder el equilibrio, o debilite tu fuerza de voluntad, o te impida labrarte un nombre, entonces es que no tienes el coraje necesario para ser un luchador.
—Oh, no se trata de eso. Sólo hay un pequeño problema.
—¿Cuál es?
—La bebida me da sueño.
—Bueno, puedes dormir aquí o en cualquier otra habitación de esta casa. A nadie le importará. —Se volvió a las muchachas y dijo—: El joven teme amodorrarse si bebe. ¡Si se queda dormido, llevadle a la cama!
—¡Oh, lo haremos con mucho gusto! —corearon las chicas, sonriendo con coquetería.
—Si se va a la cama, alguien tendrá que mantenerle caliente. ¿Quién podría ser, Kōetsu?
—Sí, en efecto, ¿quién podría ser? —dijo Kōetsu evasivamente.
—No puede ser Sumigiku Dayū, porque es mi mujercita. Y en cuanto a ti, no querrías que fuese Kobosatsu Dayū. Luego está Karakoto Dayū... Humm, no servirá, es demasiado difícil congeniar con ella.
—¿No va a presentarse Yoshino Dayū? —inquirió Kōetsu.
—¡Eso es! ¡Ella es la idónea! Hasta nuestro renuente invitado sería feliz con ella. Me extraña que todavía no esté aquí. Que vaya alguien a llamarla. Quiero mostrársela a nuestro joven samurai.
Sumigiku puso objeciones.