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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (100 page)

BOOK: Musashi
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—¿Vendrás de veras?

—Puedes estar seguro.

—¿Me prometes que no volverás a huir?

—No huiré. Una de las cosas que no pretendo enseñarte es a mentir. Te he dicho que nos encontraremos y así será. Ahora, mientras no hay nadie por aquí, salta por encima del muro.

Jōtarō miró con cautela a su alrededor antes de correr hacia el muro, ante el que se paró en seco y miró pensativo arriba. La altura de la pared era superior al doble de la suya propia. Musashi llegó a su lado con un saco de carbón a cuestas. Dejó caer el saco y miró a través de una grieta en el muro.

—¿Ves a alguien ahí afuera? —le preguntó Jōtarō.

—No, nada más que juncos. Puede que haya agua debajo, por lo que debes tener cuidado cuando aterrices.

—No me importa si me mojo, pero ¿cómo voy a llegar a lo alto de este muro?

Musashi hizo caso omiso de esa pregunta.

—Es de suponer que hay guardianes apostados en puntos estratégicos además de la puerta principal. Echa un buen vistazo a tu alrededor antes de saltar, o podrías encontrarte con una espada apuntada hacia ti.

—Comprendo.

—Arrojaré este carbón por encima del muro como un señuelo. Si no ocurre nada, puedes seguir adelante.

Se agachó y Jōtarō subió a su espalda.

—Ponte sobre mis hombros.

—Tengo las sandalias sucias.

—No te preocupes.

Jōtarō se alzó hasta quedar en pie sobre los hombros de Musashi.

—¿Puedes llegar a lo alto?

—No.

—¿Lo conseguirías si dieras un salto?

—No lo creo.

—Bueno, apóyate en mis manos.

Musashi extendió los brazos verticalmente por encima de su cabeza.

—¡Ya está! —susurró Jōtarō.

Musashi cogió el saco de carbón con una mano y lo lanzó tan alto como pudo. Cayó con un ruido sordo entre los juncos. No sucedió nada.

—Aquí no hay agua —le informó Jōtarō cuando hubo saltado.

—Cuídate.

Musashi miró a través de la grieta en el muro hasta que no pudo seguir oyendo el sonido de las pisadas del muchacho, y entonces se dirigió rápida y despreocupadamente a la más concurrida de las callejas principales. Ninguno de los numerosos juerguistas que pululaban por allí le prestó la menor atención.

Cuando salió por la puerta principal, los hombres de Yoshioka que estaban allí apostados reprimieron un grito colectivo, y todos los ojos convergieron en él. Además de los guardianes junto al portal, había samurais en cuclillas alrededor de fogatas, donde los porteadores de palanquines pasaban el tiempo mientras esperaban, y guardianes de relevo en la casa de té Amigasa y el establecimiento de bebidas al otro lado de la calle. Aquellos hombres no habían disminuido un solo momento su vigilancia, alzando sin ninguna ceremonia los sombreros de juncos y examinando los rostros. También habían detenido los palanquines para examinar a sus ocupantes.

En varias ocasiones habían entablado negociaciones con la Ōgiya para registrar el local, pero el resultado había sido negativo. Por lo que respectaba a la dirección, Musashi no estaba allí, y los hombres de Yoshioka no podían actuar basándose en el rumor de que Yoshino Dayū estaba protegiendo a Musashi. Era demasiado admirada, tanto en el distrito como en la misma ciudad, para que fuese posible asaltar la casa sin graves repercusiones.

Obligados a librar un combate de espera, los hombres de Yoshioka habían rodeado el barrio a cierta distancia. No habían descartado la posibilidad de que Musashi intentara escapar por encima del muro, pero la mayoría esperaban que saliera por la puerta, o bien disfrazado o bien en el interior de un palanquín cerrado. La única contingencia para la que no estaban preparados era aquélla a la que se enfrentaban ahora.

Nadie hizo ningún movimiento para cortar el paso a Musashi, ni tampoco éste se detuvo para decirles nada. Recorrió varios centenares de pasos a grandes zancadas antes de que un samurai gritara:

—¡Detenedle!

—¡A por él!

Ocho o nueve hombres que daban grandes gritos llenaron la calle detrás de Musashi y empezaron a acercarse cautelosamente a él.

—¡Espera, Musashi! —dijo uno en tono colérico.

—¿Qué quieres? —replicó él de inmediato, sobresaltándolos a todos con la fuerza de su voz.

Fue al lado de la calzada y se apoyó en la pared de una cabaña que formaba parte de un aserradero, dos de cuyos trabajadores dormían allí. Uno de ellos entreabrió la puerta, pero, tras echar un rápido vistazo, cerró de un portazo y echó el cerrojo.

Aullando como una jauría de perros extraviados, los hombres de Yoshioka formaron gradualmente una negra medialuna alrededor de Musashi. Él les miraba fijamente, calibrando su fuerza, evaluando su posición, previendo por dónde podría producirse un movimiento. Ahora eran treinta hombres, los cuales estaban perdiendo con rapidez el uso de sus treinta mentes. A Musashi no le resultaba difícil leer el pensamiento de aquel cerebro colectivo.

Tal como había previsto, ninguno se adelantó en solitario para desafiarle. Parloteaban y le arrojaban insultos, la mayoría de los cuales parecían los dicterios apenas inteligibles de vagabundos vulgares y corrientes.

—¡Bastardo!

—¡Cobarde!

—¡Aficionado!

Estaban lejos de comprender que su jactancia era meramente verbal y revelaba su debilidad. Hasta que la horda lograra cierto grado de cohesión, Musashi tenía la sartén por el mango. Examinó sus rostros, decidió quiénes podían ser peligrosos, determinó los puntos débiles de la formación y se preparó para el combate.

Se tomó su tiempo y, después de escrutar lentamente sus rostros, dijo:

—Soy Musashi. ¿Quién me ha pedido que esperase?

—Nosotros. ¡Todos nosotros!

—Entiendo que sois de la escuela Yoshioka.

—Así es.

—¿Qué tenéis que ver conmigo?

—¡Bien lo sabes! ¿Estás preparado?

—¿Preparado? —Los labios de Musashi trazaron una sonrisa sardónica. La risa que salió entre sus dientes blancos enfrió la excitación de sus adversarios—. Un auténtico guerrero está preparado incluso cuando duerme. ¡Adelantaos cuando os parezca! Cuando provocáis una lucha insensata, ¿qué sentido tiene tratar de hablar como seres humanos u observar la etiqueta de la espada? Pero decidme una cosa. ¿Es vuestro único objetivo verme muerto? ¿O queréis luchar como hombres?

No le respondieron.

—¿Estáis aquí para reparar un agravio o para desafiarme a un encuentro de desquite?

Si Musashi, por el más leve movimiento en falso de los ojos o el cuerpo, les hubiera brindado una ocasión, sus espadas se habrían precipitado hacia él como el aire en el vacío, pero mantenía un aplomo perfecto. Ninguno de los hombres se movía. Todo el grupo permanecía tan quieto y silencioso como las cuentas de un rosario.

Unas palabras pronunciadas a gritos rompieron el silencio de los hombres confusos:

—¡Deberías conocer la respuesta sin necesidad de preguntar!

Musashi dirigió una mirada al que había hablado, Miike Jūrōzaemon, y juzgó por su aspecto que era un samurai digno de mantener la reputación de Yoshioka Kempō. Sólo él parecía dispuesto a poner fin al punto muerto en que se encontraban asestando el primer golpe. Sus pies avanzaron ligeramente con un movimiento deslizante.

—Has mutilado a nuestro maestro Seijūrō y matado a su hermano Denshichirō. ¿Cómo podríamos mantener erguida la cabeza si te dejáramos vivir? Centenares de nosotros que somos leales a nuestro maestro hemos jurado eliminar al causante de su humillación y rehabilitar el nombre de la escuela Yoshioka. No se trata de agravios ni de una violencia ilegal. Pero vengaremos a nuestro maestro y consolaremos al espíritu de su hermano muerto. No envidio tu posición, pero vamos a hacernos con tu cabeza. ¡En guardia!

—Tu desafío es digno de un samurai —replicó Musashi—. Si ése es tu verdadero propósito, puedo arriesgar mi vida luchando contigo. Pero hablas de cumplir con tu deber, de vengarte según el Camino del Samurai. ¿Por qué, pues, no me desafías de una manera adecuada, como lo hicieron Seijūrō y Denshichirō? ¿Por qué me atacáis en masa?

—¡Eres tú el que se ha ocultado!

—¡Eso es una necedad! No hacéis más que demostrar que un cobarde atribuye su cobardía al prójimo. ¿Acaso no estoy aquí en pie ante vosotros?

—¡Porque temías que te capturásemos cuando intentaste escapar!

—¡No es verdad! Podría haberme escapado de varias maneras.

—¿Y crees que la escuela Yoshioka te lo habría permitido?

—Supuse que me saludaríais de un modo u otro, pero ¿no sería deshonroso para vosotros, no sólo personalmente sino como miembros de nuestra clase, armar pendencia aquí? ¿Debemos molestar a estas gentes como una jauría de bestias salvajes o de indignos vagabundos? Hablas de obligación hacia tu maestro, pero ¿no es cierto que una lucha aquí significaría todavía más oprobio para el nombre de Yoshioka? ¡Si eso es lo que habéis decidido, entonces eso es lo que vais a tener! Si habéis resuelto destruir la obra de vuestro maestro, disolver la escuela y abandonar el Camino del Samurai, no tengo nada más que decir, excepto una cosa: Musashi luchará mientras sus miembros resistan.

—¡Matémosle! —gritó el hombre que estaba al lado de Jūrōzaemon, al tiempo que desenvainaba su espada.

Una voz distante advirtió:

—¡Cuidado! ¡Viene Itakura!

En calidad de magistrado de Kyoto, Itakura Katsushige era un hombre poderoso y, aunque gobernaba bien, lo hacía con puño de hierro. Incluso los niños cantaban canciones sobre él: ¿De quién es ese ruano castaño / cuyos cascos resuenan en la calle? / ¿El de Itakura Katsushige? /A correr, todo el mundo a correr. O bien: Itakura, señor de Iga, tiene / más manos que la Kannon de mil brazos, / más ojos que el Temmoku de tres ojos. / Sus guardias están en todas partes.

Kyoto no era una ciudad fácil de gobernar. Mientras que Edo iba camino de sustituirla como la ciudad más grande del país, la antigua capital seguía siendo el centro de la vida económica, política y militar. Además, siendo el lugar donde la cultura y la educación estaban más avanzados, era también allí donde la crítica del shogunado alcanzaba mayor elocuencia. Desde el siglo XIV, los ciudadanos habían abandonado toda ambición militar para dedicarse al comercio y los oficios. Ahora se les reconocía como una clase aparte, y conservadora en su conjunto.

Entre la población había también muchos samurais, que permanecían sin tomar partido, a la espera de ver si los Toyotomi vencían inesperadamente a los Tokugawa, así como una serie de jefes militares advenedizos, que, aunque carecían de experiencia y linaje, lograban mantener ejércitos personales de considerable tamaño. Había también un número notable de rōnin como los de Nara.

En todas las clases abundaban los libertinos y hedonistas, por lo que el número de tabernas y burdeles era desproporcionado con respecto al tamaño de la ciudad.

Las conveniencias, más que las convicciones políticas, tendían a determinar las fidelidades de gran parte de la población. Nadaban con la corriente y aprovechaban cualquier oportunidad que les pareciera favorable.

En la época del nombramiento de Itakura, en 1601, circulaba una anécdota por la ciudad según la cual el hombre, antes de aceptar el cargo, preguntó a Ieyasu si primero podría consultar a su esposa. Cuando regresó a casa, le dijo: «Desde los tiempos antiguos, ha habido innumerables hombres en puestos de honor que han llevado a cabo hazañas sobresalientes, pero han terminado por acarrear la deshonra tanto para ellos como para sus familias. Con mucha frecuencia, la causa de su fracaso se debe a sus esposas o relaciones familiares. Así pues, considero de la mayor importancia discutir este nombramiento contigo. Si juras que no interferirás en mis actividades como magistrado, aceptaré el cargo».

Su esposa se apresuró a dar su consentimiento, manifestando que «las esposas no tienen por qué entrometerse en esta clase de asuntos». A la mañana siguiente, cuando Itakura se disponía a partir hacia el castillo de Edo, la mujer observó que el cuello de su túnica interior estaba torcido. Apenas lo había tocado para enderezarlo, cuando él la amonestó: «Ya te has olvidado de tu juramento», y le hizo jurar de nuevo que no se entrometería. En general, todo el mundo admitía que Itakura era un representante eficaz del shōgun, estricto pero justo, y que Ieyasu había obrado con sabiduría al elegirle.

Al oír la mención de su nombre, los samurais desviaron sus miradas de Musashi. Los hombres de Itakura patrullaban el barrio con regularidad, y todo el mundo evitaba su encuentro.

Un joven avanzó hasta el espacio abierto delante de Musashi.

—¡Esperad! —gritó con la misma voz resonante con que había dado la alarma. Era Sasaki Kojirō, el cual sonrió y siguió diciendo—: Estaba bajando de mi palanquín cuando oí que iba a producirse un combate. Desde hace tiempo temía que ocurriera esto, y estoy consternado al ver que sucede aquí y ahora. No soy partidario de la escuela Yoshioka y menos todavía apoyo a Musashi. Sin embargo, como guerrero y espadachín visitante, creo estar calificado para apelar en nombre del código guerrero y el conjunto de la clase guerrera.

Habló con energía y elocuencia, pero en un tono condescendiente y con una arrogancia absoluta.

—Quiero preguntaros qué vais a hacer cuando lleguen los alguaciles. ¿No os avergonzará que os detengan por provocar una reyerta callejera? Si obligáis a las autoridades a reparar en lo que está ocurriendo, no lo considerarán como una pelea ordinaria entre ciudadanos. Pero ésa es otra cuestión.

—Tanto la hora como el lugar son inadecuados. Es una deshonra para toda la clase militar que los samurais perturben el orden público. Como uno de los vuestros, os pido que pongáis fin de inmediato a esta conducta indecorosa. Si debéis cruzar las espadas para zanjar vuestro agravio, entonces, en nombre del cielo, seguid las reglas de la esgrima. ¡Elegid una hora y un lugar!

—¡Eso es muy justo! —replicó Jūrōzaemon—. Pero si establecemos una fecha y un lugar, ¿puedes garantizarnos que Musashi se presentará?

—Lo haría de buen grado, pero...

—¿Puedes garantizarlo?

—¿Qué puedo deciros? ¡Que hable Musashi por sí mismo!

—¡Tal vez te propones ayudarle a escapar!

—¡No seas asno! Si mostrara parcialidad hacia él, vosotros me desafiaríais. No es amigo mío y no hay ninguna razón para que le proteja. Y si abandona Kyoto, no tenéis más que colocar avisos en toda la ciudad exponiendo su cobardía.

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