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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (97 page)

BOOK: Musashi
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Los servidores, desconocedores de la tensión psicológica, habían extendido lujosos jergones, apropiados para la hija y el hijo de un daimyō, en la habitación contigua. Minúsculas campanillas doradas brillaban tenuemente en los ángulos de las almohadas de satén.

El sonido de la nieve que se deslizaba del tejado no era distinto al de un hombre que saltara desde la valla al jardín. Cada vez que lo oía, a Musashi se le erizaba el cabello, como si los nervios llegaran hasta sus mismas puntas.

Yoshino sintió que la recorría un escalofrío. Era la hora más fría de la noche, poco antes del amanecer, y no obstante su incomodidad no se debía al frío sino a la presencia de aquel hombre obstinado. Era una sensación que entraba en conflicto, de una manera complicada y rítmica, con la atracción que experimentaba hacia él.

La tetera sobre el fuego empezó a silbar, un sonido alegre que serenó a la mujer, la cual sirvió el té con lentos movimientos.

—Pronto amanecerá. Toma una taza de té y caliéntate junto al fuego.

—Gracias —dijo Musashi sin moverse.

—Ya está listo —volvió a decir ella, y no insistió más.

Lo último que deseaba era convertirse en un fastidio. Sin embargo, estaba un poco ofendida al ver que el té iba a desperdiciarse. Cuando ya estaba demasiado frío para beberlo, lo echó en un pequeño cubo que tenía para ese fin. Se preguntó de qué servía ofrecer té a un rústico como aquel joven, para quien las sutilezas de tomar té no significaban nada.

Aunque estaba de espaldas a ella, Yoshino se daba cuenta de que todo su cuerpo estaba tenso como una armadura de acero. Una expresión de simpatía apareció en el rostro de la mujer.

—Musashi.

—¿Qué?

—¿Contra quién estás en guardia?

—Contra nadie, tan sólo estoy intentando no relajarme demasiado.

—¿A causa de tus enemigos?

—Naturalmente.

—En el estado en que te encuentras, si te atacaran de improviso en masa, morirías en el acto. Estoy segura de ello, y eso me entristece.

Él no le respondió.

—Una mujer como yo no sabe nada del arte de la guerra, pero después de observarte esta noche tengo la terrible sensación de que he visto a un hombre que pronto será vencido. De algún modo te envuelve la sombra de la muerte. En tales condiciones, ¿está seguro un guerrero que en cualquier momento puede tener que enfrentarse a una docena de espadas? ¿Puede un hombre así confiar en que saldrá victorioso?

Aunque su tono expresaba comprensión y simpatía, estas palabras inquietaron a Musashi, el cual se volvió en redondo, avanzó hasta el hogar y se sentó frente a la cortesana.

—¿Me estás diciendo que soy inmaduro?

—¿Te has enfadado?

—Nada de lo que una mujer diga hará que me enfade, pero me interesa saber por qué crees que actúo como un hombre al que pronto van a matar.

Era dolorosamente consciente de la red de espadas, estrategias y maldiciones tejida en torno a él por los partidarios de los Yoshioka. Había previsto un intento de venganza, y en el patio del Rengeōin había pensado en la posibilidad de ocultarse, pero eso habría sido una descortesía hacia Kōetsu y la ruptura de la promesa que le había hecho a Rin'ya. Sin embargo, mucho más decisivo era su deseo de que no le acusaran de huir porque tenía miedo.

Después de volver a la Ōgiya, pensó que había mostrado una admirable compostura. Ahora Yoshino se reía de su inmadurez. Esto no le habría molestado si ella se burlara a la manera de las cortesanas, pero parecía perfectamente seria.

Aunque afirmaba no estar enfadado, su mirada, fija en el blanco rostro de la mujer, era tan penetrante como la punta de una espada.

—Explícame lo que has dicho —le pidió. Como ella no le respondió de inmediato, añadió—: O tal vez sólo estabas bromeando.

En las mejillas de Yoshino reaparecieron los hoyuelos que se habían desvanecido.

—¿Cómo puedes decir tal cosa? —Se echó a reír, sacudiendo la cabeza—. ¿Crees que bromearía sobre algo tan serio como un guerrero?

—Bien, ¿qué querías decir? ¡Dímelo!

—De acuerdo. Puesto que pareces tan deseoso de saberlo, intentaré explicártelo. ¿Estabas escuchando cuando tocaba el laúd?

—¿Qué tiene eso que ver?

—Tal vez es una tontería preguntártelo. Estás tan tenso que tus oídos difícilmente podrían captar los tonos finos, sutiles de la música.

—No, eso no es cierto. Estaba escuchando.

—¿Se te ocurrió preguntarte cómo todas esas complicadas combinaciones de tonos bajos y altos, frases fuertes y débiles, pueden producirse con sólo cuatro cuerdas?

—Escuchaba el relato. ¿Qué más debía oír?

—Mucha gente lo hace, pero me gustaría hacer una comparación entre el laúd y un ser humano. En vez de exponer la técnica para tocar el instrumento, permíteme recitar un poema de Po Chü-i en el que describe los sonidos del laúd. Estoy segura de que lo conoces.

Su frente se arrugó ligeramente mientras entonaba el poema en voz baja, en un estilo equidistante entre el canto y la recitación.

Las cuerdas grandes murmuraban como la lluvia,

las cuerdas pequeñas susurraban como si contaran un secreto,

murmuraban, susurraban... y entonces se entremezclaban

como perlas grandes y pequeñas vertidas en una fuente de jade.

Oíamos el canto líquido de una oropéndola oculta entre las flores.

Oíamos un arroyo que sollozaba amargamente a lo largo de un banco de arena...

Por el súbito cese de su fría pulsación, la misma cuerda parecía rota

como si no pudiera pasar, y las notas, extinguiéndose

en una hondura de pesar y ocultación del lamento,

decían más en silencio de lo que habían dicho al sonar...

Un jarrón de plata se rompió abruptamente con un borbotón de agua,

y de allí salieron con ímpetu caballos revestidos de armaduras y armas que entrechocaron y golpearon,

y antes de que ella dejara su plectro, terminó con un solo toque

y las cuatro cuerdas produjeron un solo sonido, como el de seda desgarrada.

—Así pues, como ves, un sencillo laúd puede producir una variedad infinita de tonalidades. Eso es algo que me ha asombrado siempre, desde la época en que aprendí a tocar. Un día rompí un laúd para ver qué tenía dentro. Luego intenté construir uno yo misma. Tras varios intentos más, por fin comprendí que el secreto del instrumento está en su corazón.

Se interrumpió y fue a la habitación contigua en busca del laúd. Cuando volvió a sentarse, sostuvo el instrumento por el clavijero, manteniéndolo en posición vertical delante de él.

—Si examinas el interior, verás por qué son posibles las variaciones tonales.

Cogió un afilado cuchillo y lo clavó con rapidez y fuerza en el dorso en forma de pera del laúd. Tres o cuatro diestros golpes y el trabajo estuvo hecho, de una manera tan rápida y decisiva que Musashi casi esperó ver manar sangre del instrumento. Incluso sintió una leve punzada de dolor, como si la hoja hubiera cortado su propia carne. Dejando el cuchillo detrás de ella, Yoshino alzó el laúd para que él pudiera ver su estructura.

Musashi miró primero el rostro de la mujer y luego el laúd roto, y se preguntó si realmente poseía el elemento de violencia que había exhibido al manejar el arma. Seguía sintiendo el dolor punzante producido por el ruido chirriante de los cortes.

—Como puedes ver —le dijo ella—, el interior del laúd es casi completamente hueco. Todas las variaciones proceden de esta única pieza transversal cerca del centro. Esta sola pieza equivale a los huesos, los órganos vitales, el corazón del instrumento. Si fuese totalmente recto y rígido, el sonido sería monótono, pero ha sido desbastado hasta darle una forma curva. Esto, por sí solo, no podría crear la variedad infinita del laúd, la cual se consigue dando a la pieza transversal cierto margen para que vibre en cada extremo. Por decirlo de otra manera, la riqueza tonal se debe a que existe cierta libertad de movimiento, cierta relajación, en los extremos del núcleo.

—Lo mismo sucede con las personas. Debemos tener flexibilidad, nuestro espíritu ha de ser capaz de moverse libremente. Si uno está demasiado tenso y rígido, es quebradizo y no tiene capacidad de reacción.

Los ojos de Musashi no se apartaban del laúd. Tampoco despegó los labios. Ella siguió diciendo:

—Esto debería ser evidente para todo el mundo, pero ¿no es una característica de la gente volverse rígida? Con un solo toque del plectro puedo hacer que las cuatro cuerdas del laúd suenen como una lanza, una espada, una nube que se rasga, debido al sutil equilibrio entre firmeza y flexibilidad en el núcleo de madera. Esta noche, cuando te vi por primera vez, no percibí en ti ni un ápice de flexibilidad..., sólo tensión, una rigidez inflexible. Si la pieza transversal del laúd estuviera tan tirante y rígida como tú, un solo toque del plectro rompería una cuerda, tal vez incluso la misma caja de resonancia. Es posible que fuese presuntuosa al decirte lo que te dije, pero estaba preocupada por ti. No bromeaba ni me reía de ti. ¿Lo comprendes?

Un gallo cantó a lo lejos. La luz del sol, reflejada por la nieve, penetró a través de las rendijas en los postigos contra la lluvia. Musashi permaneció sentado, contemplando el cuerpo mutilado del laúd y las astillas esparcidas por el suelo. No oyó el canto del gallo ni se fijó en que había amanecido.

—Ah, ya es de día —dijo Yoshino.

Parecía lamentar que hubiera terminado la noche. Extendió la mano para coger más leña antes de darse cuenta de que no quedaba un solo trozo.

Los sonidos de la mañana, las puertas que crujían al abrirse, el piar de los pájaros, invadían la habitación, pero Yoshino no hizo ningún movimiento para cerrar los postigos contra la lluvia. Aunque el fuego se había extinguido, la sangre corría cálidamente por sus venas.

Las muchachas que la atendían no ignoraban que no debían abrir la puerta de la casita hasta que ella las llamara.

Una enfermedad del corazón

Al cabo de un par de días, la nieve se había fundido y las cálidas brisas primaverales estimulaban a una miríada de nuevos capullos a desarrollarse plenamente. El sol era intenso e incluso las prendas de algodón resultaban incómodas.

Un joven monje zen, con el kimono salpicado de barro hasta la cintura, permanecía ante la entrada de la residencia del señor Karasumaru. Al no obtener respuesta a sus repetidas llamadas a la puerta, se encaminó a los aposentos de los servidores y se puso de puntillas para echar un vistazo a través de la ventana.

—¿Qué quieres, sacerdote? —le preguntó Jōtarō.

El monje giró sobre sus talones y se quedó boquiabierto. No podía imaginar qué estaba haciendo aquel granujilla en el patio de la casa del señor Karasumaru.

—Si pides limosna, tendrás que dar la vuelta e ir a la cocina —añadió el muchacho.

—No he venido a pedir limosna —replicó él monje, y se sacó una caja de cartas del kimono—. Soy del Nansōji, en la provincia de Izumi. Esta carta es para Takuan Sōhō, y tengo entendido que se aloja aquí. ¿Eres uno de los recaderos?

—Claro que no. Soy un huésped, como Takuan.

—¿Es eso cierto? En tal caso, ¿querrías decirle a Takuan que estoy aquí?

—Espera, iré a buscarle.

Al entrar de un salto en el vestíbulo, Jōtarō tropezó con el pie de un biombo y las mandarinas que guardaba en el interior del kimono cayeron al suelo. Se apresuró a recogerlas y corrió hacia las habitaciones interiores.

Poco después regresó para informar al monje de que Takuan estaba ausente.

—Dicen que ha ido al Daitokuji.

—¿Sabes cuándo volverá?

—Dicen que muy pronto.

—¿Hay algún sitio donde pueda esperarle sin molestar a nadie?

Jōtarō entró en el patio dando brincos y condujo al sacerdote al establo.

—Puedes esperar aquí —le dijo—. No estorbarás a nadie.

El establo estaba lleno de paja, ruedas de carreta, estiércol de vaca y una diversidad de cosas, pero antes de que el sacerdote pudiera abrir la boca, Jōtarō echó a correr a través del jardín hacia una casita en el extremo occidental de la propiedad.

—¡Otsū! —gritó—. Te he traído unas mandarinas.

El médico del señor Karasumaru le había dicho a Otsū que no tenía nada que temer. La joven le creyó, aunque ella misma podía comprobar lo delgada que estaba tocándose la cara. La fiebre persistía y no había recobrado el apetito, pero aquella mañana le había murmurado a Jōtarō que le gustaría comer una mandarina.

Abandonando su lugar al lado de la cama, el chico fue primero a la cocina, donde le informaron de que no había mandarinas en la casa. Al no encontrarlas en las verdulerías ni otras tiendas de alimentos, se dirigió al mercado de Kyōgoku. Había allí una amplia variedad de artículos: hilo de seda, prendas de algodón, aceite para lámparas, pieles, etcétera..., pero ni una sola mandarina. Tras abandonar el mercado, se sintió esperanzado un par de veces al ver unos frutos de color anaranjado tras los muros de jardines particulares, que resultaron ser naranjas amargas y membrillos.

Después de recorrer casi media ciudad, logró su objetivo recurriendo al robo. La ofrenda delante del santuario shintoísta consistía en montoncitos de patatas, zanahorias y mandarinas. Se metió la fruta bajo el kimono y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie le había visto. Temeroso de que el dios ultrajado se materializase de un momento a otro, rogó durante todo el camino de regreso a la casa de Karasumaru: «Por favor, no me castigues. No voy a comérmelas yo mismo».

Colocó las mandarinas en hilera, ofreció una a Otsū y se la mondó. Ella desvió la cabeza, negándose a tocarla.

—¿Qué te ocurre?

Cuando se inclinó adelante para mirarle la cara, ella hundió la cabeza en la almohada.

—No me ocurre nada —respondió entre sollozos.

—Has empezado a llorar de nuevo, ¿eh? —dijo Jōtarō, chasqueando la lengua.

—Lo siento.

—No me pidas disculpas. Lo único que quiero es que te comas una mandarina.

—Luego.

—Bueno, por lo menos cómete la que acabo de pelar, por favor.

—Aprecio tu amabilidad, Jō, pero ahora no puedo comer nada.

—Eso es porque lloras demasiado. ¿Por qué estás tan triste?

—Lloro porque soy feliz..., porque eres tan bueno conmigo.

—No me gusta verte así. También a mí me entran ganas de llorar.

—Dejaré de hacerlo, te lo prometo. Ahora dime, ¿me perdonarás?

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