Authors: Eiji Yoshikawa
—¡Espera! —gritó el muchacho, excitado—. ¡Mira esto!
—¡No es más que un trapo viejo y sucio! ¿Para qué lo quieres?
—Pertenece a Musashi.
—¿A Musashi? —dijo ella, corriendo hacia él.
—Sí, es suyo —respondió Jōtarō, mientras sujetaba la toalla de mano por las puntas para mostrársela—. Lo recuerdo. Procede de la casa de la viuda de Nara donde nos alojamos. Mira esto: tiene teñido el dibujo de una hoja de arce y un ideograma que se lee «Lin». Así se llama el propietario del restaurante que hay allí.
—¿Crees que Musashi ha estado aquí? —preguntó Otsū, mirando frenéticamente a su alrededor.
Jōtarō se irguió casi hasta la altura de la joven y gritó a voz en cuello:
—¡Sensei! [maestro]
Se oyó un ruido susurrante en el bosquecillo. Ahogando un grito, Otsū giró sobre sus talones y echó a correr hacia los árboles, seguida por el muchacho.
—¿Adonde vas? —le preguntó Jōtarō.
—¡Musashi acaba de huir!
—¿Por dónde?
—Por allí.
—No le veo.
—¡Allí, entre los árboles!
Tuvo un atisbo de la figura de Musashi, pero su alegría momentánea fue sustituida de inmediato por la aprensión, pues el fugitivo aumentaba rápidamente la distancia que les separaba. Corrió tras él con toda la fuerza de sus piernas. Jōtarō corría a su lado, sin creer que la joven hubiera visto realmente a Musashi.
—¡Te equivocas! —le gritó—. Debe tratarse de otra persona. ¿Por qué Musashi habría de huir?
—¡Mira!
—¿Dónde?
—¡Allí! —Aspiró hondo y, forzando la voz al máximo, gritó—: ¡Musashi! —Pero apenas había proferido el grito frenético cuando tropezó y cayó. Jōtarō la ayudó a incorporarse, y ella le gritó—: ¿Por qué no le llamas también? ¡Vamos, llámale!
En vez de hacer lo que ella le pedía, el muchacho se quedó inmóvil y la miró a la cara. Había visto aquel semblante en otra ocasión, con los ojos inyectados en sangre, las cejas como agujas, la nariz y la mandíbula cerúleas. ¡Era el rostro de la máscara! La máscara de la mujer loca que le dio la viuda en Nara. A la cara de Otsū le faltaba la curiosa curvatura de la boca, pero por lo demás el parecido era idéntico. Jōtarō se apresuró a retirar las manos y retrocedió asustado.
Otsū siguió riñéndole.
—¡No podemos abandonar! ¡Si le dejamos escapar ahora, nunca volverá! ¡Llámale! ¡Haz que vuelva!
Algo en el interior de Jōtarō se resistía, pero la expresión de Otsū le hizo ver que sería inútil tratar de razonar con ella. Echaron a correr de nuevo, y también él empezó a gritar con toda la fuerza de sus pulmones.
Más allá del bosque había una colina baja, á lo largo de cuyo pie se extendía el camino de Tsukigase a Iga.
—¡Es Musashi! —exclamó Jōtarō.
Al llegar al camino el muchacho pudo ver con claridad a su maestro, pero Musashi estaba demasiado lejos para que pudiera oír sus gritos.
Otsū y Jōtarō corrieron hasta quedarse sin aliento y con la voz ronca. Sus gritos resonaban a través de los campos. En el borde del valle perdieron de vista a Musashi, el cual se dirigió en línea recta al frondoso bosque que cubría el pie de las colinas.
Se detuvieron y quedaron allí, tan tristes como unos niños abandonados. Unas nubes blancas se extendían por el cielo, mientras el murmullo de un arroyo acentuaba su soledad.
—¡Está loco! ¡Ha perdido el juicio! ¿Cómo ha podido dejarme así? —Jōtarō dio una patada al suelo.
Otsū se apoyó en un gran castaño y dio rienda suelta a las lágrimas. Ni siquiera su gran amor por Musashi, un amor por el que ella lo habría sacrificado todo, era capaz de retenerlo. Estaba perpleja, dolida e indignada. Sabía cuál era el objetivo de Musashi en la vida y por qué la evitaba, lo había sabido desde aquel día en el puente de Hanada. Aun así, no podía comprender por qué la consideraba una barrera entre él y su meta. ¿Por qué la presencia de Otsū habría de debilitar la determinación de Musashi? ¿O acaso era eso una excusa? ¿Sería la verdadera razón el hecho de que no le gustaba lo suficiente? Eso tal vez tendría más sentido. Y sin embargo..., sin embargo Otsū había llegado a comprender a Musashi cuando le vio atado en el árbol del Shippōji. No creía que fuese la clase de hombre que miente a una mujer. Si no estuviera interesado por ella, se lo habría dicho así, pero lo cierta era que él le había confesado en el puente de Hanada que le gustaba mucho. Recordó sus palabras con tristeza.
Como era huérfana, cierta frialdad le impedía confiar en mucha gente, pero cuando depositaba su confianza en alguien lo hacía sin reservas. En aquel momento le parecía que no había nadie, salvo Musashi, por quien valiera la pena vivir o con quien pudiera contar. La traición de Matahachi fue una dura lección que le enseñó lo cuidadosa que debía ser al juzgar a los hombres. Pero Musashi no era Matahachi, y ella no sólo había decidido que viviría por él al margen de lo que sucediera, sino que ya estaba convencida de que jamás lo lamentaría.
Pero ¿por qué no le había dicho él una sola palabra? Eso era más de lo que podía soportar. Las hojas del castaño se agitaban, como si el mismo árbol la comprendiera y simpatizara con ella.
El amor que sentía por él era parejo a la cólera que experimentaba. No sabía si aquél era su destino o no, pero su espíritu desgarrado por la aflicción le decía que no existía para ella una vida real separada de Musashi.
Jōtarō, que estaba mirando el camino, musitó:
—Por ahí viene un sacerdote..
Otsū no le prestó atención.
El mediodía estaba próximo y el cielo se había vuelto de un azul profundo y transparente. El monje que bajaba por la ladera a lo lejos parecía haber salido de las nubes, como si no tuviera ninguna conexión con la tierra. Cuando estaba cerca del castaño, miró hacia allí y vio a Otsū.
—¿Qué es todo esto? —exclamó, y al oír su voz Otsū alzó la vista.
Una expresión de asombro apareció en sus ojos hinchados por las lágrimas.
—¡Takuan!
En su estado actual, vio en Takuan Sōhō un salvador. Se preguntó si estaría soñando.
Aunque ver a Takuan conmocionó a Otsū, el descubrimiento de ésta no hizo más que confiar al monje algo que había sospechado. Resultó que su llegada no era ni un accidente ni un milagro.
Desde hacía largo tiempo, Takuan tenía relaciones amistosas con la familia Yagyū, el conocimiento de la cual se remontaba a la época en que, siendo un joven monje en el Sangen'in del Daitokuji, entre sus deberes figuraban los de limpiar la cocina y preparar pasta de habichuelas.
En aquellos tiempos, el Sangen'in, entonces conocido como el «Sector norte» del Daitokuji, había sido famoso como lugar de reunión de samurais «fuera de lo corriente», es decir, samurais que tendían a pensar filosóficamente en el significado de la vida y la muerte, hombres que sentían la necesidad de estudiar los asuntos del espíritu, así como las habilidades técnicas de las artes marciales. Los samurais acudían allí en mayor número que los monjes zen, y uno de los resultados de esta situación fue que el templo llegó a ser conocido como terreno abonado de la rebelión.
Entre los samurais que acudían con frecuencia figuraban Suzuki Ihaku, el hermano del señor Kōizumi de Ise, Yagyū Gorōzaemon, el heredero de la casa de Yagyū, y el hermano de éste, Munenori, el cual en seguida le cobró afecto a Takuan, y desde entonces los dos habían sido amigos. Durante una serie de visitas al castillo de Koyagyū, Takuan conoció a Sekishūsai y sintió un gran respeto por el anciano. Sekishūsai también cobró afecto al joven monje, que le parecía muy prometedor.
Recientemente Takuan había pasado algún tiempo en el Nansōji, un templo situado en la provincia de Izumi, desde donde había enviado una carta en la que se interesaba por la salud de Sekishūsai y Munenori. La larga respuesta de Sekishūsai decía, entre otras cosas:
«Últimamente he sido muy afortunado. Munenori ha obtenido un puesto en la administración Tokugawa, en Edo, y mi nieto, que abandonó el servicio al señor Katō de Higo y fue a estudiar por su cuenta, está haciendo progresos. Yo mismo tengo a mi servicio a una hermosa joven que no sólo toca bien la flauta sino que conversa conmigo, y tomamos el té juntos, hacemos arreglos florales y componemos poemas. Es la alegría de mi ancianidad, una flor que medra en lo que de otro modo sería una cabaña vieja, desvencijada y fría. Como dice que es de Mimasaka, cerca de tu pueblo natal, y que fue criada en un templo llamado Shippōji, imagino que tú y ella tenéis mucho en común. Resulta agradabilísimo tomar el sake por la noche con el acompañamiento de una flauta bien tocada, y como estás tan cerca de aquí, confío en que vengas y disfrutes de ese placer conmigo».
Bajo cualquier circunstancia le habría resultado difícil a Takuan rechazar la invitación, pero la certeza de que la joven descrita en la carta era Otsū hizo que se apresurase a aceptar.
Mientras los tres se dirigían a la casa de Sekishūsai, Takuan hizo muchas preguntas a Otsū, a las que ella respondió sin reserva alguna. Le dijo qué había estado haciendo desde la última vez que le vio en Himeji, lo que había sucedido aquella mañana y sus sentimientos con respecto a Musashi.
El monje escuchó su penosa historia asintiendo pacientemente. Cuando terminó le dijo:
—Supongo que las mujeres sois capaces de elegir maneras de vivir que no serían posibles para los hombres. Imagino que deseas mis consejos sobre el camino que deberías seguir en el futuro.
—Oh, no.
—Bueno...
—Ya he decidido lo que voy a hacer.
Takuan la examinó atentamente. Ella se había detenido y tenía la vista baja. Parecía sumida en la desesperación, y, no obstante, había cierta fuerza en el tono de su voz que obligó a Takuan a una nueva apreciación.
—Si hubiera tenido alguna duda, si hubiera creído que abandonaría mi empresa, nunca me habría ido del Shippōji —le dijo ella—. Aún estoy decidida a encontrar a Musashi. Lo único que me preocupa es si esto le causará dificultades, si el hecho de que yo siga viviendo le causará infelicidad. ¡En ese caso tendré que hacer algo al respecto!
—¿Qué quieres decir?
—No puedo decírtelo.
—¡Ten cuidado, Otsū!
—¿De qué?
—Bajo este sol brillante y alegre, el dios de la muerte está tirando de ti.
—Yo... no sé a qué te refieres.
—Es comprensible que no lo sepas, porque el dios de la muerte te presta fuerza. Serías una necia si murieses, Otsū, sobre todo por nada más que un amorío unilateral. —Takuan se echó a reír.
Otsū se estaba enfadando de nuevo. Pensó que era como si hablara con una pared, pues Takuan nunca había estado enamorado, y era imposible que quien no lo hubiera experimentado comprendiera lo que ella sentía. Intentar explicarle sus sentimientos era como tratar de explicar el budismo zen a un imbécil. Pero de la misma manera que en el zen había verdad, tanto si un imbécil podía comprenderlo como si no, había personas que morirían por amor, tanto si Takuan podía comprenderlo como si no. Para una mujer, por lo menos, el amor era un asunto mucho más serio que los importunos acertijos de un sacerdote zen. A quien era presa de un amor que significaba la vida o la muerte, ¿qué le importaba cómo sonaba aplaudir con una sola mano? Otsū se mordió el labio y juró que no diría más.
Takuan se puso serio.
—Deberías haber nacido hombre, Otsū. Un hombre con la fuerza de voluntad que tú tienes, sin duda conseguiría algo por el bien del país.
—¿Significa eso que está mal que exista una mujer como yo? ¿Porque podría perjudicar a Musashi?
—No tergiverses mis palabras, pues no me refería a eso. Pero por mucho que quieras a Musashi, él sigue huyendo, ¿no es cierto? ¡Y me atrevería a decir que nunca lo atraparás!
—No estoy haciendo esto porque me guste hacerlo. No puedo evitarlo. ¡Le quiero!
—¡Dejo de verte durante algún tiempo y en cuanto volvemos a encontrarnos descubro que te portas como todas las mujeres!
—Pero ¿es que no lo comprendes? Oh, no importa, no hablemos más de ello. ¡Un brillante sacerdote como tú jamás comprenderá los sentimientos de una mujer!
—No sé qué responder a eso. Pero es cierto: las mujeres me dejan perplejo.
Otsū se apartó de él y dijo:
—Vámonos, Jōtarō.
Takuan se quedó mirando como se iban los dos por un camino lateral. Con un triste movimiento de las cejas, el monje llegó a la conclusión de que no podía hacer nada más. La llamó:
—¿No vas a despedirte de Sekishūsai antes de ponerte en camino?
—Le diré adiós en mi corazón. Él sabe que no pretendí quedarme tanto tiempo en su casa.
—¿No volverás a considerarlo?
—¿Considerar qué?
—Pues... Era agradable vivir en las montañas de Mimasaka, pero aquí también lo es. Éste es un lugar apacible y tranquilo, y la vida es sencilla. Antes que verte regresar al mundo ordinario, con su desdicha y sus penalidades, quisiera verte vivir en paz, entre estas montañas y arroyos, como esos ruiseñores a los que oímos cantar.
—¡Ja, ja! ¡Muchísimas gracias, Takuan!
El monje suspiró, dándose cuenta de que era impotente ante aquella mujer tan voluntariosa y decidida a seguir ciegamente el camino que había elegido.
—Puedes reírte, Otsū, pero el camino que estás emprendiendo es una senda de oscuridad.
—¿Oscuridad?
—Te criaste en un templo, y deberías saber que el camino de oscuridad y deseo sólo conduce a la frustración y la desdicha, más allá de la salvación.
—Jamás, desde que nací, ha existido para mí un camino de luz.
—¡Pero lo hay, lo hay! —Volcando todas sus energías en esta súplica, Takuan se acercó a la muchacha y le cogió la mano. Deseaba desesperadamente que confiara en él.
—Hablaré de ello con Sekishūsai —le ofreció—. De la manera en que podrías vivir feliz. Aquí, en Koyagyū, puedes encontrar un buen marido, tener hijos y hacer las cosas que hacen las mujeres. Tu presencia mejoraría ese pueblo, y eso también te haría más feliz.
—Comprendo que tratas de ayudarme, pero...
—¡Hazlo! ¡Te lo ruego!
Cogiéndola de la mano, miró a Jōtarō y dijo:
—¡Ven tú también, chico!
Jōtarō sacudió la cabeza con decisión.
—Yo no. Voy a seguir a mi maestro.
—Haz lo que quieras, pero por lo menos regresa al castillo para despedirte de Sekishūsai.
—¡Ah, me olvidaba! —exclamó Jōtarō—. Dejé mi máscara allí. —Echó a correr como un rayo, sin que le turbaran los caminos de oscuridad y los de luz.