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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (131 page)

BOOK: Musashi
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«Este joven aún lleva flequillo —se dijo maravillado—, pero debe de ser alguien, si se asocia con samurais de esa categoría.» Al fin y al cabo, el patrón de los carpinteros era un alma sencilla, y la cualidad que más admiraba en aquel individuo era, claramente, la fuerza bruta. Su admiración hacia Kojirō se intensificó.

Inclinándose hacia el samurai, le dijo:

—Permíteme que te haga una proposición. Siempre tengo cuarenta o cincuenta patanes perdiendo el tiempo en mi casa. ¿Qué te parecería si construyera un dōjō y te pidiera que los adiestres?

—Bueno, no me importaría darles lecciones, pero debes comprender que muchos daimyōs me tiran de la manga con ofertas tentadoras..., dos mil, tres mil fanegas..., tanto que la verdad es que no sé qué hacer. Por otro lado, la cortesía me obliga a seguir viviendo donde estoy. De todos modos, no tengo inconveniente en ir a tu casa.

Haciendo una reverencia, Yajibei le dijo:

—Te lo agradecería en grado sumo.

—Te estaremos esperando —terció Osugi.

Jūrō y Koroku, demasiado ingenuos para reconocer la condescendencia y el autobombo en que iban envueltas las palabras de Kojirō, estaban atónitos por la liberalidad de aquel gran hombre.

Cuando el bote dobló el recodo y entró en el foso de Kyōbashi, Kojirō dijo:

—Voy a bajar aquí.

Saltó a la orilla y al cabo de unos instantes se perdió en el polvo que se cernía sobre la calle.

—Un joven muy impresionante —comentó Yajibei, todavía hechizado.

—En efecto —dijo Osugi, con convicción—. Es un auténtico guerrero. Estoy segura de que muchos daimyōs le pagarían un espléndido estipendio. —Tras una pausa, añadió melancólica—: Ojalá Matahachi fuese como él.

Al cabo de unos cinco días, Kojirō entró como Pedro por su casa en el establecimiento de Yajibei, y le acomodaron en la habitación de los invitados. Allí, los cuarenta o cincuenta sicarios disponibles le presentaron sus respetos uno tras otro. Kojirō, encantado, le dijo a Yajibei que parecía llevar una vida muy interesante.

El patrón insistió en la idea que ya le expresó cuando se conocieron.

—Como te dije, me gustaría construir un dōjō. ¿Quieres echar un vistazo a la finca?

El campo que se extendía detrás de la casa era de considerables proporciones. En un rincón colgaban unas telas recién teñidas, pero Yajibei aseguró a Kojirō que el tintorero al que había alquilado la parcela podía ser fácilmente desalojado.

—La verdad es que no necesitas un dōjō —observó Kojirō—. El terreno no da a la calle y no es probable que nadie se entrometa.

—Como tú digas, pero ¿qué ocurrirá los días lluviosos?

—Si hace mal tiempo, no vendré. Pero he de hacerte una advertencia: las sesiones de práctica serán más rudas que las de Yagyū o cualquier otra escuela de la ciudad. Si tus hombres no tienen cuidado, podrían acabar tullidos o algo peor. Será mejor que se lo aclares.

—En eso no habrá malentendidos. Eres libre de dirigir tus clases como lo creas conveniente.

Acordaron que las lecciones tendrían lugar tres veces al mes, los días tres, trece y veintitrés, si el tiempo lo permitía.

Las visitas de Kojirō a Bakurōchō eran una fuente de interminable chismorreo. A un vecino se le oyó decir: «Ahora tienen ahí a un fantasmón peor que todos los demás juntos». Su flequillo juvenil también era objeto de muchos comentarios. Según la opinión, puesto que ya debía de ser veinteañero, era hora de que siguiera la costumbre samurai de afeitarse la cabeza. Pero sólo quienes vivían en casa de Hangawara podían ver la ropa interior ricamente bordada de Kojirō, cosa que hacían cada vez que él se desnudaba el hombro para dar libre juego al brazo.

La conducta de Kojirō era exactamente la que cabía esperar de él. A pesar de que se trataba de prácticas y muchos de sus alumnos carecían de experiencia, no les daba cuartel. A la tercera lección, entre las bajas se contaban ya un hombre deformado para siempre, más cuatro o cinco que habían sufrido lesiones de menor envergadura. Los heridos no estaban lejos; sus gemidos podían oírse desde el fondo de la casa.

—¡El siguiente! —gritó Kojirō, blandiendo una larga espada de madera de níspero.

Al comienzo les había dicho que un golpe con una espada de esa clase de madera «pudrirá vuestra carne hasta el hueso».

—¿Estáis dispuestos a abandonar? Si no lo estáis, un paso adelante. De lo contrario me voy a casa —les dijo despectivamente.

Impulsado por su disgusto, uno de los hombres dijo:

—De acuerdo, lo intentaré.

Se separó del grupo, avanzó hacia Kojirō y se inclinó para coger una espada de madera. Kojirō descargó un violento golpe sobre él, dejándole tendido en el suelo.

—He aquí una lección para que veáis por qué no debéis quedar descubiertos —declaró—. Es lo peor que podéis hacer.

Con evidente presunción, miró a su alrededor las caras de los demás, unos treinta o cuarenta, la mayoría de los cuales temblaban visiblemente.

Llevaron a la última víctima al pozo y le echaron agua encima, pero no recobraba el sentido.

—Este pobre hombre está listo.

—¿Quieres decir que está... muerto?

—No respira.

Otros se acercaron corriendo para mirar a su camarada muerto. Algunos estaban airados, otros resignados, pero Kojirō no dedicó al cadáver una segunda mirada.

—Si una cosa así os asusta —les dijo en tono amenazante—, será mejor que os olvidéis de la espada. Cuando pienso que cualquiera de vosotros estaría deseando luchar si cualquiera en la calle le llamara matón o jactancioso... —Dejó la frase sin terminar, pero mientras cruzaba el campo, los pies enfundados en los calcetines de cuero, siguió sermoneándoles—: Pensad un poco en ello, mis buenos rufianes. Estáis dispuestos a desenvainar en cuanto un desconocido os pisa un pie u os roza la vaina de la espada, pero os amedrentáis cuando llega el momento de un combate real. Perderíais alegremente la vida por una mujer o por vuestro mezquino orgullo, pero no tenéis redaños para sacrificaros por una causa digna. Os dominan las emociones; sólo os mueve la vanidad, y eso no es suficiente, ni mucho menos.

Hinchó el pecho y concluyó:

—La verdad es sencilla. La única valentía verdadera, la única confianza en uno mismo auténtica proceden del adiestramiento y la autodisciplina. Desafío a cualquiera de vosotros a que se levante y luche contra mí como un hombre.

Uno de los alumnos, confiando en hacerle tragarse sus palabras, le atacó por la espalda. Kojirō se agachó, doblándose de manera que casi tocó el suelo, y el atacante voló por encima de su cabeza y aterrizó delante de él. Al cabo de un instante se oyó el fuerte crujido de la espada de níspero de Kojirō al golpear el hueso de la cadera del hombre.

—Esto es todo por hoy —dijo, arrojando la espada a un lado y yendo al pozo para lavarse las manos.

El cadáver estaba tendido al lado de la pila. Kojirō sumergió la mano en el agua y se roció la cara sin una palabra de pesar por lo ocurrido. Volvió a deslizar el brazo dentro de la manga y dijo:

—Tengo entendido que mucha gente va a ese lugar llamado Yoshiwara. Vosotros debéis de conocer el distrito muy bien. ¿Queréis enseñármelo?

Anunciar con rudeza que quería pasárselo bien o ir a beber era un hábito de Kojirō, pero sería difícil saber si se mostraba impúdico ex profeso o era encantadoramente sincero. Yajibei prefirió la interpretación más caritativa.

—¿Aún no has estado en Yoshiwara? —le preguntó, sorprendido—. Bien, tendremos que remediarlo. Yo mismo iría contigo, pero... bueno, he de quedarme aquí esta noche para velar al muerto y esas cosas.

Llamó a Jūrō y Koroku y les dio algún dinero. También les advirtió:

—Recordad que no os envío a divertiros... Sólo vais para cuidar de vuestro maestro y procurar que se lo pase bien.

Kojirō, que iba unos pasos por delante de los otros dos, no tardó en descubrir que le costaba seguir el camino, pues de noche la mayor parte de Edo estaba a oscuras, hasta un extremo inimaginable en ciudades como Kyoto, Nara y Osaka.

—Esta carretera es terrible —comentó—. Tendríamos que haber traído un farol.

—La gente se reiría de ti si fueras al barrio tolerado con un farol en la mano —replicó Jūrō—. Cuidado, señor. Ese montón de tierra sobre el que estás procede del nuevo foso. Será mejor que bajes antes de que caigas en él.

Al cabo de un rato el agua del foso adquirió una coloración rojiza, al igual que el cielo sobre el río Sumida. Una luna de primavera tardía colgaba como una gran torta blanca sobre los tejados de Yoshiwara.

—Es allí, al otro lado del puente —dijo Jūrō—. ¿Te presto una toalla de mano?

—¿Para qué?

—Para que te ocultes un poco el rostro..., así.

Jūrō y Koroku sacaron unos paños rojos de sus obis y se los ataron como si fueran pañuelos en la cabeza. Kojirō les imitó, usando un trozo de sedoso crepé bermejo.

—Eso es —dijo Jūrō—. Muy elegante.

—Te sienta muy bien.

Kojirō y sus guías se sumaron a la multitud de hombres cubiertos con pañuelos que deambulaban de una casa a otra. Al igual que el barrio Yanagimachi de Kyoto, Yoshiwara estaba brillantemente iluminado. Las entradas de las casas presentaban una alegre decoración, con cortinas rojas o amarillo claro. Algunas tenía campanillas en el fondo para avisar a las mujeres cuando entraban clientes.

Tras haber entrado y salido de dos o tres casas, Jūrō dirigió una mirada maliciosa a Kojirō.

—Es inútil que trates de ocultarlo, señor.

—¿Ocultar qué?

—Dijiste que nunca habías estado antes aquí, pero una muchacha de la última casa te ha reconocido. En cuanto entramos, soltó un gritito y fue a esconderse detrás de un biombo. Tu secreto ha sido revelado, señor.

—Es la primera vez que vengo aquí. ¿De quién me estás hablando?

—No te hagas el inocente, señor. Regresemos y te lo mostraré.

Entraron de nuevo en la casa, cuyas cortinas tenían, a modo de blasón, el dibujo de una hoja de trébol de pantano. A la izquierda estaba escrita la palabra «Sumiya» en caracteres bastante pequeños.

Las pesadas vigas de la casa y los imponentes corredores recordaban la arquitectura de los templos de Kyoto, pero los materiales, llamativos por su novedad, daban al traste con el intento de crear una atmósfera de tradición y dignidad. Kojirō sospechaba que las plantas de marisma todavía medraban bajo el suelo.

El gran salón en el piso superior adonde les condujeron no había sido aseado después de que se marcharan los clientes anteriores. Tanto en la mesa como en el suelo estaban diseminados restos de comida, papel de seda, mondadientes y otras cosas. La doncella que acudió a limpiar realizó su tarea con la misma laboriosidad que si fuese una jornalera.

Cuando llegó Onao para ponerse a sus órdenes, dejó bien claro que estaba muy atareada. Afirmó que apenas tenía tiempo de dormir y que otros tres años de trabajo a un ritmo tan frenético la llevarían a la tumba. Las mejores casas de Kyoto procuraban mantener la ficción de que su razón de ser consistía en agasajar y satisfacer a sus clientes. Allí el propósito evidente era aliviar a los hombres de su dinero lo más rápidamente posible.

—De modo que éste es el barrio de placer de Edo —dijo despectivamente Kojirō, echando una mirada crítica a los agujeros dejados por los nudos desprendidos de la madera en el techo—. De pacotilla, diría yo.

—Pero esto es sólo temporal —protestó Onao—. El edificio que estamos construyendo ahora será mejor que cualquiera que hayas visto en Kyoto o Fushimi. —Miró fijamente a Kojirō—. ¿Sabes, señor? Te he visto antes en otra parte. ¡Ah, sí! Fue el año pasado, en la carretera de Kōshū.

Kojirō se había olvidado del encuentro fortuito, pero ahora, al recordarlo, dijo con una brizna de interés:

—Vaya, es cierto. Supongo que nuestros sinos deben de estar entrecruzados.

—Así lo parece —dijo Jūrō, riendo—, pues hay aquí una muchacha que te recuerda.

Mientras bromeaba acerca del pasado de Kojirō, describió la cara de la muchacha y su indumentaria, y pidió a Onao que la llamara.

—Ya sé a cuál te refieres —dijo Onao, y salió en su busca.

Transcurrió bastante tiempo, y como la mujer aún no había regresado, Jūrō y Koroku salieron al pasillo y la llamaron batiendo palmas. Tuvieron que hacerlo varias veces antes de que por fin se presentara Onao.

—La muchacha por la que preguntáis no está aquí —les dijo.

—Pues estaba hace un rato.

—Es extraño, como se lo he dicho al dueño. Cuando estábamos en el puerto de Kobotoke, pasó ese samurai con el que estáis ahora, caminando por la carretera, y en esa ocasión ella también desapareció.

Detrás de la Sumiya se alzaba el armazón del nuevo edificio, con el tejado en parte terminado y sin paredes.

—¡Hanagiri! ¡Hanagiri!

Ése era el nombre que habían puesto a Akemi, la cual estaba escondida detrás de un rimero de tablas y un montón de virutas. Varias veces quienes la buscaban habían pasado tan cerca de ella que se había visto obligada a contener la respiración.

«¡Qué asco!», pensó. Durante los primeros minutos había dirigido su cólera sólo contra Kojirō, pero ya se había extendido hasta abarcar a todos los miembros del sexo masculino: Kojirō, Seijūrō, el samurai del Hachiōji, los clientes que la maltrataban cada noche en la Sumiya. Todos los hombres eran sus enemigos, todos eran abominables.

Excepto uno, el correcto, el único que sería como Musashi, el que ella buscaba sin cesar. Tras haber abandonado la esperanza de conseguir al Musashi verdadero, ahora se había persuadido de que sería consolador fingir que estaba enamorada de alguien similar a él. Con gran disgusto suyo, no encontraba a nadie que se le pareciera ni remotamente.

—¡Ha-na-gi-ri!

Quien la llamaba a voz en cuello era el mismo Shōji Jinnai, el cual gritó primero desde el fondo de la casa y luego se aproximó más al lugar donde ella estaba escondida.

Le acompañaban Kojirō y los otros dos hombres. Se habían quejado largo y tendido, haciendo que Jinnai repitiera sus disculpas una y otra vez, pero finalmente salieron a la calle.

Al verles salir, Akemi suspiró aliviada y esperó hasta que Jinnai regresó a la casa. Entonces echó a correr hacia la puerta de la cocina.

Cuando la doncella de la cocina la vio entrar, le preguntó estupefacta:

—Pero, cómo, Hanagiri, ¿has estado todo el tiempo ahí afuera?

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