Authors: Eiji Yoshikawa
—Eh, despierta.
—¿Qué ha pasado?
—Abrió los ojos y discernió vagamente un pequeño grupo de gente.
—¿Estás despierto?
—¿Te encuentras bien?
Azorado por la atención de que era objeto, recogió su espada de madera y estaba a punto de alejarse cuando un empleado de la posada le cogió del brazo.
—Espera un momento —le dijo en tono brusco—. ¿Qué le ha ocurrido a la mujer que estaba contigo?
Jōtarō miró a su alrededor y tuvo la impresión de que los demás también eran de la posada, tanto huéspedes como empleados. Algunos de ellos llevaban palos, mientras que otros sostenían redondos farolillos de papel.
—Llegó un hombre y dijo que os habían atacado y un rōnin se había llevado a la mujer. ¿Sabes por dónde han ido?
Jōtarō, todavía aturdido, sacudió la cabeza.
—Eso es imposible. Debes de tener alguna idea.
Jōtarō señaló en la primera dirección que se le ocurrió.
—Ahora lo recuerdo. Fue por ahí.
No quería decir lo que había ocurrido realmente, temeroso de que Daizō le regañara por su intervención, pero también temía admitir delante de aquellas personas que el rōnin le había derribado.
A pesar de la vaguedad de su respuesta, los hombres echaron a correr y, al cabo de un rato, uno de ellos gritó:
—Allí está.
Los farolillos formaron un círculo alrededor de Akemi, que yacía en una postura desgarbada donde había sido abandonada, sobre un montón de heno en el cobertizo de un granjero. El ruido de las pisadas la hizo volver en sí y se levantó. Tenía abierta la parte delantera del kimono y el obi yacía en el suelo. El heno se le había adherido al cabello y la ropa.
—¿Qué ha ocurrido?
Aunque todos tenían en la lengua la palabra «violación», nadie se atrevió a pronunciarla. Ni siquiera pasó por sus mentes la idea de perseguir al malhechor. Creían que lo sucedido a Akemi, fuera lo que fuese, era algo que ella misma se había buscado.
—Vamos, vuelve con nosotros —le dijo uno de los hombres, cogiéndola de la mano.
Akemi se apresuró a retirar la mano. Apoyando la cabeza tristemente en la pared, rompió en amargas lágrimas.
—Parece bebida.
—¿Cómo se ha puesto así?
Jōtarō había observado la escena desde cierta distancia. No entendía con detalle lo que le había sucedido a Akemi, pero de alguna manera le recordó una experiencia que no tenía nada que ver con ella. Sintió de nuevo la emoción de estar tendido en el cobertizo del forraje con Kocha, en Koyagyū, junto con el temor, extrañamente excitante, de unas pisadas que se aproximaban. Sin embargo, su placer se evaporó en seguida.
—Será mejor que regrese —dijo decididamente.
A medida que apresuraba el paso, su espíritu, al regresar de su viaje a lo desconocido, le impulsó a cantar.
Viejo Buda metálico que estás en el campo,
¿has visto a una chica de dieciséis años?
¿No conoces a una muchacha que se ha extraviado?
Cuando te preguntan, contestas «Clang».
Cuando te golpean, dices «Bong».
Jōtarō avanzó a paso vivo, prestando escasa atención al camino. De repente se detuvo y miró a su alrededor, preguntándose si se habría extraviado. «No recuerdo haber pasado antes por aquí», pensó con nerviosismo.
Varias casas de samurais bordeaban los restos de una antigua fortaleza. Una sección del recinto había sido reconstruida para servir como residencia oficial de Ōkubo Nagayasu, el administrador nombrado recientemente, pero el resto de la zona, que se alzaba como un montículo natural, estaba cubierto de maleza y árboles. La muralla de piedra era una ruina, pues muchos años antes había sido asaltada por un ejército invasor. La fortificación parecía primitiva comparada con los recintos fortificados construidos en los últimos cuarenta o cincuenta años. No tenía foso ni puente, nada que se pudiera describir apropiadamente como una muralla de castillo. Probablemente había pertenecido a la nobleza rural de la zona en la época anterior a la gran guerra civil tras la cual los daimyō incorporaron sus dominios rurales en principados feudales de mayor tamaño.
A un lado de la carretera se extendían campos de arroz y tierras pantanosas; en el otro las murallas y, más allá, un risco en cuya cima debió de levantarse en otro tiempo la fortaleza.
Mientras trataba de orientarse, Jōtarō examinó el risco. Vio que algo se movía, se detenía y volvía a moverse. Al principio parecía un animal, pero pronto la silueta que se movía sigilosamente se convirtió en el contorno de un hombre. Jōtarō sintió un escalofrío, pero permaneció como clavado donde estaba.
El hombre descolgó una cuerda con un gancho fijado en el extremo superior. Tras haberse deslizado a lo largo de la cuerda y hallado un asidero para los pies, la sacudió para desengancharla y repitió la operación. Al llegar a la base del risco desapareció en la espesura.
Jōtarō sentía una gran curiosidad.
Al cabo de unos minutos, vio que el hombre caminaba por las pequeñas elevaciones que separaban los arrozales, dirigiéndose aparentemente hacia él. Poco le faltó al muchacho para ser presa del pánico, pero se tranquilizó al ver que el hombre llevaba un fardo a la espalda. «¡Qué pérdida de tiempo! —pensó—. No es más que un campesino que roba leña.» Se dijo que el hombre debía de estar loco para arriesgarse a escalar el risco por nada más que un poco de leña. Además se sentía decepcionado, pues su misterio se había vuelto insoportablemente vulgar. Pero entonces experimentó su segunda sorpresa, pues cuando el hombre pasó por el camino junto al árbol tras el que Jōtarō se había escondido, el chico tuvo que ahogar un grito. Estaba seguro de que aquella figura oscura era Daizō.
«No puede ser», dijo para sus adentros. El hombre se ocultaba el rostro con un paño negro y vestía unos calzones de campesino, polainas y sandalias de paja ligeras.
La misteriosa figura se desvió por un sendero que rodeaba una colina. Nadie con unos hombros tan robustos y un paso tan vigoroso podía ser un cincuentón como Daizō. Tras convencerse de que se había equivocado, Jōtarō le siguió. Tenía que regresar a la posada y aquel hombre podría ayudarle, sin saberlo, a encontrar el camino.
Cuando el hombre llegó a un letrero indicador, dejó en el suelo su fardo, que parecía muy pesado. Al inclinarse para leer la inscripción en la piedra, algo en su figura le pareció familiar a Jōtarō.
Mientras el hombre subía por el sendero de la colina, Jōtarō examinó el letrero, que contenía las palabras «Pino sobre el montículo de las Cabezas Enterradas. Arriba». Allí era donde los habitantes de la zona enterraban las cabezas cortadas de los criminales y los guerreros derrotados.
Las ramas de un pino inmenso eran claramente visibles contra el cielo nocturno. Cuando Jōtarō llegó a lo alto de la elevación, el hombre se había sentado junto a las raíces del árbol y estaba fumando una pipa.
¡Daizō! Ahora no había duda alguna. Un campesino nunca llevaría tabaco consigo. Se había cultivado domésticamente con éxito un poco de aquella planta, pero en una escala tan limitada que todavía era muy cara, e incluso en el distrito relativamente acomodado de Kansai era considerada un lujo. Y allá, en Sendai, cuando el señor Date fumaba, su secretario se sentía obligado a anotar en su diario: «Por la mañana, ha fumado tres veces; por la tarde, cuatro veces; a la hora de acostarse, una vez».
Dejando de lado las consideraciones económicas, la mayoría de quienes tenían ocasión de probar el tabaco descubrían que les producía vértigo e incluso náuseas. Aunque lo apreciaban por su aroma, en general lo consideraban como un narcótico.
Jōtarō sabía que los fumadores eran pocos. También sabía que Daizō era uno de ellos, pues le había visto a menudo aspirar el humo de una hermosa pipa de cerámica. Cierto que eso nunca le había extrañado, pues Daizō era un hombre rico y de gustos costosos.
«¿Qué se propone hacer?», pensó con impaciencia. Ahora que estaba acostumbrado al peligro de la situación, avanzó arrastrándose poco a poco hacia el hombre.
Una vez consumida la pipa, el mercader se levantó, se quitó el pañuelo negro y se lo puso bajo el cinto. Entonces caminó lentamente alrededor del pino. De improviso Jōtarō vio que tenía una pala en las manos y se preguntó de dónde la habría sacado. Apoyado en la pala, Daizō echó un vistazo a la negrura nocturna que le rodeaba, como si fijara la localización en su mente.
Satisfecho al parecer, empujó lateralmente una gran piedra en el lado norte del árbol y empezó a cavar con energía, sin mirar a derecha ni izquierda. Jōtarō observó que la profundidad del hoyo aumentaba hasta que fue lo bastante hondo para que dentro cupiera un hombre de pie. Por fin Daizō se detuvo y se enjugó el sudor del rostro con el pañuelo. Jōtarō permanecía inmóvil como una roca y totalmente perplejo.
—Esto bastará —murmuró el mercader, mientras terminaba de apisonar con los pies la blanda tierra en el fondo del hoyo. Por un momento, Jōtarō sintió el peculiar impulso de gritarle que no se enterrara vivo, pero se contuvo.
Daizō salió a la superficie y procedió a arrastrar el pesado fardo desde el árbol hasta el borde del hoyo y desanudó el cordón de cañameño con que estaba atado. Al principio Jōtarō pensó que el saco era de tela, pero entonces se dio cuenta de que era un pesado manto de cuero, como los que se ponían los generales sobre sus armaduras. Dentro había otro saco, de lona u otra tela similar. Cuando lo abrió, apareció a la vista la parte superior de un increíble montón de oro, lingotes semicilíndricos que se fabricaban vertiendo el metal fundido en mitades de cañas de bambú cortadas en sentido longitudinal.
Eso no era todo. Tras desatarse el obi, Daizō se desprendió de varias docenas de grandes piezas de oro recién acuñadas, que habían llenado el envoltorio atado alrededor del abdomen, la espalda del kimono y otras partes de su indumentaria. Tras colocarlas pulcramente encima de los lingotes, anudó ambos sacos y dejó caer el fardo al hoyo, como podría haber arrojado el cadáver de un perro. Entonces echó a paladas la tierra extraída, la apisonó con los pies y colocó encima la gran piedra. Para terminar, esparció hierba seca y ramitas alrededor de la piedra.
Entonces se dedicó a transformarse de nuevo en el bien conocido Daizō de Narai, rico comerciante de hierbas. El atuendo de campesino, con el que envolvió la pala, fue a parar a unos espesos arbustos entre los que era muy improbable que se aventurase ningún transeúnte. Se puso el manto de viaje y se colgó la bolsa del dinero alrededor del cuello, a la manera de los sacerdotes itinerantes. Al calzarse las zōri, musitó con satisfacción:
—Toda una noche de trabajo.
Cuando Daizō se hubo alejado lo suficiente, Jōtarō salió de su escondite y fue a la piedra. Aunque escrutó el lugar minuciosamente, no pudo distinguir el menor rastro de lo que acababa de presenciar. Se quedó mirando fijamente el suelo como si fuese la palma vacía de un mago.
«Será mejor que regrese —pensó de repente—. Si no estoy en la posada cuando él llegue, entrará en sospechas.» Puesto que ahora las luces del pueblo eran visibles por debajo de él, no le costó trabajo orientarse. Corriendo como el viento, se las ingenió para mantenerse en senderos laterales, bien apartado del camino de Daizō.
Cuando subió la escalera de la posada y entró en su habitación, lo hizo con una expresión de perfecta inocencia. Tuvo suerte, pues Sukeichi estaba tumbado junto a la valija lacada, solo y profundamente dormido. Un hilillo de saliva se deslizaba por su mentón.
—Eh, Sukeichi, vas a coger frío.
Jōtarō le sacudió para despertarle.
—Ah, vaya, eres tú —farfulló Sukeichi, restregándose los ojos—. ¿Qué estabas haciendo fuera a estas horas sin decírselo al amo?
—¿Estás loco? Hace horas que estoy aquí. Si hubieras estado despierto, lo habrías sabido.
—No trates de engañarme. Sé que saliste con esa mujer de la Sumiya. Si ahora vas por ahí detrás de una puta, no quiero pensar lo que harás cuando seas adulto.
En aquel momento Daizō abrió la shoji.
—Ya estoy aquí —fue todo lo que dijo.
Era preciso partir a primera hora de la mañana para llegar a Edo antes del anochecer. Jinnai y su grupo, con Akemi incluida, emprendieron el camino bastante antes de que amaneciera. Pero Daizō, Sukeichi y Jōtarō desayunaron sin prisa y no estuvieron listos para partir hasta que el sol ya estuviera bastante alto en el cielo.
Daizō iba delante, como de costumbre, pero Jōtarō le seguía al lado de Sukeichi, lo que no era habitual.
Finalmente Daizō hizo un alto y se dirigió al muchacho.
—Vamos a ver, ¿qué te ocurre esta mañana?
—¿Perdona?
Jōtarō hizo lo que pudo por parecer desenvuelto.
—¿Algo va mal?
—No, nada. ¿Por qué lo preguntas?
—Pareces triste. No eres el de siempre.
—No es nada, señor, sólo estaba pensando. Si me quedo contigo, no sé si encontraré jamás a mi maestro. Quisiera ir en su busca yo solo, si no te parece mal.
Sin un instante de vacilación, Daizō replicó:
—¡Me parece mal!
Jōtarō se le había acercado cautelosamente y empezado a cogerle el brazo, pero retiró la mano y le preguntó con nerviosismo:
—¿Por qué no?
—Descansemos un rato —dijo Daizō, sentándose en la herbosa llanura por la que era famosa la provincia de Musashi
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. Una vez sentado, hizo un gesto a Sukeichi para que siguiera adelante.
—Pero tengo que encontrar a mi maestro... lo antes posible —le suplicó Jōtarō.
—Te he dicho que no irás solo a ninguna parte. —Con una expresión muy severa, Daizō se llevó la pipa de cerámica a los labios y aspiró el humo—. A partir de hoy, eres mi hijo.
Parecía hablar en serio. Jōtarō tragó saliva, pero entonces Daizō se echó a reír y el muchacho, suponiendo que todo era una broma, le dijo:
—No podría hacer eso. No quiero ser tu hijo.
—¿Cómo?
—Eres un mercader y yo quiero ser samurai.
—No te quepa duda de que Daizō de Narai no es ningún plebeyo ordinario, sin honor ni antecedentes. Sé mi hijo adoptivo y haré de ti un verdadero samurai.
Jōtarō comprendió consternado que el otro hablaba en serio.
—¿Puedo preguntarte por qué has tomado esa decisión tan de repente?
De improviso, Daizō le cogió e inmovilizó a su lado. Acercó la cara a la oreja del muchacho y le susurró: