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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (54 page)

BOOK: Musashi
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—¿Qué tal va? Apuesto a que estáis ganando montones de dinero.

—¡Qué va! Todo el mundo dice que las cosas van viento en popa en Sakai, pero no podrías demostrarlo a juzgar por mis ganancias.

—Tengo entendido que hay ahí falta de especialistas. Creo que necesitan armeros.

La conversación de otro grupo era del mismo tenor.

—Yo suministro equipamiento de combate, astas de bandera, armaduras, esa clase de cosas. Y, desde luego, no tengo tantos beneficios como antes.

—¿De veras?

—Sí, supongo que los samurais están aprendiendo a sumar.

—¡Ja, ja!

—Antes, cuando los saqueadores traían su botín, podías teñir o pintar de nuevo los objetos y revenderlos a los ejércitos. Después de la siguiente batalla, el material volvía a tus manos y podías arreglarlo y venderlo otra vez. Un hombre contemplaba el mar y alababa las riquezas de los países que estaban más allá.

—Aquí ya no puedes ganar dinero. Si quieres tener auténticos beneficios, debes hacer lo que hicieron Naya «Luzón» Sukezaemon o Chaya Sukejirō: dedicarte al comercio exterior. Es arriesgado, pero, si tienes suerte, compensa de veras.

—Aunque las cosas no nos vayan ahora tan bien —dijo otro hombre—, desde el punto de vista de los samurais somos unos privilegiados. La mayoría de ellos ni siquiera saben qué sabor tiene la buena comida. Hablamos de los lujos de que gozan los daimyōs, pero ésos más tarde o más temprano tienen que vestirse el cuero y el acero e ir a que los maten. Lo siento por ellos, pues están tan ocupados pensando en su honor y el código del guerrero que nunca pueden sentarse a descansar y disfrutar de la vida. ¿No es eso cierto? Nos quejamos de los malos tiempos, pero lo único que se puede ser hoy es mercader.

—Tienes razón. Por lo menos podemos hacer lo que nos apetece.

—Tan sólo es necesario que nos deshagamos en reverencias ante los samurais, y por mucho que hagas eso, con un poco de dinero queda compensado.

—Si vas a vivir en este mundo, ¿por qué no habrías de pasártelo bien?

—Ésa es también mi postura. A veces siento la tentación de preguntar a los samurais qué están obteniendo de la vida.

La alfombra de lana que aquel grupo había extendido para sentarse era de importación, prueba de que estaban en mejores condiciones que otros elementos de la población. Tras la muerte de Hideyoshi, los lujos del período Momoyama habían pasado en gran parte a manos de los mercaderes en vez de los samurais, y por entonces los ciudadanos más ricos eran los que poseían elegantes servicios de té y hermosos y caros equipos de viaje. Incluso un pequeño hombre de negocios solía ser más acomodado que un samurai, con un estipendio de cinco mil fanegas de arroz al año, lo que la mayoría de los samurais consideraban unos ingresos principescos.

—Nunca hay mucho que hacer en estos viajes, ¿verdad?

—Es cierto. ¿Por qué no jugamos a las cartas para pasar el tiempo?

—Venga.

Colgaron una cortina, concubinas y subalternos trajeron sake y los hombres empezaron a jugar a unsummo, un juego introducido recientemente por los comerciantes portugueses, con unas apuestas increíbles. El oro depositado sobre la mesa podría haber salvado del hambre a pueblos enteros, pero los jugadores lo arrojaban como si fuese grava.

Entre los pasajeros había varias personas a quienes los mercaderes podrían haber preguntado qué estaban obteniendo de la vida: un sacerdote errante, algunos rōnin, un erudito confuciano y varios guerreros profesionales. La mayoría de ellos, tras mirar el comienzo del ostentoso juego de cartas, se sentaron junto a sus equipajes y contemplaron el mar con expresiones desaprobadoras.

Un joven tenía algo redondeado y peludo en su regazo, y de vez en cuando le decía:

—¡Estate quieto!

—Qué lindo monito tienes —le dijo otro pasajero—. ¿Está adiestrado?

—Sí.

—¿Entonces lo tienes desde hace bastante tiempo?

—No, lo encontré hace poco en las montañas entre Tosa y Awa.

—Ah, ¿lo capturaste tú mismo?

—Sí, pero los monos mayores casi me descuartizaron antes de que pudiera escapar.

Mientras hablaba, el joven se concentraba en quitarle las pulgas al animal. Incluso sin el mono, habría llamado la atención, pues tanto su kimono como el manto corto que llevaba eran muy elegantes. No tenía afeitada la parte delantera de la cabeza y se ataba el mono con una cinta violeta, lo cual era toda una originalidad. Por su atuendo se diría que era todavía un muchacho, pero por entonces no resultaba fácil determinar la edad de un hombre por su manera de vestir. Con la ascensión al poder de Hideyoshi, la indumentaria en general se había vuelto más vistosa. No resultaba extraño que hombres de veinticinco años o más siguieran vistiendo como chicos de quince o dieciséis y no se cortaran las guedejas frontales.

Su piel tenía el lustre de la juventud, sus labios eran de un rojo saludable y le brillaban los ojos. Por otro lado, era corpulento y había cierta severidad adulta en sus espesas cejas y en la curvatura hacia arriba de las comisuras de sus ojos.

—¿Por qué no paras de moverte? —dijo con impaciencia, dando un cachete al mono en la cabeza. La inocencia con que le quitaba las pulgas aumentaba la impresión de juventud.

Su condición social también era difícil de determinar. Como estaba de viaje, llevaba las mismas sandalias de paja y calcetines de cuero que los demás. Su indumentaria no aportaba ninguna pista, y parecía perfectamente a sus anchas entre el sacerdote errante, el titiritero, el samurai andrajoso y los campesinos que llevaban días sin lavarse. Podría haber sido tomado fácilmente por un rōnin, y no obstante había algo en él que apuntaba a una categoría superior: el arma colgada en diagonal de un lado a otro de su espalda, con una correa de cuero. Era una espada de combate larga y recta, grande y de manufactura espléndida. Casi todos cuantos hablaban con el joven, observaban la calidad de la espada.

Gion Tōji, que permanecía a cierta distancia, estaba impresionado por el arma. Bostezando, se dijo que ni siquiera en Kyoto se veían a menudo espadas de semejante calidad. Sentía curiosidad por conocer las circunstancias de su propietario.

Tōji estaba aburrido. La travesía, que había durado catorce días, había sido irritante, agotadora e infructuosa, y ansiaba encontrarse de nuevo entre gentes conocidas. «Me pregunto si el mensajero habrá llegado a tiempo —se dijo—. En caso afirmativo, desde luego ella estará en el muelle de Osaka para recibirme.» Evocando el semblante de Okō, trató de aliviar su aburrimiento.

El motivo del viaje era la tambaleante situación financiera de la casa de Yoshioka, debida a que Seijūrō había vivido por encima de sus medios. La familia ya no era rica, la casa de la avenida Shijō estaba hipotecada y corría el peligro de caer en manos de los acreedores. Agravaban la situación otras incontables obligaciones de fin de año. Vender todas las posesiones de la familia no aportaría suficientes fondos para pagar las facturas que ya se amontonaban. Al enfrentarse a esta situación, Seijūrō había hecho un único comentario: «¿Cómo ha ocurrido?».

Sintiéndose responsable de haber estimulado las extravagancias del Joven Maestro, Tōji pidió que dejaran el asunto en sus manos y prometió que de alguna manera arreglaría las cosas.

Tras devanarse los sesos, se le ocurrió la idea de construir una escuela nueva y más grande en el solar vacío al lado del Nishinotōin, donde podrían acomodar a un número mucho mayor de estudiantes. Según este razonamiento, los tiempos no estaban como para ser selectivos. Había toda clase de gente deseosa de aprender las artes marciales, mientras que los daimyōs clamaban por guerreros adiestrados, de manera que tener una escuela mayor y producir una gran cantidad de espadachines adiestrados redundaría en interés de todo el mundo. Cuanto más pensaba en ello, más se engañaba creyendo que la escuela tenía el sagrado deber de enseñar el estilo Kempō al mayor número de hombres posible.

A tal efecto, Seijūrō redactó una circular, y provisto de la misma Tōji partió para solicitar la colaboración de antiguos estudiantes de Honshu occidental, Kyushu y Shikoku. Había muchos hombres en diversos dominios feudales que habían estudiado bajo la dirección de Kempō, y la mayoría de los que seguían vivos eran ahora samurais con una situación envidiable. Sin embargo, resultó que, a pesar del ahínco con que Tōji efectuó sus peticiones, pocos estuvieron dispuestos a realizar donaciones considerables o suscribirse de inmediato. Con una frecuencia desalentadora, la respuesta había sido: «Te escribiré al respecto más adelante», «Hablaremos de ello la próxima vez que vaya a Kyoto» o algo igualmente evasivo. Las contribuciones con las que Tōji regresaba eran sólo una fracción de lo que había previsto.

En términos estrictos, la propiedad en peligro no pertenecía a Tōji, y el rostro que ahora acudía a su mente no era el de Seijūrō sino el de Okō, pero incluso éste sólo podía distraerle superficialmente, y pronto volvía a sentirse nervioso. Envidiaba al joven que quitaba las pulgas a su mono, pues tenía algo con que matar el tiempo. Tōji se acercó a él e intentó entablar conversación.

—Hola, joven amigo. ¿Te diriges a Osaka?

Sin molestarse en alzar la cabeza, el joven levantó un poco los ojos y respondió afirmativamente.

—¿Vive allí tu familia?

—No.

—Entonces debes de ser de Awa.

—No, tampoco de ahí —dijo el joven en un tono más bien terminante.

Tōji permaneció un momento en silencio antes de hacer un nuevo intento.

—Veo que tienes una espléndida espada.

Satisfecho, al parecer, por el halago de su arma, el joven cambió de posición a fin de ver la cara a Tōji y replicó afablemente:

—Sí, perteneció a mi familia durante mucho tiempo. Es una espada de combate, pero me propongo pedir a un buen armero de Osaka que vuelva a montarla, a fin de poder desenvainarla desde el costado.

—Es demasiado larga para eso, ¿no crees?

—Pues no sé..., sólo mide tres pies.

—Es bastante larga.

El joven sonrió y replicó confiadamente:

—Cualquiera debería poder manejar una espada de esa longitud.

—Sí, es posible manejar una espada de tres pies e incluso de cuatro —dijo Tōji en tono de reproche—, pero sólo un experto podría hacerlo con facilidad. Últimamente veo muchos tipos que van pavoneándose por ahí con enormes espadas, y parecen impresionantes, pero cuando las cosas se ponen difíciles, dan media vuelta y echan a correr. ¿Qué estilo has estudiado?

En las cuestiones relativas a la esgrima, Tōji no podía ocultar un sentimiento de superioridad sobre el muchacho. Éste dirigió una mirada inquisitiva al semblante de Tōji, ahora pagado de sí mismo, y replicó:

—El estilo Tomita.

—El estilo Tomita es para usarlo con una espada más corta que la tuya —dijo Tōji en tono autoritario.

—El hecho de que aprendiera el estilo Tomita no significa que haya de usar una espada más corta. No me gusta imitar a nadie. Mi maestro usaba una espada más corta, por lo que decidí utilizar una larga... y me expulsaron de la escuela.

—Los jóvenes parecéis enorgulleceros de ser rebeldes. ¿Qué ocurrió entonces?

—Abandoné la aldea del Jōkyōji en Echizen y me presenté ante Kanemaki Jisai, el cual había prescindido también del estilo Tomita y luego desarrolló el estilo Chūjō. Simpatizó conmigo, me adoptó como discípulo y, tras haber estudiado con él durante cuatro años, me dijo que estaba en condiciones de desenvolverme por mi cuenta.

—Esos maestros rurales expiden certificados con demasiada facilidad.

—No es el caso de Jisai. Él no era así. De hecho, sólo dio su certificado a otra persona, Itō Yagorō Ittōsai. Tras haberme propuesto ser el segundo hombre que obtendría formalmente el certificado, trabajé en ello con mucha aplicación. Pero antes de que hubiera completado mi formación, me llamaron desde mi casa, porque mi madre agonizaba.

—¿Dónde está tu casa?

—En Iwakuni, provincia de Suō. Una vez en casa, practiqué a diario en la vecindad del puente Kintai, derribando golondrinas en vuelo y cortando ramas de sauce. De esa manera desarrollé ciertas técnicas propias. Antes de que mi madre muriese, me dio esta espada y me pidió que la cuidara bien, pues la había fabricado Nagamitsu.

—¿Nagamitsu? ¡No me digas!

—No lleva su firma en la espiga, pero siempre ha sido considerada obra suya. En el lugar de donde vengo es una espada bien conocida. La gente la llama «El palo de secar».

Aunque antes se había mostrado reticente, sobre los temas que le gustaban hablaba por los codos, e incluso ofrecía información voluntariamente. Una vez comenzaba, seguía parloteando y prestaba escasa atención a las reacciones de su interlocutor. De esto, así como del relato de sus primeras experiencias, se desprendía que tenía un carácter más fuerte del que podría haberse deducido de su gusto indumentario.

En un momento determinado, el joven se interrumpió. Sus ojos se volvieron turbios y pensativos.

—Mientras estaba en Suō, Jisai cayó enfermo —murmuró—. Cuando Kusanagi Tenki me habló de su estado, me descompuse y eché a llorar. Tenki ingresó en la escuela mucho antes que yo y continuaba allí cuando el maestro estaba en su lecho de enfermo. Era su sobrino, pero Jisai no consideraba la posibilidad de darle un certificado. En cambio, le dijo que le gustaría dármelo a mí, junto con su libro de métodos secretos. No sólo quería que los poseyese, sino que había confiado en verme y dármelos personalmente. —El recuerdo hizo que los ojos del joven se humedecieran.

Tōji no sentía la menor simpatía por aquel joven apuesto y emotivo, pero hablar con él era mejor que estar solo y aburrido.

—Comprendo —le dijo, fingiendo un gran interés—. ¿Y murió mientras estabas ausente?

—Ojalá hubiera podido ir a su lado en cuanto me enteré de su enfermedad, pero se encontraba en Kōzuke, a centenares de millas de Suō. Entonces falleció mi madre, por la misma época, de modo que me resultó imposible estar al lado de Jisai en sus últimos momentos.

Las nubes ocultaban el sol, dando al cielo una tonalidad grisácea. El barco empezó a balancearse, y la espuma del oleaje penetró por las regalas.

El joven prosiguió su relato sentimental, cuyo meollo era que había cerrado la residencia familiar en Suō y, mediante un intercambio de cartas, había concertado un encuentro con su amigo Tenki en el equinoccio de primavera. Era improbable que Jisai, quien carecía de familiares próximos, hubiera dejado muchos bienes, pero había dado a Tenki algún dinero, el certificado y el libro de los secretos para que los entregara al joven. Hasta que se reunieran el día convenido en el monte Hōraiji, que estaba en la provincia de Mikawa, a medio camino entre Kōzuke y Awa, Tenki estaba supuestamente efectuando un viaje de estudios. El mismo joven tenía la intención de pasar algún tiempo en Kyoto, estudiando y haciendo excursiones.

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