Musashi (53 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
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Matahachi entregó una moneda y se apresuró a entrar. Sintiéndose relativamente seguro, miró a su alrededor, en busca de la fiera. En el extremo de la tienda una gran piel de tigre estaba extendida como ropa puesta a secar sobre un panel de madera. Los espectadores la miraban con mucha curiosidad, sin que al parecer les importara que la criatura no estuviera ni completa ni viva.

—De modo que éste es el aspecto que tiene un tigre —dijo un hombre.

—Es grande, ¿verdad? —se maravilló otro.

Matahachi permaneció a un lado de la piel de tigre, hasta que de repente vio a dos ancianos y aguzó el oído con incredulidad al oír sus voces.

—Ese tigre está muerto, ¿no es así, tío Gon?

El viejo samurai extendió la mano por encima de la barandilla de bambú y palpó la piel.

—Claro que está muerto —replicó gravemente—. Esto es sólo el pellejo.

—Pero ese hombre de ahí afuera hablaba como si estuviera vivo.

—Bueno, tal vez eso sea lo que entiende por un hablador rápido —dijo con una risita.

Osugi no se lo tomó con tanta ligereza. Frunciendo los labios, protestó:

—¡No seas tonto! Si no es real, el cartel de afuera lo diría así. Si sólo se trataba de ver una piel de tigre, preferiría ver un cuadro. Vamos a pedir que nos devuelva el dinero.

—No armes escándalo, abuela. La gente se reirá de ti.

—No me importa, no soy demasiado orgullosa. Si no quieres ir, iré yo misma.

Cuando la anciana empezó a abrirse paso entre los espectadores, Matahachi se agachó, pero era demasiado tarde. El tío Gon ya le había visto.

—¡Eh, Matahachi! ¿Eres tú?

Osugi, cuya vista no era muy buena, balbuceó:

—¿Qué..., qué has dicho, tío Gon?

—¿No lo has visto? Matahachi estaba ahí, detrás de ti.

—¡Imposible!

—Estaba ahí, pero se marchó.

—¿Por dónde?

Los dos salieron por la puerta de la tienda y se mezclaron con la multitud, envuelta ya por las sombras del crepúsculo. Matahachi tropezaba con la gente, pero una y otra vez se zafaba y seguía corriendo.

—¡Espera, hijo, espera! —gritó Osugi.

Matahachi miró atrás y vio que su madre le perseguía como una loca. También el tío Gon agitaba las manos frenéticamente.

—¡Matahachi! ¿Por qué huyes? ¿Qué te ocurre? ¡Detente!

Al ver que no podría darle alcance, Osugi estiró su cuello arrugado y, con toda la fuerza de sus pulmones, gritó:

—¡Detened al ladrón! ¡Es un bandido! ¡Cogedle!

De inmediato un grupo de transeúntes emprendieron la persecución, y los que iban delante no tardaron en caer sobre Matahachi con palos de bambú.

—¡Que no escape!

—¡El canalla!

—Démosle una buena paliza.

La muchedumbre había rodeado a Matahachi, y algunos incluso le escupieron encima. Osugi llegó con el tío Gon, observó lo que ocurría y se volvió enfurecida contra los atacantes de Matahachi. Apartándolos, empuñó su espada corta y mostró los dientes.

—¿Qué estáis haciendo? —gritó—. ¿Por qué atacáis a este hombre?

—¡Es un ladrón!

—¡No lo es! Es mi hijo.

—¿Tu hijo?

—Sí, es mi hijo, el hijo de un samurai, y no tenéis ningún derecho a pegarle. No sois más que gente corriente. Como volváis a tocarle, yo... ¡os atacaré a todos!

—¿Estás de broma? ¿Quién gritó «al ladrón» hace un momento?

—He sido yo, de acuerdo, no lo niego. Soy una madre leal y pensé que si gritaba «ladrón» mi hijo se detendría. Pero ¿quién os ha pedido, patanes estúpidos, que le pegaseis? ¡Es indignante!

Sorprendidos por su súbito cambio, pero admirando su temple, todos se dispersaron lentamente. El tío Gon se adelantó y dijo:

—No tienes que tratar a Matahachi de esa manera, abuela. No es un niño. —Intentó apartarle la mano, que aferraba el cuello del kimono de Matahachi, pero la anciana le hizo a un lado bruscamente de un codazo.

—¡No te metas en esto! Es mi hijo y le castigaré como lo crea oportuno y sin tu ayuda. ¡Calla la boca y ocúpate de tus asuntos!... Matahachi, ingrato... ¡Yo te enseñaré!

Dicen que cuanto más viejos nos hacemos, más sencillos y directos nos volvemos, y al ver a Osugi uno no podría estar en desacuerdo con esa observación. En unos momentos en los que otras madres habrían llorado de alegría, Osugi hervía de ira.

Le obligó a echarse al suelo y golpear su cabeza contra él.

—¡Pensar que has sido capaz de huir de tu propia madre! No naciste de la horcadura de un árbol, patán..., ¡eres mi hijo! —Empezó a pegarle como si todavía fuese un chiquillo—. ¡No creía que pudieras seguir vivo, y he aquí que estás haraganeando en Osaka! ¡Es una vergüenza, inútil, descarado...! ¿Por qué no viniste a casa para presentar tus respetos a tus antepasados? ¿Por qué no visitaste una sola vez a tu anciana madre? ¿No sabías acaso que todos tus parientes estaban terriblemente preocupados por ti?

—Por favor, madre —le rogó Matahachi, llorando como un bebé—. Perdóname. ¡Te ruego que me perdones! Lo siento. Sé que lo que hice estuvo mal. Sabía que para ti había fracasado y por eso no podía regresar a casa. En realidad no quería huir de ti. Me sorprendió tanto verte, que eché a correr sin pensar. Estaba avergonzado de mi manera de vivir, no podía enfrentarme a ti y al tío Gon. —Se cubrió el rostro con las manos.

Osugi arrugó la nariz y también ella empezó a llorar, pero se contuvo en seguida. Demasiado orgullosa para mostrar debilidad, renovó su ataque, diciendo con sarcasmo:

—Si estás tan avergonzado de ti mismo y crees haber deshonrado a tus antepasados, está claro que durante todo este tiempo no has hecho nada bueno.

Incapaz de contenerse, el tío Gon le suplicó:

—Ya es suficiente. Si sigues por ese camino vas a viciar su naturaleza.

—Ya te he dicho que te guardes tus consejos. Eres un hombre y no deberías ser tan blando. Yo soy su madre y debo ser tan severa como lo sería su padre si aún viviera. ¡Yo le castigaré, y todavía no he terminado!... ¡Matahachi! ¡Levántate y mírame a la cara!

Osugi se sentó formalmente en el suelo y señaló el lugar donde su hijo tenía que sentarse.

—Sí, madre —dijo él obedientemente, alzando los hombros sucios de tierra y poniéndose de rodillas. Temía a su madre, la cual podía ser indulgente en ocasiones, pero la facilidad con que sacaba a colación el tema del deber que él tenía hacia sus antepasados le hacía sentirse incómodo.

—Te prohíbo terminantemente que me ocultes nada —le dijo la mujer—. Veamos, ¿qué es exactamente lo que has estado haciendo desde que te fuiste a Sekigahara? Empieza a explicarte y no te detengas hasta que haya oído todo lo que deseo oír.

—No te apures, que no te ocultaré nada —replicó él, perdido por completo el deseo de resistirse.

Fiel a su palabra, reveló con detalle todo lo ocurrido: su huida de Sekigahara, su ocultación en Ibuki y su relación con Okō, que le había mantenido durante varios años por mucho que él lo detestara. Y finalizó diciendo que lamentaba sinceramente lo que había hecho. Fue un alivio, como vomitar la bilis de su estómago, y tras haberlo confesado todo se sintió mucho mejor.

—Humm —musitaba el tío Gon de vez en cuando.

Osugi chascó la lengua y dijo:

—Tu conducta me escandaliza. ¿Y qué estás haciendo ahora? Pareces capaz de vestir bien. ¿Has encontrado una posición con una paga adecuada?

—Sí —dijo Matahachi sin pensarlo dos veces. Entonces se apresuró a corregirse—: Es decir, no, no tengo ninguna posición.

—¿De dónde sacas entonces el dinero para vivir?

—De mi espada..., enseño esgrima. —Por su manera de decirlo parecía cierto, y tuvo el efecto deseado.

—¿De veras? —dijo Osugi, con evidente interés. Por primera vez, un destello de buen humor apareció en sus ojos—. Esgrima, ¿eh? Bueno, la verdad es que no me sorprende que un hijo mío encontrara tiempo para mejorar su dominio de la espada..., incluso llevando tu clase de vida. ¿Oyes esto, tío Gon? A fin de cuentas, es mi hijo.

El tío Gon asintió con entusiasmo, agradecido al ver que la anciana se animaba.

—Deberíamos haberlo sabido —comentó—. Eso demuestra que por sus venas corre la sangre de sus antepasados Hon'iden. ¿Qué importa que se haya descarriado durante algún tiempo? ¡Está claro que tiene el espíritu apropiado!

—Matahachi —le dijo Osugi.

—Sí, madre.

—¿Con quién has estudiado esgrima en esta región?

—Con Kanemaki Jisai.

—¿Ah, sí? Vaya, es famoso. —Osugi tenía una expresión de felicidad en el rostro.

Matahachi, deseoso de complacerla aún más, sacó el certificado y lo desenrolló, ocultando cuidadosamente el nombre de Sasaki con el pulgar.

—Mira esto —le dijo.

—Déjame ver. —Osugi trató de coger el documento, pero Matahachi lo sujetó con firmeza.

—Ya ves, madre, que no has de preocuparte por mí.

Ella asintió.

—Sí, está muy bien. Echa un vistazo a esto, tío Gon. ¿No es espléndido? Siempre pensé, incluso cuando Matahachi era una criatura, que es más inteligente y capaz que Takezō y los otros chicos. —Estaba tan alegre que empezó a escupir mientras hablaba.

En aquel instante, la mano de Matahachi se deslizó y el nombre escrito en el documento se hizo visible.

—Espera un momento —dijo Osugi—. ¿Por qué dice ahí «Sasaki Kojirō »?

—Ah, eso. Bueno, es mi seudónimo.

—¿Seudónimo? ¿Para qué lo necesitas? ¿Es que Matahachi no es bastante bueno para ti?

—¡Sí, es excelente! —replicó Matahachi, procurando pensar con rapidez—. Pero lo pensé a fondo y decidí no usar mi nombre verdadero. Dado mi vergonzoso pasado, temía deshonrar a nuestros antepasados.

—Ya veo. Supongo que hiciste bien. Bueno, imagino que no tienes idea de lo que ha ocurrido en el pueblo, así que te lo contaré. Ahora presta atención, porque es importante.

Osugi narró briosamente el incidente ocurrido en Miyamoto, eligiendo sus palabras de una manera calculada para espolear a Matahachi y hacerle entrar en acción. Le explicó que la familia Hon'iden había sido insultada y que ella y el tío Gon llevaban años buscando a Otsū y Takezō. Aunque procuró refrenar la emoción, su relato le afectó irremediablemente, se le humedecieron los ojos y su voz enronqueció.

A Matahachi, que escuchaba con la cabeza inclinada, le sorprendió la vivacidad del relato. En ocasiones como aquélla le resultaba fácil ser un hijo bueno y obediente, pero mientras que la principal preocupación de su madre era el honor familiar y el espíritu samurai, a él le conmovía profundamente otra cosa: si lo que decía era cierto, Otsū ya no le amaba. Era la primera vez que oía tal cosa.

—¿Es realmente verdadero lo que dices? —preguntó a su madre.

Al ver que su rostro cambiaba de color, Osugi llegó a la conclusión errónea de que su arenga sobre el honor y el espíritu estaba surtiendo efecto.

—Si crees que miento, pregúntale al tío Gon. Esa suripanta te abandonó y huyó con Takezō. Dicho de otra manera, Takezō, sabiendo que no regresarías de inmediato, convenció a Otsū para que se marchara con él. ¿No es cierto, tío Gon?

—Sí. Cuando Takezō estaba atado en el árbol, consiguió que Otsū le ayudara a escapar, y los dos huyeron juntos. Todo el mundo dijo que algo debía de haber entre ellos.

Estas palabras encolerizaron a Matahachi e inspiraron en él una nueva revulsión contra su amigo de la infancia.

Al percibir esto, su madre avivó la chispa.

—¿Te das cuenta, Matahachi? ¿Comprendes por qué yo y el tío Gon abandonamos el pueblo? Vamos a vengarnos de esos dos. Si no acabo con ellos, jamás podré mostrar de nuevo mi cara en el pueblo ni permanecer ante las tablillas conmemorativas de nuestros antepasados.

—Comprendo.

—¿Y eres consciente de que, a menos que nos venguemos, tampoco tú puedes volver a Miyamoto?

—No volveré. No volveré jamás.

—Ésa no es la cuestión. Tienes que matarlos, son nuestros enemigos mortales.

—Sí, supongo que sí.

—No pareces muy entusiasmado. ¿Qué te ocurre? ¿No te consideras lo bastante fuerte para matar a Takezō?

—Claro que lo soy —protestó él.

—No te preocupes, Matahachi —le dijo el tío Gon—. Estaré a tu lado.

—Y tu vieja madre también lo estará —añadió Osugi—. Llevemos sus cabezas al pueblo como recuerdos para la gente. ¿No te parece una buena idea, hijo? Si lo hacemos así, entonces podrás buscarte una buena esposa y establecerte. Te reivindicarás como samurai y también conseguirás una buena reputación. No hay mejor apellido en todo Yoshino que el de Hon'iden, y eso lo habrás demostrado más allá de toda duda. ¿Puedes hacerlo, Matahachi? ¿Lo harás?

—Sí, madre.

—Eres un buen hijo. No te quedes ahí pasmado, tío Gon, y felicita al muchacho. Ha jurado vengarse de Takezō y Otsū. —Por fin satisfecha, al parecer, empezó a levantarse del suelo con visible dificultad—. ¡Oh, cómo me duele! —se quejó.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó el tío Gon.

—El suelo está helado, y me duele el estómago y las caderas.

—Eso es preocupante. ¿No volverás a padecer de almorranas?

Matahachi, haciendo una demostración de piedad filial, le dijo:

—Súbete a mi espalda, madre.

—Ah, ¿quieres llevarme? ¡Qué amabilidad la tuya! —Aferrándole los hombros, vertió lágrimas de alegría—. ¿Cuántos años han pasado? Mira, tío Gon, Matahachi va a cargarme en su espalda.

Cuando las lágrimas de la mujer cayeron sobre su cuello, Matahachi se sintió extrañamente complacido.

—¿Dónde os alojáis, tío Gon? —preguntó.

—Todavía tenemos que encontrar una fonda, pero cualquiera servirá. Vamos a buscarla.

—De acuerdo. —Matahachi echó a andar, haciendo rebotar ligeramente a su madre sobre sus espaldas—. ¡Qué poco pesas, madre! ¡Eres muy liviana, mucho más que una roca!

El joven apuesto

La soleada isla de Awaji, gradualmente envuelta por la bruma invernal del mediodía, se desvaneció a lo lejos. El aleteo de la gran vela bajo las ráfagas del viento ahogaba el sonido del oleaje. El barco, que realizaba varias veces la travesía entre Osaka y la provincia de Awa en Shikoku, estaba recorriendo el mar Interior rumbo a Osaka. Aunque su cargamento principal consistía en papel y tinte añil, un olor inconfundible revelaba que transportaba contrabando de tabaco, que el gobierno Tokugawa había prohibido a la gente fumar, aspirar por la nariz o masticar. También había a bordo pasajeros, en su mayoría mercaderes, algunos de los cuales regresaban a la ciudad mientras que otros la visitaban para llevar a cabo las operaciones comerciales de fin de año.

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