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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (107 page)

BOOK: Musashi
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Aunque el relato parecía absurdo, Akemi lo contó con toda seriedad. Matahachi intentó escucharla cortésmente, pero pronto le entró un acceso de risa.

—¡Ja, ja! ¡Te lo estás inventando todo! Probablemente has asustado al fantasma. Pero si solías merodear por los campos de batalla y ni siquiera esperabas a que los espíritus de los muertos se marcharan antes de que empezaras a despojar los cadáveres.

—Entonces sólo era una niña. No sabía lo suficiente para sentir miedo.

—No eras tan joven... Supongo que todavía estás enamorada de Musashi.

—No... Fue mi primer amor, pero...

—Entonces ¿por qué vas a Ichijōji?

—La verdad es que no lo sé ni yo misma. Sencillamente, supuse que si iba ahí podría verle.

—Estás perdiendo el tiempo —le dijo él rotundamente, y entonces añadió que Musashi no tenía una posibilidad en un millar de salir con vida del combate.

Después de lo que le había sucedido en manos de Seijūrō y Kojirō, pensar en Musashi ya no podía evocar imágenes de la dicha que en otro tiempo había imaginado compartir con él. Puesto que ni había muerto ni hallado una clase de vida que le atrajera, se sentía como un alma en el limbo, un ganso separado de la bandada y perdido.

Mientras contemplaba el perfil de la muchacha, a Matahachi le sorprendió la similitud de sus situaciones respectivas. A ambos les habían cortado las amarras e iban a la deriva. Algo en el rostro empolvado de Akemi sugería que iba en busca de un compañero.

Él la rodeó con un brazo, le rozó la mejilla con la suya y le dijo:

—Marchémonos a Edo, Akemi.

—¿A..., a Edo? Debes de estar bromeando —dijo ella, pero la idea la hizo salir de su estado hipnótico.

Él la cogió con fuerza de los hombros.

—No tiene que ser necesariamente Edo, pero todo el mundo dice que es la ciudad del futuro. Osaka y Kyoto ya son viejas, y tal vez por eso el shōgun está levantando una nueva capital en el este. Si vamos allí ahora, habrá todavía una gran cantidad de buenos empleos, incluso para un par de gansos extraviados como tú y yo. Vamos, Akemi, dime que vendrás.

Alentado por el creciente interés que veía en su semblante, siguió hablando con más vehemencia.

—Podríamos divertirnos, Akemi. Podríamos hacer lo que queramos. ¿Para qué vivir si no puedes hacerlo? Somos jóvenes, y debemos aprender a ser audaces e inteligentes. Ninguno de los dos llegará a ninguna parte actuando como un débil. Cuanto más trates de ser buena, honrada y concienzuda, tanto más la realidad te dará con un canto en los dientes y se reirá de ti. Llorarás hasta quedarte sin lágrimas, y ¿adonde te conducirá eso? Así han sido siempre las cosas para ti, ¿no es cierto? No has hecho más que dejarte devorar por tu madre y unos cuantos hombres brutales. De ahora en adelante, tienes que ser tú la que devore, en vez de ser la engullida.

La muchacha empezaba a dejarse convencer. La casa de té de su madre había sido una jaula de la que ambos habían huido. Desde entonces el mundo no le había mostrado más que crueldad. Percibía que Matahachi era más fuerte y estaba mejor dotado que ella para enfrentarse a la vida. Al fin y al cabo, era un hombre.

—¿Vendrás? —le preguntó él.

Aunque sabía que era como si la casa hubiera ardido y ella tratara de reconstruirla con las cenizas, necesitó un esfuerzo para sacudirse de encima su fantasía, la ensoñación arrobadora en la que Musashi era suyo y solamente suyo. Pero finalmente asintió sin hablar.

—Entonces decidido. ¡Vámonos ahora mismo!

—¿Y tu madre?

—Ah, ella. —Matahachi sorbió aire por la nariz y miró a lo alto del risco—. Si consigue hacerse con algo para demostrar que Musashi está muerto, volverá al pueblo. Sin duda se pondrá furiosa como un avispón cuando descubra que me he ido. Es como si la oyera, diciéndole a todo el mundo que la dejé abandonada en la montaña para que se muriese, como solían desembarazarse de las ancianas en ciertas partes del país. Pero si tengo éxito, eso lo compensará todo. En cualquier caso, hemos tomado una decisión. ¡Vámonos!

Echó a andar, pero ella siguió quieta.

—¡Por ahí no, Matahachi!

—¿Por qué?

—Tendremos que pasar otra vez por delante de esa roca.

—¡Ja, ja! ¿Y ver al enano con cara de mujer? ¡Olvídalo! Ahora estoy contigo. Ah, escucha..., ¿no es ésa la llamada de mi madre? Apresurémonos, antes de que venga en mi busca. Es mucho peor que un pequeño fantasma con una cara que asusta.

El pino de ancha copa

El viento silbaba entre los bambúes. Aunque aún estaba demasiado oscuro para emprender el vuelo, las aves ya se habían despertado y cantaban.

—¡No me ataquéis! ¡Soy yo, Kojirō!

Había corrido más de una milla como un demonio y, cuando llegó al pino de ancha copa, le faltaba el aliento. Los rostros de los hombres que salieron de sus escondites estaban ateridos por la larga espera.

—¿Le has encontrado? —le preguntó Genzaemon con impaciencia.

—Le he encontrado, cierto —replicó Kojirō en un tono que hizo converger en él todas las miradas. Miró fríamente a su alrededor y dijo—: Le encontré y caminamos un trecho a lo largo del río Takano, pero entonces...

—¡Ha huido! —exclamó Miike Jūrōzaemon.

—¡No! —dijo rotundamente Kojirō—. A juzgar por su serenidad y lo que ha dicho, no creo que haya huido. Al principio así lo parecía, pero entonces comprendí que sólo intentaba librarse de mí. Probablemente ha ideado alguna estrategia que quería ocultarme. ¡Será mejor que no bajéis la guardia!

—¿Estrategia dices? ¿Qué clase de estrategia?

Se apiñaron en torno a él para no perderse una sola palabra.

—Sospecho que ha enrolado a varios ayudantes. Probablemente iba a reunirse con ellos para poder atacar todos a la vez.

—Humm —rezongó Genzaemon—. Eso parece probable. También significa que no tardarán mucho en llegar.

Jūrōzaemon se separó del grupo y ordenó a los hombres que volvieran a sus puestos.

—Si Musashi ataca cuando estamos diseminados así, podemos perder la primera escaramuza —les advirtió—. No sabemos cuántos hombres traerá consigo, pero no pueden ser muchos. Nos atendremos a nuestro plan original.

—Él tiene razón. No debemos bajar la guardia.

—Es fácil cometer un error cuando estás cansado de esperar. ¡Tened cuidado!

—¡A vuestros puestos!

Los hombres se dispersaron gradualmente. El mosquetero volvió a instalarse en las ramas más altas del pino.

Kojirō, al observar que Genjirō permanecía rígidamente en pie con la espalda apoyada en el tronco, le preguntó:

—¿Tienes sueño?

—¡No! —replicó resueltamente el muchacho.

Kojirō le dio unas palmadas en la cabeza.

—Con este frío se te han puesto los labios azules. Puesto que eres el representante de la Casa Yoshioka, tienes que ser valiente y fuerte. Ten un poco más de paciencia y verás algunas cosas interesantes. —Dicho esto, se alejó, no sin antes añadir—: Ahora tengo que encontrar un buen sitio para mí.

La luna había viajado con Musashi desde la hondonada entre las colinas de Shiga y Uryū, donde había dejado a Otsū. Ahora el astro se hundía detrás de la montaña, mientras que un gradual movimiento hacia arriba de las nubes que descansaban sobre las treinta y seis cumbres anunciaba que el mundo pronto iniciaría su actividad cotidiana.

Musashi apresuró el paso. Directamente bajo sus pies, vislumbró el tejado de un templo, y pensó que su destino ya no estaba lejos. Alzó la vista y reflexionó que dentro de muy poco su espíritu se uniría a las nubes en su vuelo hacia el cielo. Para el universo, la muerte de un solo hombre apenas tendría más importancia que la de una mariposa, pero en la esfera humana una sola muerte podía afectarlo todo, para bien o para mal. Ahora la única preocupación de Musashi era cómo morir con nobleza.

Llegó a sus oídos el agradable sonido del agua. Se arrodilló al pie de una alta roca, recogió con las manos agua del arroyo y la bebió con rapidez. Estaba tan fría que le escoció la lengua, y confió en que eso fuese una indicación de que su espíritu estaba sereno y el valor no le había abandonado.

Se tomó un momento de descanso y le pareció oír voces que le llamaban. ¿Otsū? ¿Jōtarō? Sabía que no podía tratarse de Otsū, pues no era una mujer que perdiese el dominio de sí misma y le persiguiera en semejante momento. Ella le conocía demasiado bien para hacer una cosa así. Sin embargo, Musashi no podía eludir la impresión de que le llamaban. Miró atrás varias veces, confiando en ver a alguien. La idea de que pudiera sufrir ilusiones era desconcertante.

Pero no podía perder más tiempo. Si llegaba tarde, no sólo habría roto su promesa sino que estaría en considerable desventaja. Suponía que el momento ideal para un guerrero solitario que quisiera atacar a un ejército de adversarios sería el breve intervalo después de que la luna se hubiera puesto pero antes de que el cielo estuviera totalmente iluminado.

Recordó el antiguo proverbio: «Es fácil aplastar a un enemigo que está fuera de uno mismo, pero imposible derrotar a un enemigo interior». Había jurado expulsar a Otsū de sus pensamientos, e incluso se lo había dicho así con franqueza cuando ella se aferraba a su manga. No obstante, parecía incapaz de eliminar de su mente la voz de la muchacha.

Soltó una maldición entre dientes, y se dijo: «Estoy actuando como una mujer. ¡Un hombre con una misión de hombre no tiene que pensar en frivolidades como el amor!».

Apretó el paso hasta que corrió tan rápido como podía. Entonces, de improviso, vio allá abajo una cinta blanca que se alzaba desde el pie de una montaña a través de los bambúes, árboles y campos. Era uno de los caminos que conducían al Ichijōji. Musashi se encontraba tan sólo a unas cuatrocientas varas del punto donde se juntaba con los otros dos caminos. A través de la bruma lechosa, distinguió las ramas del gran pino de ancha copa.

Se arrodilló, con el cuerpo en tensión. Incluso los árboles a su alrededor parecían transformados en enemigos potenciales. Con la agilidad de un lagarto, abandonó el sendero y avanzó hasta un punto situado directamente por encima del pino. Una ráfaga de aire frío sopló desde la cima de la montaña, empujando la niebla como una gran ola que envolvió los pinos y bambúes. Las ramas del pino de ancha copa temblaron, como para advertir al mundo del inminente desastre.

Musashi forzó la vista y pudo discernir las figuras de diez hombres que estaban en pie y totalmente inmóviles alrededor del pino, con las lanzas en posición de ataque. Percibía la presencia de otros en la montaña, aunque no pudiera verlos. Sabía que había entrado en la provincia de la muerte. Una sensación de respeto y temor hizo que se le pusiera la piel de gallina, incluso en los dorsos de las manos, pero su respiración era profunda y firme. Su cuerpo entero estaba preparado para la acción. Mientras avanzaba arrastrándose lentamente, los dedos de sus pies se aferraban al terreno con la fuerza y la seguridad de los dedos de las manos.

Cerca había un muro de piedra que podría haber sido en otro tiempo parte de una fortaleza. Obedeciendo a un impulso, Musashi avanzó entre las rocas hasta la elevación sobre la que se alzó en el pasado el edificio. Allí encontró un torii de piedra que daba directamente al pino de ancha copa. Detrás estaba el recinto sagrado, protegido por hileras de plantas de hoja perenne, entre las que podía ver el edificio de un santuario.

Aunque ignoraba cuál era la deidad a la que se rendía culto allí, corrió a través del bosquecillo hasta el portal del santuario y se arrodilló ante él. Con la muerte tan cercana, no podía evitar que su corazón temblara al pensar en la sagrada presencia. El interior del santuario estaba a oscuras, salvo por una lamparilla a la que balanceaba el viento y cuya llama parecía a punto de extinguirse pero que, como por milagro, volvía a arder con toda su brillantez. La placa encima de la puerta decía: «Santuario Hachidai».

A Musashi le consoló la idea de que tenía un poderoso aliado, que si se lanzaba al ataque el dios de la guerra iría tras él. Sabía que los dioses siempre se inclinaban por el bando al que asistía la razón. Recordó que el gran Nobunaga, cuando se dirigía a la batalla de Okehazama, se detuvo para presentar sus respetos en el santuario de Atsuta. El descubrimiento de aquel lugar sagrado parecía realmente oportuno.

Al otro lado del portal había una pila de piedra para que los fieles se lavaran antes de rezar. Después de enjuagarse la boca, Musashi volvió a llenársela de agua y roció con ella la empuñadura de la espada y los cordones de las sandalias. Tras purificarse así, se sujetó las mangas con una correa de cuero y se ató una cinta de algodón en la cabeza. Flexionando los músculos de las piernas mientras caminaba, subió los escalones del santuario y cogió la cuerda que colgaba del gong encima de la entrada. Siguiendo la costumbre ancestral, estaba a punto de tocar el gong y elevar una plegaria a la deidad.

Se contuvo y retiró rápidamente la mano. «¿Qué estoy haciendo?», se dijo, horrorizado. La cuerda, trenzada con hebras de algodón blancas y rojas, parecía invitarle a sujetarla y hacer sonar el gong para elevar su súplica. La miró fijamente. «¿Qué iba a pedir? —se preguntó—. «¿Para qué necesito la ayuda de los dioses? ¿No estoy ya fundido con el universo? ¿No me he adiestrado para enfrentarme a la muerte con calma y confianza?»

Estaba consternado. Sin pensarlo, sin recordar sus años de adiestramiento y autodisciplina, había estado a punto de rogar por la ayuda sobrenatural. Era una actitud errónea, pues sabía en lo más hondo que el verdadero aliado de un samurai no eran los dioses sino la misma muerte. La noche anterior y aquella madrugada había tenido la seguridad de que aceptaba plenamente su destino. Y, no obstante, había estado muy cerca de olvidar todo lo aprendido y suplicar la ayuda de la deidad. Inclinó la cabeza, avergonzado, y permaneció allí inmóvil como una roca.

«¡Qué idiota soy! Creía haber alcanzado la pureza y la iluminación, pero dentro de mí hay todavía un anhelo de seguir viviendo, una ilusión que me hace pensar en Otsū o mi hermana, una falsa esperanza que me lleva a aferrarme a un clavo ardiendo, un ansia diabólica, que es la causa del olvido de mí mismo y me tienta a implorar la ayuda de los dioses.»

Estaba disgustado, exasperado con su cuerpo y su alma, por su incapacidad para dominar el Camino. Las lágrimas que había retenido en presencia de Otsū brotaron de sus ojos.

«Todo ha sido inconsciente. No tenía ninguna intención de rezar, ni siquiera había pensado en el objetivo de mi plegaria. Pero si hago las cosas inconscientemente, eso las empeora aún más.»

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