Richard Dawkins ofrece un argumento más refinado que el del pájaro en la sala de banquete. Todos nosotros, en efecto, moriremos, y la muerte es absoluta y Dios una ilusión, pero aun así somos los afortunados. La mayoría de la «gente» —la inmensa mayoría de la gente potencial— ni siquiera nace, y su número es mucho mayor que los granos de arena que hay en todos los desiertos de Arabia. «El conjunto de personas posibles que permite nuestro ADN... supera con creces al conjunto de personas existentes. Tú y yo, en nuestra ordinariez, estamos aquí a pesar de todas esas posibilidades asombrosas.» ¿Por qué esto me parece un consuelo tan tenue; no, más aún, un gran desconsuelo? Porque pensemos en toda la obra evolutiva, todos los fragmentos no registrados de suerte cósmica, todas las decisiones tomadas, las generaciones de cuidados familiares, todos los elementos que han conducido a engendrarme a mí y mi singularidad. También mi ordinariez, y la del lector, y la de Richard Dawkins, pero una ordinariez única, pasmosamente triunfante sobre todas las posibilidades en contra. Esto hace más difícil, no más fácil, encogerse de hombros y decir filosóficamente: Oh, bueno, podría no haber existido en absoluto, así que más vale que disfrute de esta ventanita de oportunidad que otros no han tenido. Pero tampoco es fácil, a menos que seas biólogo, pensar en esos trillones de seres nonatos, genéticamente hipotéticos, «como personas potenciales». No me cuesta imaginar a un bebé que nace muerto o abortado como una persona en potencia, pero ¿todas esas combinaciones posibles que nunca llegan a producirse? Me temo que mi comprensión humana sólo llega hasta ahí; me quedan lejos las arenas de Arabia. Por tanto, no puedo ser filosófico. ¿Son los filósofos filosóficos? ¿Eran los laconios realmente lacónicos, los espartanos realmente espartanos? Sólo en términos comparativos, supongo. Aparte de mi hermano, el único filósofo que conozco bien es mi amigo G., obsesionado por la muerte, y que a los cuatro años me ganó por un decenio en la conciencia de nuestra mortalidad. Los dos tuvimos un día una larga conversación sobre el libre albedrío. Como todo el mundo, siempre he supuesto —un aficionado a y de mi propia vida— que tenía libre albedrío, y siempre, a mi entender, me comporté como si lo tuviera. Profesionalmente, G. me explicó mi error. Señaló que aunque podamos pensar que somos libres de actuar como queremos, no podemos determinar qué es lo que queremos (y si deliberadamente «queremos querer» algo, está el problema habitual de regresión a un «querer» primario). En algún momento tus deseos tienen que ser sólo algo dado: el producto de la herencia y la educación. Por consiguiente, la idea de que alguien es el responsable verdadero y último de sus actos es insostenible; a lo sumo tenemos una responsabilidad transitoria y superficial, y hasta ésta, con el tiempo, revelará que es un error. G. bien podría haberme citado la conclusión de Einstein de que «un Ser dotado de una comprensión más profunda y una inteligencia más perfecta, al observar a los hombres y sus acciones, sonreiría ante la ilusión humana de que están actuando conforme a su libre albedrío».
En su momento admití que había perdido la discusión, aunque siguiera obrando exactamente del mismo modo (lo cual, si se piensa, podría haber sido una buena prueba del argumento de G.). El me consoló comentando que si bien, en su opinión filosófica, no podemos tener libre albedrío, ser conscientes de ello no supone ninguna diferencia práctica respecto a cómo es, y ni siquiera a cómo debería ser nuestra conducta. Y en consecuencia he seguido confiando en esta engañosa construcción mental que me ayuda a recorrer el sendero mortal hasta el lugar donde mi voluntad, libre o encadenada, nunca volverá a actuar.
Está lo que sabemos (o creemos saber) que es así, está lo que creemos que es así (con la garantía de otros en quienes confiamos) y está el modo de comportarnos. La moralidad cristiana, en general, sigue gobernando el Reino Unido, aunque los feligreses disminuyen y los edificios de la Iglesia siguen su transición inexorable a monumentos históricos —despertando en algunos «una sed de ser serios»— y lofts. Este influjo me afecta a mí también: el magisterio cristiano (o, más exactamente, la conducta tribal precristiana codificada por la religión) influye en mi sentido de la moralidad; y el Dios en quien no creo pero al que echo de menos es, naturalmente, el Dios cristiano de la Europa occidental y la América no fundamentalista. No echo de menos a Alá ni a Buda, como tampoco a Odín o Zeus. Y añoro más al Dios del Nuevo Testamento que al del Viejo. Echo de menos al Dios que inspiró la pintura italiana y las vidrieras francesas, la música alemana y las salas capitulares inglesas, y esos cúmulos de piedra derruidos en unos acantilados celtas que fueron en otro tiempo almenaras simbólicas en medio de la oscuridad y la tormenta. También soy consciente de que el Dios al que echo en falta, el inspirador de obras de arte, a algunos les parecerá un capricho irrelevante, como la tan cacareada «idea personal de Dios» de la que me burlaba hace poco. Además, si Dios existiera, es muy posible que considerase que esta decorativa celebración de Su existencia es trivial y jactanciosa, objeto de divina indiferencia, cuando no de castigo. Podría pensar que Fra Angélico era un cursi y las catedrales góticas una bravucona tentativa de impresionarle con una construcción que no había conseguido adivinar cómo prefería Él que le adorasen.
Mis amigos ateos y agnósticos no se distinguen de los que se declaran religiosos por su honradez, generosidad, rectitud y fidelidad: ni por sus opuestos. ¿Es una victoria para ellos, me pregunto, o para nosotros? Cuando somos jóvenes, creemos que estamos inventando el mundo y a nosotros mismos; más tarde, descubrimos cuánto nos influye el pasado, y que siempre ha influido. Huí de lo que me parecía la decente insipidez de mi familia para descubrir después, a medida que envejezco, que mi parecido con mi padre se me antoja cada vez mayor. Es la postura con que me siento a la mesa, la caída de mi mandíbula, el tipo de calvicie incipiente y esa forma particular de risa educada que emito cuando algo no me hace mucha gracia: todo esto (y sin duda muchas más cosas que no identifico) son réplicas genéticas y no, claramente, expresiones de libre albedrío. A mi hermano le sucede lo mismo: habla cada vez más como nuestro padre, emplea la misma jerga y las frases inacabadas: se sorprende «hablando igual que él, y hasta arrastrando las zapatillas como hacía él». También ha empezado a soñar con papá, después de sesenta años sin que mis padres invadieran su sueño.
La abuela, en su demencia, creía que mi madre era una hermana suya que llevaba cincuenta años muerta. Mi madre, a su vez, daba la bienvenida a todos los parientes que había conocido en su infancia y que acudían a expresar su inquietud por ella. En su momento, nuestra familia acudirá a vernos a mi hermano y a mí (sólo que, por favor, no manden a mi madre). Pero ¿alguna vez ha disminuido la fuerza del pasado? Vivimos en gran medida de acuerdo con los postulados de una religión en la que ya no creemos. Vivimos como criaturas dotadas de un puro libre albedrío, a pesar de que los filósofos y los biólogos evolucionistas nos dicen que es en gran parte una ilusión. Vivimos como si la memoria fuese una consigna de equipajes bien construida y atendida por un personal eficiente. Vivimos como si el alma —o el espíritu, o la individualidad, o la personalidad— fuera una entidad identificable y ubicable, en vez de una historia que el cerebro se cuenta a sí mismo. Vivimos como si la crianza y la naturaleza fueran progenitores iguales, cuando la evidencia indica que la segunda es a la vez el látigo y la mano que lo empuña.
¿Calarán estos conocimientos? ¿Cuánto se tardará en asimilarlos? Algunos científicos piensan que nunca descifraremos totalmente los misterios de la conciencia porque lo único que podemos utilizar para comprender el cerebro es el propio cerebro. Quizá nunca abandonemos la ilusión del libre albedrío porque haría falta un acto del libre albedrío que no poseemos para abandonar nuestra creencia en él. Seguiremos viviendo como si fuéramos los árbitros de todas y cada una de nuestras decisiones. (Los diversos ajustes de gramática y sentido que he hecho en esta última frase, inmediatamente al redactarla y después, en el tiempo y reflexión ulteriores, ¿cómo puedo no creer «yo» que «yo» los he hecho? ¿Cómo puedo creer que esas palabras y este paréntesis que las sigue, y cada elaboración que hago dentro de ellas, y las erratas de mecanografía, y la palabra siguiente, completada o abandonada a mitad de camino porque se me ha ocurrido otra mejor y la he dejado tal cual, no son emanaciones de un ego coherente que toma decisiones literarias mediante un proceso de libre voluntad? No me cabe en la cabeza que no sea así.)
Quizá sea más fácil para ti o, si no para ti, para las generaciones que nazcan después de que hayas muerto. Quizá —tú y yo— les parezcamos «los tíos [y tías] a la antigua naturalmente podridos» del poema de Larkin. Quizá juzguen pintoresca y satisfecha la moral mitad asumida y mitad desarrollada con arreglo a la cual parece que tú y yo creemos que vivimos. Cuando la religión empezó a desmoronarse en Europa —cuando estaban actuando los «ateos granujas» como Voltaire—, hubo una aprensión normal sobre el origen de la moral. En un mundo peligrosamente desgobernado, cada pueblo podría producir su Casanova, su Marqués de Sade, su Barba Azul. Hubo filósofos que, mientras que por un lado refutaban el cristianismo para su propia satisfacción y la de su círculo intelectual, por otro creían que había que privar de este conocimiento a los campesinos y los taberneros, no fuera a desplomarse la estructura social y a desmandarse por completo el problema de los siervos.
Pero Europa tropezó con los «peros». Y aunque el dilema parece plantearse hoy de una forma aún más aguda —¿qué sentido tienen mis acciones en un universo vacío donde incluso se han debilitado otras certezas? ¿Por qué comportarse bien? ¿Por qué no ser egoísta y glotón y echarle la culpa de todo al ADN?—, los antropólogos y los biólogos evolucionistas pueden ofrecer consuelo (pero no a los creyentes). Digan lo que digan las religiones, estamos organizados —genéticamente programados— para actuar como seres sociales. El altruismo es evolutivamente útil (¡ah!; aquí desaparece tu virtud, otra falacia); por consiguiente, haya o no un predicador con una promesa de paraíso o una amenaza de infierno, los individuos que viven en sociedades por lo general obran de un modo bastante parecido. La religión ya no hace que la gente se comporte bien ni tampoco que se comporte mal, lo cual podría decepcionar tanto al ateo aristocrático como al creyente.
Cuando empecé a estudiar literatura francesa, me desconcertaba el concepto del
acte gratuit
. Tal como yo la entendía, la idea era la siguiente: para afirmar que ahora estamos al mando del universo tenemos que realizar una acción espontánea que carezca de motivo o justificación, y que esté más allá de la moral convencional. El ejemplo que recuerdo, de Los sótanos del Vaticano, de Gide, consistía en que el actor gratuito arrojaba a un perfecto desconocido desde un tren en marcha. Un acto puro, ya ves (y ahora también lo veo como una prueba supuesta de libre albedrío). No lo veía; o no lo bastante. Me puse a pensar en el desgraciado que es empujado a la muerte en medio del campo francés. Un asesinato —o quizá lo que unas mentes burguesas, todavía enfangadas en el cristianismo, optaban por llamar asesinato— como medio de demostrar una idea filosófica parecía demasiado..., demasiado teórico, demasiado francés, demasiado repulsivo. No obstante, mi amigo G. diría que el actor gratuito se habría estado engañando (simplemente «queriendo querer» algo). Y supongo que si su afirmación de puro acto libre era un engaño, también lo sería mi reacción al mismo.
¿Somos como esos pingüinos del Antártico o ellos son como nosotros? Nosotros vamos al supermercado, ellos se deslizan y se bambolean a lo largo de kilómetros de hielo hasta el mar abierto en busca de comida. Pero hay un detalle que omiten los programas de animales. Cuando los pingüinos se acercan a la orilla del agua, empiezan a entretenerse y a remolonear. Han llegado a la comida, pero también al peligro; el mar contiene peces, pero también focas. Su largo viaje podría concluir no comiendo, sino siendo comidos, en cuyo caso sus crías, apiñadas a la espera, se morirán de hambre y se agotará la fuente de genes. Así que los pingüinos hacen lo siguiente: aguardan hasta que uno de ellos, más hambriento o más inquieto, llega donde se termina el hielo y mira al océano nutritivo aunque mortífero, y entonces, como un grupo de pasajeros en el andén de una estación, arrojan al mar a codazos al imprudente. ¡Eh, que sólo es una prueba! Así es como son «realmente» esos pingüinos adorables y antropomorfizables. Y aunque nos escandalicen, al menos están actuando más racionalmente, más provechosa y hasta más altruistamente, que el actor gratuito de nuestra propia especie que arroja a un hombre desde un tren en marcha.
Ese pingüino no tiene alternativas. O se zambulle o muere; a veces se zambulle y muere. Y algunas de nuestras «opciones» resultan ser igualmente hipotéticas: formas de simplificar lo impensable, fingiendo controlar lo incontrolable. Mi madre sopesaba muy seriamente si se quedaría ciega o sorda. Optar de antemano por una invalidez parecía un método supersticioso de excluir la otra. En la realidad, sin embargo, la «alternativa» no llegó a ser posible. El ataque sufrido no le afectó al oído ni a la vista y, sin embargo, en el tiempo que le quedaba de vida nunca volvió a hacerse la manicura.
Mi hermano quisiera una muerte como la del abuelo: fulminado por un ataque cuando trabajaba en el jardín. (Era demasiado pronto para el cultivo de coles de Montaigne: estaba intentando poner en marcha su contumaz motocultor.) Teme los otros ejemplos familiares: la prolongada senilidad de la abuela, la lenta y humillante reclusión de papá, los delirios semiconscientes de mamá. Pero podemos elegir muchísimas otras posibilidades; o pueden elegirlas por nosotros; tantas puertas diferentes, aunque todas llevan el rótulo «Salida». En este sentido, la muerte es una opción múltiple, no lo que uno preferiría que fuese, y en sus opciones es pródigamente democrática.
Stravinski dijo: «Gógol murió gritando y Diaghilev murió riéndose, pero Ravel murió poco a poco. Esto es lo peor.» Tenía razón. Ha habido más muertes violentas de artistas, algunas envueltas en la locura, el terror y una absurdidad banal (Webern murió de un tiro disparado por un soldado norteamericano después de haber salido educadamente al porche a encender un puro), pero ninguna tan cruel como la de Ravel. Peor aún, tuvo una extraña prefiguración, un eco previo musical, en la muerte de un compositor francés de la generación anterior. Emmanuel Chabrier había sucumbido a una sífilis terciaria en 1894, el año siguiente al del estreno en París de su única tentativa de una ópera seria, Gwendoline. Esta obra —quizá la única ópera situada en la Gran Bretaña del siglo VIII— había tardado diez años en representarse; para entonces la enfermedad de Chabrier estaba en su fase final, y su mente en el país de los sueños. Sentado en su palco durante el estreno, agradecía los aplausos y sonreía «casi sin saber por qué». A veces se olvidaba de que la ópera era suya y murmuraba a un vecino: «Es buena, es buenísima.»