No, como no va a suceder así más vale que termine el libro antes del diagnóstico. Por supuesto, hay una tercera posibilidad (que he estado acariciando desde la primera página): empiezas el libro, vas casi por la mitad —donde ahora estoy, por ejemplo—, ¡y te entregan el diagnóstico! Como es posible que el texto, a estas alturas, esté ya flaqueando, hablas del dolor en el pecho, el desmayo, los rayos X, el escáner TAC... Me pregunto: ¿parecería un tanto artificioso? (El grupo de lectores parlamenta. «Oh, siempre creí que al terminarlo se moriría...; bueno, después de terminarlo, ¿no?» «No, yo pensaba que era un farol. Ni siquiera estaba seguro de que estuviese enfermo. Pensé que podría ser, ¿cómo lo llaman: metaficción?»)
Probablemente tampoco ocurrirá así. Cuando imaginamos nuestra propia muerte, sea la peor o la mejor forma de morir, tendemos a imaginar que morimos lúcidos, conscientes (demasiado) de lo que está pasando, capaces de expresarnos y de comprender lo que nos dicen. ¿Hasta qué punto podemos imaginar nuestra muerte —y el largo camino hasta el propio desenlace— en un estado de incoherencia e incomprensión? Con el mismo dolor y miedo, desde luego, pero ahora con una capa de confusión añadida. Sin saber muy bien quién es cada cual, quién está vivo o muerto ni dónde estás. (Pero cagado de miedo, de todos modos.) Recuerdo una visita que hice a una amiga anciana y demente en un hospital. Se volvía hacia mí y, con la voz suave y elegante que yo tanto había amado, decía cosas como: «Creo que te recordarán como uno de los peores criminales de la historia.» Entonces pasaba una enfermera y cambiaba rápidamente de estado de ánimo: «Por supuesto», me aseguraba, «las sirvientas aquí son estupendas.» A veces yo pasaba por alto estos comentarios (por ella, por mí), y a veces (por ella, por mí) los corregía. «En realidad son enfermeras.» Mi amiga me lanzaba una mirada astuta que expresaba sorpresa por mi ingenuidad. «Algunas son enfermeras», concedió. «Pero la mayoría son sirvientas.»
Mi padre sufrió una serie de ataques que, al cabo de los años, después de haber sido un hombre erguido de mi misma estatura, le redujeron primero a una figura encorvada sobre un andador, con la cabeza ladeada en esa torpe torsión hacia arriba a que obliga el aparato, y después a ocupante semihumillado de una silla de ruedas. Cuando los servicios sociales vinieron a evaluar su grado de incapacidad, explicaron que necesitaría una barandilla (la pagarían ellos) que le ayudase a ir desde la cama hasta la puerta. Mi madre no hizo caso de la sugerencia: «No quiero que ese chisme me afee la habitación.» Mantuvo que afearía la decoración del bungalow, pero ahora sospecho que su negativa era una manera oblicua de negar lo que había ocurrido... y que quizá también le ocurriese a ella. Pero lo que sí permitió —para mi sorpresa— fue que modificasen la butaca de papá. Era la maciza Parker Knoll verde, de respaldo alto, en la que el abuelo leía el
Daily Express
y confundía el estómago de la abuela con el teléfono. Le alargaron las patas con fundas metálicas, para que papá pudiera sentarse y levantarse más fácilmente.
Acompañó a este lento derrumbamiento físico la erosión del habla: la articulación y la memoria de las palabras. (Había sido profesor de francés y ahora estaba perdiendo la
langue
.) Vuelvo a ver el empujoncito y el arrastrar de pies con que el andador avanzaba lentamente desde la sala hasta la puerta de la calle, cuando venía a despedirme: un lapso de tiempo que parecía interminable y en el que cualquier tema de conversación sonaba totalmente falso. Yo fingía demorarme, mirar inquisitivamente una jarra de flores en el aparador, o hacer una pausa para observar de nuevo alguna chuchería que nunca me había gustado. Al final, los tres llegábamos al felpudo de la entrada. En una ocasión, las palabras de despedida de mi padre fueron: «Y la próxima vez, trae... trae...» Y se atascó. Yo no sabía si aguardar o, fingiendo que entendía, asentir con un gesto. Pero mi madre dijo, con firmeza: «¿Traer a quién?», como si la debilidad mental de mi padre fuese corregible mediante el interrogatorio adecuado: «Traer... traer...» Su cara expresaba ahora una frustración furiosa contra su cerebro. «¿Traer a quién?», repitió mi madre. La respuesta era ya tan obvia e innecesaria que tuve ganas de salir corriendo, subir al coche de un salto y alejarme de allí. De pronto, papá encontró una salida a su afasia. «Trae... a la mujer de Julián.» Ah, qué alivio. Pero no del todo. Mi madre, con un tono que no me pareció muy comprensivo, dijo: «Oh, te refieres a R», convirtiendo así al padre maestro en un escolar que no se sabe la lección.
Se quedaba en la puerta, encorvado sobre el andador con su estúpido y vacío cesto de metal enganchado a los manillares, y con la cabeza ladeada, como si intentara impedir la acción de la gravedad sobre la parte inferior de la mandíbula. Yo le decía adiós y recorría los doce metros que más o menos me separaban del coche, momento en el cual —inevitablemente— mi madre se acordaba de algo, bajaba al trote la pequeña curva de asfalto (su andar apresurado acentuaba la inmovilidad de mi padre) y daba un golpecito en la ventanilla. Yo la bajaba a regañadientes, adivinando lo que iba a decirme. «¿Qué te parece? Ha empeorado, ¿verdad?» Yo apartaba la mirada para ver a mi padre, que sabía que hablábamos de él, y sabía que yo sabía que él lo sabía. «No», respondía yo, por lealtad a papá, porque la alternativa posible habría sido bramar: «Ha tenido un puto ataque, mamá, ¿qué esperabas..., que jugara al voleibol?» Pero ella juzgaba que mi diplomática respuesta era una prueba de desinterés, y mientras yo iba soltando despacio el embrague y empezaba a rodar por el asfalto, ella, agarrada a la ventanilla, ponía ejemplos del deterioro que yo no había observado.
No quiero decir que mamá no fuese amable con él, pero su manera de afrontar el estado de mi padre era recalcar sus propias molestias y sufrimiento, mientras daba a entender que el sufrimiento de él era un poco más culpa suya de lo que pensaba la gente. «Cuando se cae, le entra el pánico, por supuesto», se quejaba mamá. «Bueno, como no puedo levantarle tengo que pedir ayuda a alguien del pueblo. Pero él se asusta porque no puede levantarse.» Un fallo de papá. Luego estaba lo de la máquina de pedalear que les había facilitado el hospital. Sentado en su butaca Parker Knoll, tenía que pedalear en aquel reluciente residuo de bicicleta. No sé si a él le parecía absurdo aquel simulacro de ciclismo en una butaca o si simplemente decidió que no mejoraría lo más mínimo su estado. «Es tan testarudo», se quejaba mi madre.
Naturalmente, cuando le tocó a ella fue igual de testaruda. El primer ataque la inmovilizó mucho más que el primero a papá: le dejó paralizada gran parte del lado derecho y el habla sufrió más daño. Cuando más coherente se mostraba era cuando más enfadada estaba por lo que había ocurrido. Con la mano buena se agarraba el brazo afectado. «Y por supuesto», decía, con un tono momentáneamente idéntico al de su antiguo ser, «esta cosa no sirve absolutamente para nada.» Aquella cosa le había fallado, igual que a mi padre. Y además, exactamente igual que papá, ella trataba a los fisioterapeutas con escepticismo. «Me empujan y me arrastran», se quejaba. Cuando le dije que le empujaban y arrastraban para ayudarla a recuperarse, contestó, satíricamente: «Sí, señor.» Pero era admirablemente estoica y desdeñaba lo que para ella era un modo falso de levantar el ánimo. «Te dicen que hagas una cosa y luego dicen: "Muy bien." Qué estupidez, yo «que no está bien.» Por tanto, dejó de colaborar. Su forma de seguir siendo ella misma era burlarse del optimismo profesional y rechazar la recuperación hipotética.
Mi sobrina C. fue a visitarla. La llamé para preguntarle cómo había ido y cómo estaba mamá. «Totalmente chiflada cuando he llegado, pero totalmente cuerda en cuanto hemos empezado a hablar de maquillaje.» Intuyendo la dureza de la juventud en la descripción de mi sobrina, le pregunté —quizá con cierta frialdad— qué variedad había adoptado su «chifladura». «Oh, estaba muy enfadada contigo. Ha dicho que la has dejado plantada tres días seguidos en la pista de tenis.» Vale: chiflada.
Mi sobrina tampoco escapaba a la censura. En una ocasión ella y yo estuvimos veinte misteriosos minutos en un silencio furioso y evitando tercamente el contacto visual. Al final, mamá se dirigió a C. y le dijo: «Un verdadero mono y eso es lo que eres. Pero entiendes por qué te tuve que poner de vuelta y media, ¿verdad?» Quizá este reparto de reproches injustos le daba una ilusión de control sobre su vida. Reproches que se extendían también a mi hermano, a quien el hecho de hallarse en Francia no le disculpaba ni protegía. Unas dos semanas después de su primer ataque, cuando casi todo lo que decía era incomprensible, estábamos conversando, o más bien yo le estaba diciendo cómo arreglaría yo las cosas mientras ella estaba en el hospital. Enumeré a las personas a las que podría consultar, y añadí que si había algún problema siempre podría recurrir al «excelente cerebro» de mi hermano. Con fatigosas pausas entre cada palabra, mi madre consiguió componer esta frase impecable: «Su excelente cerebro sólo piensa en el trabajo.»
A pesar de los meses de obstinada resistencia en el hospital, recuperó parte del habla, aunque no el movimiento. Nada proclive a engañarse, anunció que era incapaz de volver a vivir en el bungalow. Una tal Sally, enfermera jefe, vino a evaluar su solicitud de ingreso en la residencia de ancianos donde C. y yo esperábamos que la admitieran. Mamá afirmó que ya había inspeccionado el lugar y que le parecía «de primera», aunque sospecho que su «visita» se la había inventando leyendo un folleto. Dijo a la enfermera Sally que había decidido hacer sus comidas sola en su habitación: no podía comer con los demás residentes porque no le funcionaba el brazo derecho. «Oh, no sea tonta», dijo la enfermera. «Eso no importa.» La respuesta de mi madre fue imperiosa: «Cuando yo digo que importa, importa.» «¿Ha sido usted profesora?», fue la astuta réplica de Sally.
De joven me aterraba volar. Escogía para leer en un avión un libro que me pareciese adecuado para que lo encontraran sobre mi cadáver. Recuerdo que llevaba conmigo Bouvardy Pécuchet en un vuelo de París a Londres y me ilusionaba la idea de que después del accidente inevitable, a) habría un cuerpo identificable sobre el cual hallarían el libro; b) el volumen en rústica de Flaubert en francés sobreviviría al impacto y a las llamas; c) cuando lo encontrasen, todavía lo estaría aferrando mi mano, que milagrosamente habría sobrevivido (aunque quizá cortada) y que señalaría con un índice tieso un pasaje especialmente admirado, del cual, por consiguiente, la posteridad tomaría nota. Una historia verosímil, y yo estaba, naturalmente, tan asustado durante el vuelo que no pude concentrarme en una novela cuyas verdades irónicas, en cualquier caso, no son muy obvias para lectores jóvenes.
Me curé en gran parte de mi miedo en el aeropuerto de Atenas. Yo tenía alrededor de veinticinco años y había llegado a tiempo para embarcar en mi vuelo de regreso; con tanto tiempo (tan ansioso de partir) que, en lugar de llegar varias horas antes, me adelanté más de un día entero. No se podía cambiar el billete; como no tenía dinero para volver a la ciudad y buscar un hotel, acampé en el aeropuerto. También esta vez recuerdo el libro —el compañero de accidente— que llevaba conmigo: un volumen del Cuarteto de Alejandría de Durrell. Para pasar el rato, subí al mirador del edificio de la terminal. Desde allí observé cómo despegaba un avión tras otro, cómo aterrizaba un avión tras otro. Algunos de ellos probablemente pertenecían a compañías chungas y los tripulantes estaban borrachos, pero ninguno se estrelló. Vi cómo no se estrellaban montones de aviones. Y me convenció esta demostración visual, más que estadística, de la seguridad de los vuelos.
¿Podría intentar este ardid otra vez? Si contemplase la muerte más de cerca y con mayor frecuencia si tuviera un empleo — de ayudante en una funeraria o en una morgue—, ¿perdería el miedo, familiarizado con la evidencia? Es posible. Pero hay una falacia aquí, que mi hermano, como filósofo, señalaría enseguida. (Aunque él probablemente tacharía esta frase descriptiva. Cuando le enseñé las primeras páginas de este libro, rechazó mi afirmación de que, como filósofo, él desconfiaba de la memoria.
«¿Pienso todo esto "como filósofo"? No en mayor medida que pienso, "como filósofo", que ningún vendedor de coches de segunda mano es fiable.» Quizá; aunque incluso estos desmentidos suyos me parecen propios de un filósofo.) La falacia es la siguiente: en el aeropuerto de Atenas yo estaba comprobando el hecho de que miles y miles de pasajeros no morían.
En una funeraria o un depósito de cadáveres, confirmaría mi peor sospecha: que el porcentaje de muertes de la especie humana no es ni una pizca inferior a cien por cien.
Hay otro fallo en el esquema de «mejor forma» de muerte que estaba describiendo. Supongamos que el médico te dice que vivirás el tiempo suficiente y con la lucidez necesaria para completar tu último libro. ¿Quién no prolongaría el trabajo lo máximo posible? Sherezade nunca se quedó sin historias que contar. «¿Gota a gota de morfina?» «Oh, no, todavía faltan unos pocos capítulos. Lo cierto es que de la muerte hay mucho más que decir de lo que pensaba...» Y así tu deseo egoísta de sobrevivir obrará en detrimento de la estructura del libro.
Hace unos años, John Diamond, un periodista británico al que habían diagnosticado un cáncer, hizo de su enfermedad una columna diaria. Tuvo el acierto de mantener el mismo tono desenfadado que caracterizaba el resto de su obra; hizo bien en confesar su cobardía y su pánico junto con la curiosidad y la valentía ocasional. Su crónica desprendía un sello de autenticidad: aquello era lo que entrañaba sobrellevar un cáncer; estar enfermo no te convertía en otra persona ni por eso dejabas de pelearte con tu mujer. Como muchos otros lectores, yo le animaba en silencio, semana tras semana, a seguir adelante. Pero al cabo de más de un año..., bueno, es inevitable que surja una determinada expectativa narrativa. ¡Oye, una curación milagrosa! ¡Oye, que os estaba engañando! No, ninguno de estos epílogos funciona. Diamond tenía que morir y, como era lo esperable y lo correcto (en términos narrativos), murió. Aunque —¿cómo expresarlo?— un crítico literario severo podría quejarse de que su relato perdía solidez hacia el final.
Puede que esté muerto cuando el lector lea esta frase. En cuyo caso todas las objeciones sobre este libro quedarán sin respuesta. Por otra parte, los dos podemos estar vivos ahora (el lector, por definición, lo está), pero él podría morir antes que yo. ¿Ha pensado en ello? Perdone que lo saque a colación, pero es una posibilidad, al menos durante unos cuantos años. Si es así, mi pésame a sus seres más próximos y queridos. Y como decían los comensales del viernes —o más bien no decían, aunque quizás a veces lo pensaran— en aquel restaurante húngaro: o yo iré a vuestro funeral, o vosotros vendréis al mío. Siempre ha sido así, por supuesto: pero esta triste disyuntiva inalterable se vuelve más nítida con el paso del tiempo. En cuanto al lector y yo —en el supuesto de que yo no esté ya definitivamente muerto cuando él lea estas líneas—, es más probable, estadísticamente, que él me vea partir, y no al contrario. Y aún existe la otra posibilidad: que yo me muera mediada la redacción de este libro. Lo cual sería insatisfactorio para los dos, a no ser que el lector estuviese a punto de darse por vencido en el momento exacto en que el relato se interrumpe. Hasta podría morirme en mitad de una frase. Quizá en la mitad misma de una pal...