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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo conoce (26 page)

BOOK: Nadie lo conoce
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Se calló y se volvió hacia Sohlman.

—A falta de resultados técnicos seguros, puesto que ninguna de las pruebas está lista aún, puedo decir que todo apunta a que se trata del mismo asesino que en el caso de Martina —remarcó Sohlman—. Las similitudes no dejan lugar a dudas. Las señales que aparecen en el cuerpo muestran que a Mellgren, igual que a Martina, lo asesinaron antes de colgarlo de la soga y que el corte del vientre fue lo último de todo. Luego probablemente recogió la sangre, hay muy poca en el suelo. El modus operandi, como sabéis, no se ha hecho público, por lo que tampoco puede tratarse de un imitador. Mellgren también estaba desnudo cuando fue descubierto y aún no hemos encontrado su ropa.

—¿Cómo lo han asesinado? ¿También lo han ahogado? —preguntó Wittberg.

—Eso parece. Había una vieja bañera llena de agua en el establo. El agua se había salido por los bordes y hemos encontrado pelos y sangre dentro de ella. Probablemente el asesino lo ahogó allí metiéndole la cabeza en el agua.

—Eso significa que el asesino tiene que ser un tipo fuerte —apuntó Karin—. Mellgren no era ningún alfeñique.

—A no ser que lo hubieran drogado antes, eso no lo sabemos. O que lo hayan dejado inconsciente de un golpe, aunque no presenta lesiones que induzcan a pensar en eso.

—¿Cuánto tiempo llevaba muerto cuando lo encontrasteis? —quiso saber Smittenberg.

—Como mucho, una hora. Nuestros colegas debieron de llegar pisándole los talones al asesino.

—¿Qué huellas habéis encontrado?

—No muchas. Lo más interesante son las huellas del calzado que el asesino ha dejado tras de sí después de pisar la sangre. El suelo es de un cemento bastante liso, así que las pisadas se ven con claridad. Y el número de calzado es interesante, se trata de un par de zuecos de madera del número treinta y nueve o cuarenta, quizá.

Permanecieron unos segundos en silencio.

—¿Es decir, que también podría tratarse de una mujer? —Karin miró sorprendida a Sohlman.

—Sí, en cualquier caso no podemos descartarlo. Es bastante raro que un hombre tenga los pies tan pequeños, ¿no? Yo, que sólo mido uno setenta y cinco, calzo un cuarenta y dos.

—Yo conozco a un chico que tiene el número treinta y nueve —dijo Wittberg.

—¿La mujer? —preguntó Kihlgård—. ¿Qué opináis de Susanna Mellgren? Es bastante fuerte. Es decir, musculosa, parece bien entrenada. Quizá podría haberlo hecho ella.

—¿Y para qué iba a tomarse tantas molestias? —replicó Karin—. ¿Para qué iba a decapitar a los caballos, sacarles la sangre y asesinar de tres formas distintas si en realidad sólo quería acabar con su marido y con su amante?

—Podría ser una manera refinada de despistar —propuso Wittberg.

—¿Quizá quiera dirigir las sospechas contra alguien que habría podido utilizar métodos similares? —sugirió Kihlgård.

—¿Qué sabemos de esa familia, en realidad? Sinceramente, creo que no hemos investigado su pasado lo suficiente —dijo Karin—. Desde luego, el de la mujer, no.

—No, no la hemos considerado de especial importancia, a mí me cuesta creer que haya sido capaz de cometer estos crímenes —dijo Knutas—. Si hubiera sido ella quien colocó allí la cabeza del caballo, entonces, ¿por qué iba a llamar a la policía cuando su marido no lo hizo?

Karin se encogió de hombros.

—Para alejar de sí misma las sospechas, claro.

Knutas dirigió la pregunta siguiente a Agneta Larsvik.

—¿Qué opinas tú del asunto?

—Por lo que he oído, casi todo apunta a que nos enfrentamos al mismo autor, pero preferiría ver a la víctima y el escenario del crimen antes de pronunciarme. El hecho de que aparezca desnudo y de que falte la ropa también apunta en esa dirección. Es muy posible que el autor del crimen guarde la ropa para conservar la sensación que experimentó al asesinar, una especie de fetichismo. Igual que la sangre. Pero hay otro aspecto en el que debemos centrar nuestra atención.

Todos miraron atentamente a la psiquiatra.

—Me pregunto por qué el propio Mellgren no llamó a la policía cuando apareció la cabeza del caballo. Tiene que haber algo detrás. ¿No podría ser que él supiera, o al menos sospechara, quién se la enviaba? Posiblemente creyó que podría arreglarlo él solo hablando con el interesado.

—¿Y quién podría ser esa persona?

Kihlgård lanzó la pregunta pero no obtuvo respuesta.

Knutas rompió el silencio.

—Susanna Mellgren está citada para un interrogatorio, la veré a las diez. Espero que entonces podamos aclarar alguna cosa. Naturalmente se comprobará su coartada durante la tarde en que se cometió el crimen, y también en la fecha en que Martina Flochten fue asesinada.

—Esto hace que tengamos que ver también el incidente de la cabeza de caballo hallada en casa de Gunnar Ambjörnsson con nuevos ojos. Su vida podría estar en peligro también. ¿Deberíamos ponernos en contacto con él?

—En cualquier caso, deberá llevar protección tan pronto como esté de regreso en la isla —aseguró Knutas malhumorado—. Tendremos que ocuparnos de ir a buscarlo al aeropuerto.

Lo interrumpió la señal de llamada del móvil. Al terminar la conversación miró a sus colegas con gesto grave.

—Ha aparecido el teléfono móvil de Martina Flochten en el Hotel Warfsholm, bajo las tablas de madera de la terraza. Debió de perderlo la noche en que fue asesinada. Se han comprobado las llamadas. Lo último que aparece registrado es un mensaje enviado a su buzón de voz la noche del crimen a las diez y treinta y cinco. ¿Sabéis quién llamaba?

Todos esperaron ansiosos sin decir nada.

—Era Staffan Mellgren.

E
l asesinato de Staffan Mellgren abrió los informativos de televisión a lo largo de la mañana. La policía había enviado un comunicado de prensa a las doce de la noche en el que informaba del suceso y la redacción de noche del Canal Digital 24 Horas de la Televisión Sueca, rápida como un rayo, envió una unidad móvil de retransmisión para emitir directamente desde la isla en el
ferry
de las tres, y tres horas más tarde, poco después de las seis, la unidad móvil desembarcaba en el puerto de Visby. En ocasiones como ésta, era esencial cubrir la noticia las veinticuatro horas del día.

A Johan lo había despertado a media noche el redactor del Canal 24 Horas, y cuando Pia y él se reunieron en la redacción con el equipo enviado desde Estocolmo, ya había confirmado la noticia y había conseguido una cita para entrevistar a Knutas delante de la comisaría. En el camión venía, entre otros, el reportero Robert Wiklander, con quien Johan había trabajado anteriormente en Gotland. Robert trabajaba para los informativos
Aktuellt
y
Rapport
, y ahora ambos iban a colaborar. Lo acompañaba un cámara, a quien Johan sólo conocía de vista, y también un editor, que se instaló en la redacción para hacerse cargo del trabajo desde allí a lo largo de la mañana, que ya se temían iba a ser muy agitada.

Se repartieron el trabajo entre ellos. Pia se fue hasta la granja de los Mellgren para tomar algunas imágenes, mientras que Johan y Robert se turnaron para intervenir en las emisiones de los informativos en directo, que grababa el cámara llegado de Estocolmo. El que no estaba colaborando directamente en los informativos, trabajaba a toda pastilla para conseguir citas con personas a las que querían entrevistar. Consiguieron que tanto el jefe provincial de la policía como el rector de la universidad y el jefe de la Oficina de Turismo fueran hasta la comisaría para ser entrevistados. En Gotland el mundo de la arqueología había sufrido una conmoción colectiva. Las excavaciones en Fröjel quedaron interrumpidas y nadie creía que volvieran a reanudarse a lo largo de aquel verano. A los participantes en el curso se les prohibió abandonar la isla de momento. Se paralizaron incluso las excavaciones de Eksta, donde se trabajaba para sacar a la luz una zona de enterramientos de la Edad de Bronce. Todos cuantos tuvieran la más mínima relación con la arqueología en Gotland se vieron afectados por lo que de momento se había convertido en un doble asesinato.

El jefe de turismo estaba preocupado, porque un asesinato más asustaría a los turistas y los medios de comunicación especulaban con la posibilidad de que anduviera suelto por la isla un asesino en serie. Una persona que seguiría matando hasta que lo detuvieran. Anders Knutas había pedido refuerzos a la Policía Nacional de Estocolmo y ahora trabajaban una treintena de personas en la investigación.

A las nueve y media de la mañana, cuando terminaron las emisiones de los informativos matutinos, llamaron los redactores desde Estocolmo y elogiaron el buen trabajo periodístico que habían realizado. Al instante llegaron nuevas exigencias. Querían reportajes para la hora del almuerzo, para todas las emisiones de la tarde y una crónica algo más extensa para las emisiones de la noche, tanto para
Aktuellt
como para
Rapport
, y a ser posible que fueran variados.

Naturalmente, Max Grenfors, que ya había vuelto de vacaciones, quería dar prioridad a la emisión de
Noticias Regionales.
Aquello era siempre un dilema. Cada redactor ponía su programa en primer lugar y con tantos informativos y tantos redactores se pasaban el día colgados del teléfono. Como reportero era fácil sentirse dividido. Acordaron que Robert y el cámara de Estocolmo se harían cargo de los informativos de ámbito nacional, y que Johan y Pia se concentrarían en los informativos de
Noticias Regionales.
Después de esto, el material que recogieran y las entrevistas que hicieran a lo largo del día siempre podían intercambiarlas entre ellos. El editor llegado de Estocolmo se encargaría de montar el material que entraba continuamente en la redacción.

Por la tarde Johan recibió una llamada inesperada. Era de su amigo Niklas Appelqvist, que estudiaba arqueología en la universidad.

—¿Sabes que corren rumores de que Martina Flochten era la amante de Staffan Mellgren?

—¿Es verdad?

—Se rumorea en tantos sitios que debe haber algo de cierto.

—¿Conoces a alguien que pueda corroborarlo?

—Quizá, tendré que comprobarlo. Mellgren era, por lo visto, un auténtico Casanova. Ha tenido aventuras con varias alumnas de la universidad, por lo que he oído.

—¿No me digas? Pero yo no puedo especular con eso en un informativo. Necesito que me lo confirmen dos fuentes independientes. De lo contrario, no puede ser.

—Voy a tratar de conseguir esas fuentes, luego te llamo.

S
usanna Mellgren parecía agotada cuando entró en el despacho de Knutas por la mañana. Se sentó con las manos cruzadas recatadamente sobre las rodillas y la mirada baja, como si estuviera a punto de ponerse a rezar.

—La acompaño en el sentimiento —comenzó Knutas.

Ella agachó levemente la cabeza.

—¿Cuándo fue la última vez que vio a su marido?

—El domingo por la noche, cuando decidí irme a casa de mis padres.

—¿Por qué?

—Me pareció que era espantoso lo de la cabeza del caballo. No quería exponerme a mí misma ni a los niños a ningún peligro.

—¿Por qué creyó que sería peligroso quedarse en la casa?

—Parecía como si alguien estuviera amenazándonos. Lo había leído y también había visto el reportaje en televisión, me refiero a lo del caballo decapitado y todo eso…

—¿Por qué iba a querer alguien amenazarlos?

—Ni idea —respondió meneando la cabeza.

—¿Y a su marido?

—No sé tampoco por qué querría alguien hacerle daño —respondió sosteniendo la mirada de Knutas—. Que yo sepa no tenía enemigos.

—¿Cómo se encontraba él aquella noche? ¿Qué ocurrió entre ustedes?

—Como ya he dicho antes, parecía frío e indiferente. Dijo que lo del caballo no era nada por lo que debiéramos preocuparnos.

—¿Le preguntó por qué no se sentía preocupado?

—Lo intenté, pero sólo se enfureció. Repitió que no era nada que tuviéramos que tomarnos en serio y que haríamos como si nada y seguiríamos como siempre. Estoy convencida de que no me contó la verdad. Al final me enfadé yo, porque tenía miedo más que nada por los niños, pero no quiso saber nada y me aseguró que eso sólo tenía que ver con él. Es decir, que se descubrió a sí mismo, seguro que sabía de qué iba todo.

—¿Quiere usted decir que sabía quién lo amenazaba?

—Yo creo que sabía quién había colocado la cabeza de caballo y al parecer lo consideraba una amenaza. En cualquier caso, la discusión terminó con que yo recogí nuestras cosas, cogí a los niños y nos fuimos a casa de mis padres. Y ya ve lo que ha pasado: ahora está muerto. Y lo último que hicimos fue discutir. Si no me hubiese ido quizá aún estaría vivo.

Susanna rompió a llorar. Knutas se levantó y le dio una palmadita en el hombro con torpeza. Fue a buscar servilletas y un vaso de agua y aguardó un momento para que Susanna Mellgren pudiera tranquilizarse.

—¿A qué hora se fueron usted y sus hijos a casa de sus padres el domingo? —continuó con tiento.

—Fue después de que ustedes estuvieran en nuestra casa. Staffan llegó a casa a las siete y nosotros todavía estábamos allí. Nos fuimos a las ocho o una cosa así —contestó y se sonó ruidosamente.

—¿Qué hicieron cuando llegaron allí?

—Nos instalamos en la casita de invitados que tienen en el jardín. Después vimos un poco la tele y nos acostamos.

—¿Y al día siguiente?

—Fuimos a la playa y pasamos allí todo el día los niños, mi madre y yo. Hizo un día estupendo.

—¿Y por la tarde?

—Hicimos una barbacoa, nos sentamos fuera y bebimos un poco de vino. Mis padres y los niños vieron una película después de la cena, no quisieron acompañarme al pub. Actuaba Smaklösa, uno de mis grupos favoritos. Pensé que me vendría bien un poco de distracción después de todo lo que había pasado.

—¿Así que fue sola?

—Sí.

—¿Puede alguien confirmar que estuvo allí?

—No lo sé. El camarero, quizá, nos conocemos de vista.

—¿Sabe cómo se llama?

Susanna Mellgren tuvo que pensar unos segundos.

—Stefan.

—¿Y de apellido?

La mujer meneó la cabeza.

—¿Cuánto tiempo estuvo allí?

—Escuché la actuación del grupo, que duraría unas dos horas, había muy buen ambiente y la gente empezó a pedir canciones. Luego estuve sentada un rato en la terraza tomando una copa de vino, era una tarde muy calurosa y sentí la necesidad de estar sola. Seguro que pasé allí tres horas.

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