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Authors: Chuck Palahniuk

Nana (9 page)

BOOK: Nana
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En el radiorreloj, la zorra embarazada no para de llorar.

Los palos y las piedras te pueden romper los huesos, pero las palabras pueden hacerte un daño de narices.

De acuerdo con un artículo de la revista
Town & Country,
la correspondencia personal con caligrafía elegante y papel de carta de lujo se vuelve a llevar mucho, pero mucho. En un ejemplar de la revista
Estate
hay un anuncio que dice:

ATENCIÓN, CLIENTES DEL CLUB ECUESTRE

Y DE POLO BRIDLE MOUNTAIN

Dice:

«¿Ha contraído una infección parasitaria cutánea a causa de una montura?».

Nunca he visto antes el número de teléfono.

La mujer del radiorreloj le dice a la zorra que deje de llorar.

Aquí está el Gran Hermano, cantando y bailando, alimentándote a la fuerza para que tu mente nunca esté lo bastante hambrienta como para pensar.

Mona Sabbat pone los dos brazos sobre la mesa, sostiene el almuerzo con las manos y se acerca el radiorreloj. Suena el teléfono y ella lo coge y dice:

—Inmobiliaria Helen Boyle. Siempre la Casa Adecuada. —Y dice—: Lo siento, Ostra. Ha empezado el programa de la doctora Sara. —Y dice—: Te veo en el ritual.

La mujer del radiorreloj llama guarra a la zorra.

La portada de la revista
First Class
dice: «Sable, el Homicidio Justificable».

Tan rápido como un hipido, a medias escuchando la radio y a medias leyendo, con la canción escogida dentro de mi cabeza.

Por el radiorreloj lo único que puedes oír es a la zorra sollozando sin parar.

En vez de oír a la vieja, hay silencio. Dulce, dorado silencio. Demasiado perfecto para que quede nadie vivo.

La zorra deja escapar un suspiro y pregunta:

—¿Doctora Sara? —Y dice—: Doctora Sara, ¿sigue ahí?

Y una voz profunda interviene y dice que
El show de la doctora Sara Lowenstein
está sufriendo problemas técnicos. La voz profunda se disculpa. Un momento más tarde, empieza a sonar música de baile.

La portada de la revista
Manor-Born
dice: «¡Los diamantes se vuelven informales!».

Me tapo la cara con las manos y gimo.

La tal Mona desenvuelve su almuerzo y da otro bocado. Apaga la radio y dice:

—Putada.

En el dorso de la mano, dibujos con henna de color marrón oxidado le recorren los dedos y el pulgar abarrotados de anillos de plata. Un montón de cadenillas de plata le rodean el cuello y le desaparecen debajo del vestido de color naranja. En el pecho, la tela arrugada de color naranja está abultada por todos los medallones que le cuelgan debajo. Su pelo es un millar de espirales y rastas de color rojo y negro recogidos por encima de sus pendientes plateados en forma de filigranas. Sus ojos son de color ámbar. Sus uñas son negras.

Le pregunto si hace mucho que trabaja aquí.

—¿Quiere decir —dice— en tiempo de la Tierra?

Y saca un libro de tapa blanda de un cajón de su escritorio. Le quita el capuchón a un rotulador amarillo fluorescente y abre el libro.

Le pregunto si la señora Boyle habla alguna vez de poesía.

Y Mona dice:

—¿Se refiere a Helen?

Sí. ¿Alguna vez recita poesía? ¿Cuando está en su despacho a veces llama a gente por teléfono y les lee poemas?

—No me malinterprete —dice Mona—, pero la señora Boyle está más bien preocupada por el aspecto económico de las cosas, ¿sabe?

Tengo que empezar a contar uno, dos...

—Le pongo un ejemplo —dice—. Cuando el tráfico está difícil, la señora Boyle me hace ir en coche a casa con ella. Para poder coger el carril de coches compartidos. Luego tengo que coger tres autobuses para volver a mi casa. ¿Entiende?

Cuento cuatro, cinco...

Dice:

—Una vez tuvimos una conversación genial sobre el poder del cristal. Parecía que por fin podíamos conectar a algún nivel, pero resultó que estábamos hablando de dos realidades completamente distintas.

Me pongo de pie. Me saco una hoja de papel del bolsillo de atrás, la desdoblo, le enseño el poema y le pregunto si le resulta familiar.

En el libro que tiene sobre el escritorio hay la siguiente frase subrayada: «La magia es el afinamiento de la energía requerida para los cambios naturales».

Sus ojos de color ámbar se mueven de un lado a otro delante del poema. Justo por encima del cuello anaranjado de su vestido, por encima de la clavícula derecha, tiene tatuadas tres estrellas negras diminutas. Está sentada con las piernas cruzadas en su silla giratoria. Tiene los pies descalzos y sucios, con anillos plateados en los dedos gordos.

—Conozco esto —dice, y levanta la mano.

Con la mano todavía en el aire, me señala con el dedo índice y dice:

—He oído hablar de esto. Es un conjuro sacrificial, ¿verdad?

En el libro que tiene sobre el escritorio hay la siguiente frase subrayada: «El producto final de la muerte es invocar el nacimiento».

La superficie de cerezo del escritorio tiene una rayadura larga y profunda.

Le pregunto qué puede decirme de los conjuros sacrificiales.

—Se mencionan en todos los libros —dice, y se encoge de hombros—, pero se supone que han desaparecido. —Levanta la mano con la palma hacia arriba y dice—: Déjeme verlo otra vez.

Le pregunto cómo funcionan.

Y ella menea los dedos.

Y yo niego con la cabeza. Le pregunto por qué mata a los demás pero no a la persona que lo recita.

Mona inclina un poco la cabeza a un lado y dice:

—¿Por qué una pistola no mata a la persona que aprieta el gatillo? Es el mismo principio. —Levanta los dos brazos por encima de la cabeza y se despereza, retorciendo las manos en dirección al techo. Dice—: No funciona como una receta de un libro de cocina. No se puede diseccionar debajo de un microscopio de electrones.

Su vestido no tiene mangas, y el pelo de debajo de sus brazos es del habitual color marrón ratonil.

Pero, le pregunto, ¿cómo puede funcionar con alguien que ni siquiera oye el conjuro? Miro el radiorreloj. ¿Cómo puede funcionar un conjuro si ni siquiera lo dice uno en voz alta?

Mona Sabbat suspira. Le da la vuelta al libro, lo coloca hacia abajo sobre el escritorio y se pone el rotulador detrás de la oreja. Abre un cajón del escritorio y saca un cuaderno y un lápiz y dice:

—No tiene usted ni idea, ¿verdad?

Escribe en el cuaderno y dice:

—Cuando yo era católica, hace años, podía decir el avemaría en siete segundos. Podía decir el padrenuestro en nueve segundos. Cuando consigues tanta penitencia como yo conseguía, puedes ir deprisa. —Y dice—: Cuando vas así de deprisa, ni siquiera dices ya palabras, pero sigue siendo una oración.

Ella dice:

—Lo único que consigue un conjuro es dirigir una intención. —Lo dice despacio, palabra a palabra, y espera un momento. Me mira a los ojos y dice—: Si la intención del practicante es lo bastante fuerte, el objeto del conjuro caerá dormido, no importa dónde.

Cuanta más emoción tenga concentrada una persona, dice, más poderoso es el conjuro. Mona Sabbat me mira con los ojos fruncidos y dice:

—¿Cuándo fue la última vez que se acostó usted con alguien?

Hace unas dos décadas, pero no se lo digo.

—Lo que sospecho —dice— es que es usted un barril de algo. De rabia. De tristeza. De algo. —Deja de escribir y hojea su libro subrayado. Se para en una página, lee un momento y pasa otra página—. Una persona equilibrada —dice—, una persona funcional, tendría que leer la canción en voz alta para hacer que alguien caiga dormido.

Sin dejar de leer, frunce el ceño y dice:

—Hasta que solucione usted sus verdaderos problemas personales, nunca será capaz de controlarse.

Le pregunto si todo eso lo pone en su libro.

—La mayoría lo he sacado de la doctora Sara —dice.

Y le digo que la canción sacrificial hace algo más que mandar a la gente a dormir.

—¿Qué quiere decir? —dice ella.

Quiero decir que los mata. Le pregunto si está segura de no haber visto nunca a Helen Boyle con un libro titulado
Poemas y rimas del mundo entero.

Mona Sabbat deja caer la mano abierta sobre el escritorio y coge su almuerzo envuelto en papel de aluminio. Da un bocado, mirando el radiorreloj. Dice:

—Hace un momento, en el radiorreloj. —Mona dice—: ¿Acaba usted de hacerlo?

Asiento.

—¿Acaba de obligar a la doctora Sara a reencarnarse? —dice.

Le pregunto si puede llamar a Helen Hoover Boyle a su teléfono móvil y así puedo hablar con ella.

Me empieza a sonar el busca.

Y la tal Mona dice:

—¿Me está diciendo usted que Helen usa la misma canción sacrificial?

El mensaje de mi busca dice que llame a Nash. El busca dice que es importante.

Y le digo que no puedo demostrar nada, pero que la señora Boyle sabe hacerlo. Le digo que necesito su ayuda para aprender a controlarlo. Para poder controlarme.

Y Mona Sabbat deja de escribir en su cuaderno y arranca la página. La deja entre nosotros y dice:

—Si está convencido de que quiere aprender a controlar ese poder, necesita venir a un ritual de practicantes de Wiccan. —Sostiene el papel en dirección a mí y dice—: Tenemos más de mil años de experiencia en una misma habitación. —Y enciende el escáner de la policía.

El escáner de la policía dice:

—Unidad bravo-nueve, por favor, responda a un código nueve-catorce en los Loomis Place Apartments, unidad Cinco-D.

—La profundidad mística de este conocimiento requiere una vida entera de aprendizaje —dice. Coge su almuerzo y lo desenvuelve—. Oh —dice—, y traiga su plato caliente favorito sin carne.

Y el escáner de la policía dice:

—¿Me recibe?

15

Helen Hoover Boyle saca su teléfono móvil del bolso verde y blanco que le cuelga del codo doblado. Saca una tarjeta de visita y mira alternativamente la tarjeta y el teléfono mientras marca un número, con los botoncitos brillando en la penumbra. Con un brillo verde junto al rosa de sus uñas. La tarjeta de visita tiene los bordes dorados.

Hunde el teléfono en un lado de su pelo de color rosa. Le dice al teléfono:

—Sí. Estoy en alguna parte de su maravillosa tienda y me temo que necesito ayuda para encontrar la salida.

Se inclina sobre la tarjeta pegada con cinta adhesiva a un armario el doble de alto que ella. Le dice al teléfono:

—Estoy delante de... —Y lee—: Un armario neoclásico estilo Robert Adam con cartelas con arabescos de bronce dorado.

Me mira y pone los ojos en blanco. Le dice al teléfono:

—El precio marcado son diecisiete mil dólares.

Sus pies salen de unos zapatos verdes de tacón alto y se queda descalza en el suelo de cemento sobre sus medias blancas. No son del color blanco que te hace pensar en ropa interior. Se parece más al blanco de la piel de debajo. Las medias hacen que los dedos de los pies parezcan palmeados.

La falda del traje que lleva se ajusta a sus caderas. Es verde, pero no verde lima, sino más bien del color verde de una tarta de lima de los cayos. No es verde aguacate, sino más bien verde como una crema de aguacate con una tira encima de limón fina como el papel, servida helada en una sopera de Sèvres amarilla.

Es verde igual que una mesa de billar recubierta de fieltro verde se ve bajo la bola amarilla número 1, no de la forma en que se ve bajo la número 3 roja.

Le pregunto a Helen Hoover Boyle qué es un código nueve— catorce.

Y ella dice:

—Es un cadáver.

Y le digo que ya me lo parecía.

Ella le dice al teléfono:

—O sea, ¿hay que girar a la izquierda o a la derecha en la cómoda Hepplewhite de palisandro con detalles de hojas de madreselva labrados y rebozada con polvo de seda?

Tapa el teléfono con la mano, se inclina en mi dirección y me dice:

—No conoce usted a Mona. —Y dice—: No creo que su fiestecita de brujas sea más que una pandilla de hippies bailando desnudos alrededor de una roca plana.

A esta distancia, su pelo no es de un color rosa sólido. Cada rizo es de un rosa más pálido a lo largo del borde exterior, encendidos, de color melocotón, bermellones y casi rojos a medida que uno mira más adentro.

Le dice al teléfono:

—Y si paso la poltrona estilo Cromwell de doradillo con escudos de armas de marfil, entonces es que he ido demasiado lejos. Ya lo cojo.

A mí me dice:

—Dios, ojalá nunca se lo hubiera dicho usted a Mona. Mona se lo dirá a su novio y ahora no voy a parar de oír hablar del tema.

El laberinto de muebles nos rodea, todo marrones, rojos y negros. De vez en cuando dorados y espejos.

Con una mano acaricia el diamante solitario de la otra mano. El diamante grueso y afilado. Le da la vuelta hasta colocarlo en dirección a la palma de su mano, luego aprieta la palma abierta sobre la superficie del armario y graba una flecha que apunta a la izquierda.

Dejando un rastro en la historia.

Le dice al teléfono:

—Muchas gracias.

Lo cierra y se lo mete en el bolso.

Las cuentas de su collar son unas piedras de color verde alternadas con cuentas de oro. Debajo hay hileras de perlas. Nunca le había visto ninguna de estas joyas.

Se vuelve a calzar los zapatos y dice:

—En adelante, veo que mi trabajo va a tener que ser mantenerlos a Mona y a usted separados.

Se ahueca el pelo rosa por encima de la oreja y dice:

—Sígame.

Con la mano abierta y plana, traza una flecha sobre la superficie de una mesa. Una mesa de juego Sheraton de roble pintado con alas abatibles y pasamanos de latón afiligranado, según dice la tarjeta.

Ahora lisiado.

Guiando el paso, Helen Hoover Boyle dice:

—Ojalá usted hubiera dejado en paz este asunto. —Y dice—: No le incumbe para nada.

Lo que quiere decir es que solamente soy un reportero. Solamente un reportero persiguiendo una historia que no se puede arriesgar a contar al mundo. Porque en el mejor de los casos esto me convierte en un voyeur. En el peor, en un buitre.

Se detiene delante de un ropero enorme con espejos en las puertas, y desde detrás de ella me veo reflejado por encima de su hombro. Ella abre su bolso y saca un tubito dorado.

—A eso me refiero exactamente —dice.

La tarjeta dice que es un mueble estilo nuevo egipcio francés con paneles con detalles de hojas de madreselva en papier-maché y festoneado con agarraderas policromas.

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