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Authors: Chuck Palahniuk

Nana (6 page)

BOOK: Nana
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Las ondas estarán tan vacías como una piscina pública durante una alarma de polio. Después, solamente se emitirán unos pocos comunicados del gobierno. Solamente noticias y música higienizados. Después, cualquier música, libro o película será probada con animales de laboratorio o convictos voluntarios antes de publicarse.

En lugar de máscaras de cirujano, la gente llevará auriculares que les proporcionarán la protección constante y tranquilizadora de música segura o de cantos de pájaros. La gente pagará por recibir noticias «puras», por fuentes de información y entretenimiento «seguras». Igual que se inspecciona la leche, la carne y la sangre, imaginen que se tienen que filtrar y homogeneizar los libros y la música. Que certificar. Que aprobar para el consumo.

La gente renunciará con gusto a la mayor parte de su cultura para estar seguros de que la poca que reciba es limpia y segura.

Ruido de fondo.

Imaginen un mundo en silencio donde esté prohibido cualquier ruido lo bastante fuerte o lo bastante largo como para albergar un poema letal. Se acabaron las motocicletas, las cortadoras de césped, los aviones a reacción, las licuadoras eléctricas, los secadores de pelo. Un mundo donde la gente tenga miedo a escuchar, miedo a oír algo detrás del estruendo del tráfico. Palabras venenosas enterradas en la música a todo volumen que suena en el piso de al lado. Imaginen una resistencia cada vez mayor al lenguaje. Nadie hablará porque nadie se atreverá a escuchar.

Los sordos heredarán el mundo.

Y los analfabetos. Los que viven aislados. Imaginen un mundo de ermitaños.

Otra taza de café y tengo que mear como un cabrón. Henderson, de Información Nacional, me pilla lavándome las manos en el lavabo de hombres y me dice algo.

Podría ser cualquier cosa.

Le grito que no lo oigo mientras me estoy secando las manos debajo de la secadora de aire caliente.

—¡Duncan! —grita Henderson. Para hacerse oír por encima del ruido del agua y de la secadora de manos, grita—: Tenemos dos cadáveres en la suite de un hotel y no sabemos si es una noticia. Necesitamos que Duncan haga una llamada.

Creo que eso es lo que dice. Hay mucho ruido.

Me compruebo la corbata en el espejo y me peino con los dedos. En un solo golpe de voz, con el reflejo de Henderson a mi lado, podría recitar a toda prisa la canción sacrificial y borrarlo de mi vida para esta misma noche. A él y a Duncan. Muertos. Así de fácil.

En cambio, le pregunto si se puede llevar corbata azul con una chaqueta marrón.

8

Cuando el primer enfermero ha llegado al escenario, lo primero que ha hecho ha sido llamar a su corredor de bolsa. Este enfermero, mi amigo John Nash, ha valorado la situación de la suite 17F del hotel Pressman y ha puesto a la venta todas sus acciones de Stuart Western Technologies.

—Pueden echarme, vale —dice Nash—, Pero en los tres minutos que he tardado en hacer la llamada, esos dos que hay en la cama no se han muerto más de lo que estaban.

La siguiente persona a la que llama soy yo, y me pregunta si tengo cincuenta dólares a cambio de una información extra. Me dice que si tengo acciones de Stuart Western, que me deshaga de ellas y venga a toda pastilla a un bar en la Tercera, cerca del hospital.

—Joder —dice Nash al teléfono—. La mujer era preciosa. Si no hubiera estado ahí Turner, Turner mi compañero, no sé qué habría hecho. —Y cuelga.

De acuerdo con la teleimpresora, las acciones de Stuart Western Technologies ya se están yendo al garete. Ya debe de haberse emitido la noticia sobre Baker Lewis Stuart, el fundador de la empresa, y su nueva mujer, Penny Price Stuart.

Anoche, los Stuart cenaron a las siete en Chez Chef. Eso es fácil de averiguar sobornando al conserje del hotel. De acuerdo con el camarero que les sirvió, uno de ellos tomó el
risotto
de salmón y el otro los champiñones Portabello. Mirando la cuenta, me ha dicho, no se puede saber quién tomó cada cosa. Se bebieron una botella de pinot noir. Uno de ellos tomó tarta de queso de postre. Los dos tomaron café.

A las nueve fueron en coche a una fiesta en la Chambers Gallery, donde los testigos han contado a la policía que la pareja habló con varias personas, incluyendo al dueño de la galería y al arquitecto de su nueva casa. Los dos tomaron otro vaso de vino barato.

A las diez y media volvieron al hotel Pressman, donde llevaban residiendo en la suite 17F casi un mes desde su boda. La operadora del hotel dice que hicieron varias llamadas de teléfono entre las diez y media y la medianoche. A las doce y cuarto llamaron a recepción y pidieron que los llamaran para despertarlos a las ocho. Un empleado de recepción confirma que usaron el mando a distancia de la televisión para pedir una película porno. La doncella los encontró muertos a las nueve de la mañana siguiente.

—Para mí que es embolia —dice Nash—. Se lo estás comiendo a una chica y le soplas algo de aire dentro, o bien te la follas demasiado fuerte, y de una forma u otra puedes meterle un poco de aire en el flujo sanguíneo y la burbuja le va directa al corazón.

Nash es grandullón. Un tipo corpulento con un abrigo pesado encima del uniforme blanco. Lleva sus zapatillas de atletismo blancas y cuando llego ya está en la barra. Tiene los dos codos sobre la barra y se está comiendo un bocadillo de filete en un panecillo con semillas y mayonesa y mostaza goteando por el otro lado. Se está bebiendo una taza de café solo. Tiene el pelo grasiento recogido en forma de palmera sobre la coronilla.

Le pregunto si alguien ha registrado el lugar.

Nash mastica, con su enorme mandíbula subiendo y bajando. Sostiene el bocadillo con las dos manos pero lo que está mirando es el plato de debajo, todo pringado y lleno de pepinillos y de patatas fritas.

Le pregunto si ha olido algo en la habitación del hotel.

Él dice:

—Siendo recién casados, yo te digo que se la folló hasta matarla y luego tuvo un ataque al corazón. Van cinco pavos a que la abren y le encuentran aire en el corazón.

Le pregunto si por lo menos marcó asterisco y 69 en el teléfono para averiguar quién fue el último en llamar.

Y Nash dice:

—No se puede hacer. En los teléfonos de hotel, no.

Le digo que quiero algo más a cambio de mis cincuenta pavos que saber que estuvo babeando por un cadáver.

—Tú también habrías babeado —dice—. Joder, estaba de muerte.

Le pregunto si había objetos de valor en el escenario: relojes de pulsera, carteras, joyas.

Él dice:

—Y seguía caliente, debajo de la sábana. Lo bastante caliente. Nada de estertores. Nada.

Su mandíbula enorme sigue subiendo y bajando, más despacio ahora que no está mirando nada en particular.

—Si pudieras hacértelo con la mujer que quisieras —dice—, y si pudieras hacer lo que quisieras con ella, ¿no lo harías?

Le digo que está hablando de violación.

—No —dice—. Si está muerta, no. —Y muerde una patata frita—. Si hubiera estado solo y si hubiera tenido un condón... —dice con la boca llena—. Ni en coña habría dejado que el forense encontrara mi ADN en la escena del crimen.

Entonces está hablando de asesinato.

—No si la mata otro —dice Nash, y me mira—. O lo mata a él. El marido tenía un buen culo, si eso es lo que te va. Nada de secreciones. Nada de livor mortis. Nada de pérdidas de piel. Nada.

No tengo ni idea de cómo puede decir todo eso y seguir comiendo.

Dice:

—Los dos desnudos. Una mancha grande de humedad en el colchón, en medio de los dos. Sí, lo hicieron. Lo hicieron y se murieron. —Nash mastica su bocadillo y dice—: La vi allí y estaba más buena que ningún coñito que me haya tirado.

Si Nash conociera la canción sacrificial, no quedaría una mujer viva. Viva o virgen.

Si Duncan ha muerto, espero que no sea Nash el que atienda a la llamada. A lo mejor esa vez sí que lleva condón. A lo mejor aquí se pueden comprar en el lavabo.

Ya que la miró con tanta atención, le pregunto si vio algún hematoma, mordedura, picadura de abeja, marcas de agujas, lo que sea.

—Nada de eso —dice.

—¿Una nota de suicidio?

—Nada. Muertos sin causa aparente —dice.

Nash le da la vuelta al bocadillo con las manos y lame la mayonesa y la mostaza que gotean por el borde. Dice:

—¿Te acuerdas de Jeffrey Dahmer? —Nash lame y dice—: No tenía intención de matar a tanta gente. Simplemente se le ocurrió que si taladraba un agujero en el cráneo de alguien y le echaba desatascador de cañerías, lo podía convertir en un zombi sexual. Lo único que Dahmer quería era follar más.

Así pues, ¿qué consigo a cambio de los veinte dólares?

—Solamente tengo un nombre —dice.

Le doy dos de veinte y uno de diez.

Arranca un trozo de filete del bocadillo con los dientes. La carne le queda colgando sobre la barbilla hasta que echa la cabeza hacia atrás para metérsela en la boca. Masticando, dice:

—Sí, soy un cerdo. —Y el aliento le huele brutalmente a mostaza. Dice—: La última persona que habló con ellos, según el historial de llamadas de sus dos teléfonos móviles, se llama Helen Hoover Boyle.

Y dice:

—¿Te has librado de esas acciones tal como te he dicho?

9

Es el mismo armario de oficina estilo William and Mary. De acuerdo con la tarjeta pegada con cinta adhesiva a la parte delantera, es de pino negro lacado con escenas persas en dorado, patas terminadas en rodete y el frontón acabado con un montón de conchas y arabescos labrados. Tiene que ser el mismo armario. Hemos girado a la derecha, hemos cogido un pasillo estrecho flanqueado de armarios y luego hemos vuelto a girar a la derecha a la altura de un ropero estilo Regencia, luego a la izquierda a la altura de un sofá estilo Federal, pero aquí estamos de nuevo.

Helen Hoover Boyle apoya un dedo en el panel dorado que muestra a los hombres y mujeres deslustrados de la vida cortesana de Persia, y dice:

—No tengo ni idea de qué me está hablando.

Ella mató a Baker y Penny Stuart. Los llamó a sus teléfonos móviles el mismo día en que murieron. Les leyó la canción sacrificial a los dos.

—¿Cree que maté a esa pobre gente cantándoles? —dice.

Hoy lleva un traje chaqueta amarillo, pero su pelo sigue siendo voluminoso y de color rosa. Lleva zapatos amarillos, pero su cuello sigue abarrotado de cadenas de oro y de cuentas. Sus mejillas son de color rosa y tienen un aspecto blando por culpa del exceso de maquillaje.

No me ha hecho falta escarbar mucho para descubrir que los Stuart eran quienes acababan de comprar una casa en Exeter Drive. Una casa preciosa e histórica con siete dormitorios y paneles de cedro por todo el primer piso. Una casa que planeaban demoler para construir otra. Un plan que enfureció a Helen Hoover Boyle.

—Oh, señor Streator —dice—. Si se oyera.

Desde donde estoy, un pasillo estrecho y flanqueado de muebles avanza unos cuantos metros en cada dirección. Por los dos lados, el pasillo gira o se ramifica formando más pasillos, con armarios apretados a ambos lados y aparadores montados los unos sobre los otros. Todo lo que no es demasiado alto, como los sillones, sofás y mesas, deja ver solamente hasta el siguiente pasillo de cacharros, la siguiente pared de relojes de pie, biombos esmaltados y secreteres georgianos.

Aquí es donde ella ha sugerido que nos reuniéramos, para poder hablar en privado, en una de esas tiendas de anticuario instaladas en almacenes. En este laberinto de muebles, no paramos de encontrarnos con el mismo armario de oficina William and Mary, con el mismo ropero Regencia. Andamos en círculos. Estamos perdidos.

Y Helen Boyle dice:

—¿Le ha hablado a alguien más de su canción asesina?

Solamente a mi redactor jefe.

—¿Y qué ha dicho su redactor jefe?

Creo que ha muerto.

Y ella dice:

—Qué sorpresa. —Y dice—: Debe de sentirse usted fatal.

Por encima de nosotros cuelgan lámparas de cristal a distintas alturas, todas empañadas y grises como pelucas empolvadas. Allí donde sus cadenas están enganchadas a las vigas del techo, hay cables retorcidos y deshilachados. Los cables cortados, las bombillas muertas y polvorientas. Cada lámpara de cristal es una vetusta cabeza aristocrática cortada y colgando del revés. Por encima de todo, el tejado del almacén traza un arco, con un montón de listones apuntalando la chapa de cinc.

—Sígame —dice Helen Boyle—, ¿No se supone que solamente sale moho en la parte norte de los armarios?

Se mete dos dedos en la boca para humedecerlos y los levanta.

Las vitrinas rococó, las librerías jacobeas, las cómodas altas estilo neogótico, labradas y barnizadas, y los roperos estilo provincial francés nos rodean por todas partes. Los gabinetes de curiosidades de nogal eduardianos, los muebles de cajones neorenacentistas. El nogal y la caoba, el marfil y el roble. Las patas en forma de bulbo y las patas acabrioladas y los paneles con motivos de imitación de tela. Los
chiffoniers
estilo Queen Anne. Más arce de azúcar. Incrustaciones de madreperla y similor de bronce dorado. Nuestros pasos arrancan ecos del suelo de cemento. La lluvia tabletea en el tejado metálico. Y ella dice:

—¿No se siente en cierta manera enterrado por la historia?

Con las uñas de color rosa saca un llavero de su bolso blanco y amarillo. Cierra el puño en torno a las llaves de manera que únicamente le sobresalen por entre los dedos las más largas y afiladas.

—¿Se da cuenta de que cualquier cosa que pueda hacer en la vida carecerá de sentido dentro de cien años? —dice—, ¿Cree que alguien se acordará de los Stuart dentro de cien años?

Va examinando las diferentes superficies pulimentadas, las mesas, los tocadores, las puertas, mientras su imagen flota a través de ellas.

—La gente se muere —dice—. La gente derriba casas. Pero los muebles, los muebles bonitos y elegantes, siguen adelante. Sobreviven a todo.

Dice:

—Los armarios son las cucarachas de nuestra cultura.

Y sin perder el paso, raya la superficie bruñida de nogal de un armario con la punta de acero de una llave. El ruido es tan suave como siempre que algo duro raya algo blando. La cicatriz es profunda y deja ver el pino barato sin tratar que hay debajo del enchapado.

Se para delante de un ropero con puertas biseladas de espejo.

—Piense en todas las generaciones de mujeres que se han mirado en ese espejo —dice—. Se lo llevaron a casa. Envejecieron en ese espejo. Se murieron, todas esas jóvenes hermosas, pero el ropero está aquí, más valioso que nunca. Un parásito que ha sobrevivido al anfitrión. Un depredador grande y gordo esperando su siguiente comida.

BOOK: Nana
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