Authors: Chuck Palahniuk
Nadie puede decir realmente cuándo echó raíces la Hederá helixseattle, pero es fácil de adivinar.
Mirando ejemplares viejos del Seattle Times, hay un anuncio en la sección de Ocio del 5 de mayo. Con tres columnas de ancho, dice:
ATENCIÓN, CLIENTES DEL ORACLE SUSHI PALACE
El anuncio dice:
«Si experimentan graves picores rectales causados por parásitos intestinales, pueden reunir las condiciones necesarias para entablar un pleito por demanda colectiva». Y da un número de teléfono.
Y yo, aquí con el Sargento, llamo al número.
Una voz de hombre dice:
—Despacho de abogados Dentón, Daimler y Dick.
Y yo digo:
—¿Ostra?
Digo:
—¿Dónde estás, cabroncete?
Y la línea se corta.
Aquí y allí, escribiendo esto en Seattle, en una cafetería justo delante de los parapetos del Departamento de Obras Públicas, una camarera nos dice al Sargento y a mí:
—Ahora no pueden matar las hiedras. —Y nos pone más café. Mira por la ventana las paredes verdes, infestadas de enredaderas gruesas y grises. Dice—: Es lo único que hace que se aguante esa parte de la ciudad.
Dentro de la red de enredaderas y hojas, los ladrillos están combados y movidos de sus sitios. El cemento está agrietado. Las ventanas han sido estrujadas hasta que se ha roto el cristal. La puerta no se abre de tan deformado que está el marco. Entran y salen volando pájaros de los acantilados verdes y erectos, comiéndose las semillas de hiedra, cagándolas por todas partes. A una manzana de distancia, las calles son cañones verdes, el asfalto y las aceras están sepultadas bajo el verde.
Los periódicos lo llaman «La amenaza verde». El equivalente en hiedra a las abejas asesinas. El Infierno de Hiedra.
Silencioso, imparable. El final de la civilización a cámara lenta.
La camarera dice que cada vez que los equipos de operarios podan las enredaderas, o las queman con lanzallamas, o las rocían con veneno —incluso la vez que trajeron cabras pigmeas para que se las comieran— las raíces de hiedra se extienden. Las raíces hunden túneles. Seccionan cables y tuberías subterráneos.
El Sargento marca el número del anuncio del sushi, una y otra vez, pero la línea sigue desconectada.
La camarera mira los dedos de hiedra que ya empiezan a cruzar la calle. Dentro de una semana se habrá quedado sin trabajo.
—La Guardia Nacional nos prometió que la contendrían —dice.
Y dice:
—He oído que la hiedra también ha llegado a Portland. Y a San Francisco. —Suspira y dice—: Está claro que esta la vamos a perder.
El hombre abre la puerta principal de su casa y allí estamos Helen y yo, en el porche, yo llevando el estuche de cosméticos de Helen, medio paso detrás de ella mientras Helen señala con su larga uña de color rosa y dice:
—Oh, Dios.
Tiene la agenda debajo de un brazo y dice:
—Mi marido. —Y retrocede—, A mi marido le gustaría dar testimonio ante usted de la promesa del Señor Jesucristo.
El traje de Helen es amarillo, pero no amarillo ranúnculo. Es más bien del mismo color amarillo de un ranúnculo hecho de limones dorados y pavé por Carl Fabergé.
El hombre tiene una botella de cerveza en la mano. Lleva calcetines de deporte grises sin zapatos. Le cuelga el albornoz abierto por delante, y debajo lleva una camiseta blanca y unos calzoncillos largos con dibujos de cochecitos de carreras. Con una mano, se lleva la cerveza a la boca. Inclina la cabeza hacia atrás y aparecen burbujas dentro de la botella. Los cochecitos de carreras tienen neumáticos ovalados inclinados hacia delante. El hombre eructa y dice:
—¿Vais en serio?
Tiene el pelo negro cayéndole por una frente arrugada a lo Frankenstein. Tiene ojos ojerosos de sabueso.
Extiendo la mano para estrechársela y digo: ¿Señor Sierra? Le digo que hemos venido para compartir el gozo del amor de Dios.
Y el tipo de los coches de carreras frunce el ceño y dice:
—¿Por qué sabéis mi nombre? —Me mira con los ojos entornados y dice—: ¿Os ha mandado Bonnie para que habléis conmigo?
Y Helen se asoma a un lado del tipo y mira la sala de estar. Abre su bolso y saca un par de guantes blancos y empieza a enfundarse los dedos en ellos. Se abotona un botoncito en el puño de cada guante y dice:
—¿Podemos entrar?
Se suponía que iba a ser más fácil.
Plan B, si encontramos un hombre en casa iniciamos el Plan B.
El tío de los coches de carreras se mete la botella de cerveza en la boca y hunde las mejillas mal afeitadas. Inclina la cabeza hacia atrás y lo que queda de la cerveza desaparece en forma de burbujas. Da un paso a un lado y dice:
—Bien. Sentaos. —Mira su botella vacía y dice—: ¿Queréis una cerveza?
Pasamos al interior y él entra en la cocina. Se oye cómo saca el tapón a una botella.
En toda la sala de estar solamente hay un sillón abatible. Hay un pequeño televisor portátil colocado sobre una caja de leche. A través de unas puertas correderas de cristal se ve un patio. Colocados contra la pared más lejana del patio hay jarrones verdes de floristería, llenos hasta arriba de agua de lluvia, con flores negras podridas dobladas y cayendo fuera de los jarrones. Rosas marrones podridas sobre tallos negros cubiertos de moho gris peludo. Atada alrededor de uno de los ramos hay una cinta ancha de satén negro.
En la alfombra de pelo largo de la sala de estar se ve el contorno fantasma dejado por un sofá. Hay el contorno dejado por un aparador de porcelana, las muescas dejadas por las patas de sillas y mesas. Hay un enorme cuadrado plano donde toda la alfombra está igual de aplastada. Todo es muy familiar.
El tipo de los coches de carreras me mira señalando el sillón abatible y dice:
—Siéntate. —Bebe más cerveza y dice—: Siéntate y hablaremos de cómo es Dios en realidad.
El cuadrado aplanado en la alfombra señala el sitio donde había un parquecito infantil.
Le pregunto si mi esposa puede usar su baño.
Él inclina la cabeza a un lado y mira a Helen. Con la mano libre se rasca el pescuezo y dice:
—Claro. Está al final del pasillo. —Y hace una señal con su botella de cerveza.
Helen mira la cerveza derramada sobre la alfombra y dice:
—Gracias. —Se saca la agenda de debajo del brazo, me la da y dice—: En caso de que te haga falta, aquí tienes una Biblia.
Su agenda llena de objetivos políticos y acuerdos inmobiliarios. Genial.
Todavía está caliente de su sobaco.
Helen desaparece por el pasillo. Se oye el ruido de un ventilador de baño. Una puerta se cierra en alguna parte.
—Siéntate —dice el tipo de los coches de carreras.
Se queda de pie a mi lado tan cerca que tengo miedo de abrir la agenda, miedo de que vea que no es una Biblia de verdad. Huele a cerveza y a sudor. Los cochecitos de carreras están al mismo nivel que mis ojos. Los neumáticos ovalados están inclinados para dar la impresión de que van muy deprisa. El tipo da otro trago y dice:
—Háblame de Dios.
El sillón abatible huele igual que él. Es de terciopelo dorado y de un marrón más oscuro en los brazos por la suciedad. Está caliente. Y yo le digo que Dios es un moralista noble de la línea dura que se niega a aceptar nada que no sea una conducta firmemente correcta. Es un bastión de los estándares rectos, una lámpara que brilla para revelar los males de este mundo. Dios siempre estará en nuestros corazones y en nuestras almas porque su propia alma es tremendamente fuerte y carece de...
—Y una mierda —dice el tipo. Se da media vuelta y se aleja en dirección a las puertas del patio. Su cara se refleja en el cristal, solamente sus ojos, con la mandíbula oscurecida por el asomo de la barba sumida en las sombras.
En mi mejor voz de predicador radiofónico, digo que Dios es el patrón moral con el que millones de personas deben medir sus vidas. Es la espada flamígera, enviada para corregir las faltas y a los malhechores que pueblan el templo de...
—¡Y una mierda! —le grita el tipo a su reflejo en la puerta de cristal. Por su cara reflejada cae espuma de cerveza.
Helen está de pie en el umbral del pasillo, con una mano en la boca, mordiéndose los nudillos. Me mira y se encoge de hombros. Vuelve a desaparecer en el pasillo.
Sentado en el sillón abatible de terciopelo dorado, le digo que Dios es un ángel de poder e impacto sin precedentes, una conciencia para el mundo que lo rodea, un mundo de pecado e intenciones crueles, un mundo de ocultos...
Casi susurrando, el tipo dice:
—Y una mierda. —El vapor de su aliento ha borrado su reflejo. Se gira para mirarme, señalándome con la mano que sostiene la cerveza, y me dice—: Léeme tu Biblia donde dice algo sobre arreglar las cosas.
Abro solamente un poco la agenda encuadernada en cuero rojo de Helen y miro dentro.
—Dime cómo demuestro a la policía que yo no maté a nadie.
En la agenda pone el nombre de Renny O’Toole y la fecha 2 de junio. Sea quien sea, está muerto. El 10 de septiembre figura Samara Umpirsi. El 17 de agosto, Helen cerró el acuerdo para una casa en Gardner Hill Road. Y el mismo día mató al tirano de la república de Tongle.
—¡Lee! —grita el tipo de los coches de carreras. La espuma de la cerveza que tiene en la mano se le cae sobre los dedos y le gotea en la alfombra. Dice—: Léeme donde dice que puedo perderlo todo en una noche y que la gente va a decir que es culpa mía.
Miro en el libro y encuentro más nombres de gente muerta.
—Lee —dice el tipo, y bebe de su cerveza—. Lee donde dice que una mujer puede acusar a su marido de matar a su hijo y se supone que todo el mundo ha de creerla.
Al principio del libro, la caligrafía está medio borrada y cuesta de leer. Las páginas están acartonadas y tienen motitas. Antes, alguien ha empezado a arrancar las primeras páginas.
—Se lo pedí a Dios —dice el tipo. Agita su cerveza en mi dirección y dice—: Le pedí que me diera una familia. Iba a la iglesia.
Le digo que tal vez Dios no empezó atacando y humillando a todo el mundo que rezaba. Le digo que tal vez fue después de años y años de recibir las mismas oraciones sobre embarazos no deseados, sobre divorcios, sobre disputas familiares. Tal vez fue porque el público de Dios creció y más gente empezó a presentar exigencias. Tal vez fue el hecho de que Dios empezó a recibir más alabanzas. Tal vez el poder corrompe, pero El no siempre fue un hijo de puta.
Y el tipo del coche de carreras dice:
—Escucha. —Y dice—: Dentro de dos días voy al tribunal para que decidan si me acusan de asesinato. —Y dice—: Dime cómo me va a salvar Dios.
Mona me haría decir la verdad. Para salvar a este tipo. Para salvarme a mí mismo y a Helen. Para reunimos con la humanidad. Tal vez este tipo y su mujer volverían a estar juntos, pero el poema seguiría suelto. Morirían millones. El resto viviría en un mundo de silencio, oyendo solamente lo que creen que es seguro oír. Tapándose los oídos y quemando libros, películas y música.
En alguna parte alguien tira de la cadena. Un ventilador de baño arranca. Una puerta se abre.
El tipo se mete la cerveza en la boca y aparecen burbujas dentro de la botella.
Helen aparece en el umbral del pasillo.
Me duele el pie y le pregunto si ha considerado la posibilidad de adoptar un hobby.
Tal vez algo para hacer en la cárcel.
Destrucción constructiva. Estoy seguro de que Helen aprobaría el sacrificio. Condenar a un hombre inocente para que no mueran millones.
He aquí a todos los animales de laboratorio que mueren para salvar a una docena de pacientes de cáncer.
Y el tipo de los coches de carreras dice:
—Creo que será mejor que os marchéis.
De camino al coche, le doy a Helen su agenda y le digo que ahí está su Biblia. Mi busca empieza a sonar y es un número que no conozco.
Helen tiene los guantes blancos negros de polvo y me dice que ha hecho pedazos la página de la canción sacrificial y los ha tirado por la ventana de la habitación de la criatura. Está lloviendo. El papel se pudrirá.
Le digo que no basta con eso. Algún niño podría encontrarla. El mero hecho de que esté hecha pedazos hará que alguien quiera reconstruirla. Tal vez un detective investigando la muerte de una criatura.
Y Helen dice:
—Ese cuarto de baño era una pesadilla.
Damos la vuelta a la manzana con el coche y aparcamos. Mona está escribiendo en el asiento de atrás. Ostra está hablando por su teléfono. Luego Helen espera mientras me agacho y camino de vuelta a la casa. Camino agachado por la parte de atrás, con la hierba mojada succionándome los zapatos, hasta que estoy debajo de la ventana que Helen dice que es la de la habitación de la criatura. La ventana sigue abierta, con las cortinas colgando un poco por la parte de abajo. Cortinas rosas.
Los pedazos de la página están esparcidos por el barro y yo empiezo a recogerlos.
Detrás de las cortinas, en la habitación vacía, se oye abrirse la puerta. El perfil de alguien entra desde el pasillo y yo me agacho en el barro bajo la ventana. Una mano de hombre aparece en la repisa de la ventana, de forma que me pego a la pared de la casa. En algún lugar por encima de mí que no puedo ver, un hombre rompe a llorar.
La lluvia arrecia.
El hombre está en la ventana, con las dos manos apoyadas en la repisa. Sus sollozos arrecian. Se puede oler la cerveza que ha bebido.
Yo no puedo correr. No me puedo poner de pie. Tapándome la nariz y la boca con las manos, me alejo unos centímetros a gachas, apretado contra los cimientos, escondido. Y tan deprisa como un escalofrío, respirando entre mis dedos, yo también rompo a llorar. Con unos sollozos tan violentos como vómitos. Mordiéndome la palma de la mano, me lleno las manos de mocos.
El hombre se sorbe la nariz, con fuerza y haciendo un ruido líquido. Llueve cada vez más y se me mete agua en los zapatos a través de los cordones.
Con los pedazos rotos del poema en la mano, sostengo el poder sobre la vida y la muerte. No hay nada que pueda hacer. Todavía no.
Y tal vez uno no va al infierno por las cosas que hace. Tal vez uno va al infierno por las cosas que no hace.
Con los zapatos llenos de agua fría, el pie deja de dolerme. Extiendo la mano resbaladiza por los mocos y las lágrimas y apago mi busca.
Cuando encontremos el grimorio, si hay alguna forma de resucitar a los muertos, tal vez no lo quemaremos. No inmediatamente.