Nana (17 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

BOOK: Nana
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Y dice:

—¿Por qué crees que los empresarios de construcciones siempre viven en casas sin terminar?

Y dice:

—¿Por qué crees que los médicos tienen tan mala salud?

Hace un gesto con la mano en dirección a la puerta de la biblioteca y al aparcamiento de fuera y dice:

—La única razón de que no haya matado a Mona cien veces es porque mato a alguien todos los días. Y cobro un montón de dinero por hacerlo.

Le pregunto qué le parece la idea de Mona. ¿Por qué no puede controlar el poder simplemente amando tanto a la gente que no quiera matarlos?

—No se trata de amor ni de odio —dice Helen. Se trata de control. La gente no se sienta y lee un poema para matar a su hijo. Solamente quieren que el niño se duerma. Solamente quieren dominar. No importa lo mucho que quieras a alguien, siempre quieres que las cosas se hagan a tu modo.

El masoquista provoca al sádico para que actúe. La persona más pasiva es en realidad un agresor. Todos los días el hecho de que tú vivas implica sufrimiento y miseria para animales y plantas, e incluso para otras personas.

—Mataderos, granjas industriales, fábricas donde se explota a los trabajadores —dice—. Lo quieras o no, eso es lo que compra tu dinero.

Le digo que ha escuchado demasiado a Ostra.

—La clave es matar a gente intencionadamente —dice Helen, y coge la foto de Gustave Brennan en el periódico—. Matar a extraños deliberadamente para no matar accidentalmente a la gente que amas.

Destrucción constructiva.

Y dice:

—Soy una contratista independiente.

Es una asesina a sueldo internacional que trabaja a cambio de diamantes enormes.

Helen dice:

—Los gobiernos lo hacen todos los días.

Pero los gobiernos lo hacen después de años de deliberaciones y por el procedimiento debido, le digo. Solamente después de considerar minuciosamente la cuestión un criminal es considerado demasiado peligroso para soltarlo. O para poner un ejemplo. O por venganza. Muy bien, el procedimiento no es perfecto. Por lo menos no es arbitrario.

Y Helen se tapa los ojos un momento con la mano, luego se quita la mano, me mira y dice:

—¿Quién cree usted que me llama para esos trabajitos?

¿El Departamento de Defensa de Estados Unidos?

—A veces —dice—. La mayoría de las veces son otros países, cualquier país del mundo, pero no hago nada gratis.

¿Por eso las joyas?

—Odio regatear por la tasa de cambio, ¿no le pasa a usted? —dice—. Además, un animal muere cada vez que usted come carne.

Ostra otra vez. Veo que mi trabajo va a ser mantenerlo apartado de Helen.

Le digo que es distinto. Los humanos estamos por encima de los animales. Los animales fueron puestos en este planeta para alimentar y servir a la humanidad. Los seres humanos son preciosos e inteligentes y únicos, y Dios nos dio los animales a nosotros. Son propiedad nuestra.

—Claro que piensa eso —dice Helen—, Está en el bando ganador.

Le digo que la destrucción constructiva no es la respuesta que yo estaba buscando.

Y Helen dice:

—Lo siento, es la única que tengo.

Y dice:

—Cojamos el libro, arreglémoslo y vamos a hacer que nos maten un hermoso faisán para el almuerzo.

En la salida, le pregunto al bibliotecario por su ejemplar del libro de poemas. Pero está en préstamo. Los detalles sobre el bibliotecario son: tiene mechones de rubio ceniza en el pelo, y el pelo está engominado hasta formar un entoldado sólido sobre su cara. Una especie de visera rubio ceniza. Está sentado en un taburete delante de un monitor de ordenador y huele a humo de cigarrillo. Lleva un jersey de cuello alto con una tarjetita de plástico que dice:
SYMON
.

Y le digo que un montón de vidas dependen de que yo encuentre ese libro.

Y él dice que es una lástima.

Y le digo que no, que en realidad solamente la vida de él depende de ello.

Y el bibliotecario pulsa un botón en su teclado y dice que está llamando a la policía.

—Espera —dice Helen, y extiende la mano sobre el mostrador, los dedos resplandeciendo y cargados de esmeraldas escalonadas y de zafiros cortados en cabujón y de diamantes de baja calidad tallados en forma de cojín—. Symon, elige uno.

Y el labio superior del bibliotecario se frunce hacia arriba de forma que se le ven los dientes superiores. Parpadea una vez, dos veces, despacio, y dice:

—Cariño, te puedes quedar tu morralla asquerosa de drag queen.

Y la sonrisa de la cara de Helen ni siquiera se altera.

El hombre pone los ojos en blanco y los músculos de su cara y de sus manos se distienden. Se le cae la barbilla sobre el pecho y se desploma sobre el teclado, luego se retuerce y se desliza hasta el suelo.

Destrucción constructiva.

Helen extiende una mano sin precio para girar el monitor y dice:

—Mierda.

Incluso muerto en el suelo, el tipo parece dormido.

Helen lee el monitor y dice:

—Ha cambiado la pantalla. Necesito conocer su contraseña.

No hay problema. El Gran Hermano nos llena a todos de la misma porquería. Mi suposición es que era un tipo listo de la misma forma que todo el mundo se cree listo. Le digo que teclee la palabra «contraseña».

25

Mona me quita el calcetín del pie. El interior elástico del calcetín, las fibras, me despellejan las costras. Caen trozos de sangre coagulada al suelo. El pie está tan hinchado que todas las arrugas se han alisado. Mi pie es un globo con motas rojas y amarillas. Después de poner una toalla doblada debajo, Mona me echa el alcohol de frotar.

El dolor es tan instantáneo que no se sabe si el alcohol está hirviendo o helado. Sentado en la cama del motel, con la pernera remangada, con Mona arrodillada a mis pies en la alfombra, agarro dos puñados de la colcha y aprieto los dientes. Con la espalda arqueada, todos los músculos se me agarrotan durante unos segundos largos. La colcha está fría y empapada de mi sudor.

Bolsas de algo blando y amarillo, las ampollas me cubren casi por completo las plantas de los pies. Bajo la capa de piel muerta, se puede ver una forma oscura y sólida dentro de cada ampolla.

Mona dice:

—¿Qué ha estado pisando?

Está calentando un par de pinzas con el encendedor de Ostra.

Le pregunto de qué va eso de los anuncios que Ostra está poniendo en los periódicos. ¿Está trabajando para una empresa de abogados? ¿Los brotes de hongos dermatológicos y las intoxicaciones son de verdad?

Me gotea del pie alcohol, de color rosa por la sangre disuelta, sobre la toalla doblada del motel. Ella deja las pinzas sobre la toalla doblada y calienta una aguja con el cigarrillo de Ostra. Con una goma elástica, echa las manos hacia atrás y se recoge el pelo en una gruesa coleta.

—Ostra lo llama «antipublicidad» —dice ella—, A veces las empresas, las verdaderamente ricas, le pagan para cancelar los anuncios. La cantidad que le pagan, dice él, refleja lo verdaderos que son probablemente los anuncios.

El pie ya no me cabe en el zapato. Hoy mismo, en el coche, le he pedido a Mona si le podía echar un vistazo. Helen y Ostra han salido a comprar más maquillaje. Por el camino van a desactivar tres ejemplares del libro en una librería muy grande de libros usados que hay bajando la calle. The Book Barn.

Le digo que lo que hace Ostra es chantaje. Es poner a la gente en entredicho.

Ya es casi medianoche. No quiero saber dónde están realmente Helen y Ostra.

—Él no dice que sea abogado —dice Mona—. El no dice que haya un pleito. El solamente pone un anuncio. Otra gente rellena los espacios en blanco. Ostra dice que él solamente está plantando las semillas de la duda en sus mentes.

Dice:

—Ostra dice que es justo porque la publicidad promete cosas para hacerlo a uno feliz.

Cuando está arrodillada, a Mona se le ven las tres estrellas negras tatuadas encima de la clavícula. Se le ve lo que tiene debajo de la blusa, más allá de la alfombra de cadenas y colgantes, y no lleva sujetador, y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres...

Mona dice:

—Otros miembros del aquelarre también lo hacen, pero fue idea de Ostra. Dice que el plan es socavar la ilusión de seguridad y comodidad de la vida de la gente.

Con la aguja, rompe una ampolla amarilla y algo cae de ella. Una piececita de plástico marrón, cubierta de pus pestilente y de sangre, aterriza en la toalla. Mona le da la vuelta con la aguja y el pus amarillo moja la toalla. Lo recoge con las pinzas y dice:

—¿Qué carajo es esto?

Es un campanario de iglesia.

Le digo que no lo sé.

Mona tiene la boca entreabierta con la lengua sobresaliendo. La garganta se le desliza por dentro de la piel del cuello en una náusea. Agita una mano delante de la nariz y parpadea deprisa. De tanto que apesta el pus amarillo. Seca la aguja con la toalla. Con una mano me agarra los dedos de los pies y contra otra saja otra ampolla. Sale proyectado un chorrito amarillo y la mitad de la chimenea de una fábrica cae sobre la toalla.

Ella la coge con las pinzas y la seca en la toalla. Con la cara arrugada en torno a la nariz, la mira de cerca y dice:

—¿Quiere decirme qué es todo esto?

Rompe otra ampolla y sale despedida la cúpula en forma de cebolla de una mezquita cubierta de sangre y de pus. Con sus pinzas, Mona saca un platito de mi pie. Tiene pintado a mano un reborde de rosas rojas.

Fuera de nuestra habitación de motel, una sirena de bomberos pasa aullando por la calle.

De otra ampolla supura el frontón del edificio de un banco georgiano.

La cúpula de una escuela primaria sale despedida en la siguiente ampolla.

Sudando. Jadeando. Agarrando mis puñados blandos y goteantes de colcha, aprieto los dientes. Levanto la vista al techo y digo que alguien está matando a modelos.

Mona saca un arbotante sanguinolento y dice:

—¿Pisándolos?

Y le digo: Modelos de pasarela.

La aguja hurga en la planta de mi pie. La aguja pesca una antena de televisión. Las pinzas pescan una gárgola. Luego tejas, tejas planas de madera, pizarras diminutas y canalones.

Mona levanta el borde de una toalla apestosa y lo dobla de forma que se ve un lado limpio. Vierte en ella más alcohol.

Otro camión de bomberos pasa aullando frente al motel. Sus luces rojas y azules lanzan destellos a través de las cortinas.

Y no puedo respirar hondo de tanto que me duele el pie.

Necesitamos, digo. Necesito... Necesitamos...

Necesitamos volver a casa, le digo, lo antes posible. Si no me equivoco, necesito detener al hombre que está usando el poema sacrificial.

Con las pinzas, Mona pesca una persiana de plástico azul y la deja sobre la toalla. Saca una tira de cortinas de dormitorio, cortinas amarillas de habitación de niño. Saca un trozo de cerca y me echa más alcohol hasta que me chorrea limpio del pie. Se tapa la nariz con la mano.

Otro coche de bomberos pasa y Mona dice:

—¿Le importa si enciendo la tele a ver qué pasa?

Aprieto las mandíbulas mirando al techo y digo que no podemos... No podemos...

Ahora que estoy a solas con ella, le digo que no podemos confiar en Helen. Que solamente quiere el grimorio para controlar el mundo. Le digo que la cura de tener demasiado poder no es conseguir más poder. No podemos dejar que Helen ponga sus manos en el Libro de Sombras original.

Y tan despacio que no la veo moverse, Mona saca una columna jónica aflautada de un hoyo ensangrentado debajo del dedo gordo de mi pie. Tan despacio como la aguja que marca las horas en un reloj. No recuerdo si la columna procede de un museo o de una aguja o de una universidad. Todos esos hogares rotos e instituciones destrozadas.

Es más arqueóloga que cirujana.

Y Mona dice:

—Tiene gracia.

Coloca la columna junto con el resto de los fragmentos sobre la toalla. Inclinándose sobre la planta de mi pie con las pinzas y el ceño fruncido, dice:

—Helen me dijo lo mismo de usted. Dice que usted solamente quiere destruir el grimorio.

Hay que destruirlo. Nadie podría soportar todo ese poder.

En la televisión hay un viejo edificio de ladrillos, de tres pisos, con llamas saliendo de todas las ventanas. Los bomberos dirigen mangueras y arcos blancos de agua parecidos a plumas. Un joven con un micrófono en la mano entra en el plano, y detrás de él Helen y Ostra están mirando el incendio, con las manos unidas.

Mona sostiene en alto el frasco de alcohol de friegas y mira cuánto queda. Dice:

—Lo que me gustaría de verdad es practicar la empatía. Que lo único que tuviera que hacer es tocar a la gente y quedaran curados. —Lee la etiqueta y dice—: Helen me dice que podemos convertir el mundo en un paraíso.

Me incorporo en la cama, a medias, apoyándome en los codos, y digo que Helen está matando a gente a cambio de tiaras de diamantes. Que esa es la clase de salvadora que Helen es.

Mona seca las pinzas y la aguja en la toalla, dejando más manchas rojas y amarillas. Huele el frasco de alcohol y dice:

—Helen cree que usted solamente quiere aprovecharse del libro para escribir sobre él en el periódico. Dice que una vez los conjuros hayan sido destruidos, incluyendo el conjuro sacrificial, usted podrá jactarse ante todo el mundo de ser un héroe.

Le digo que las armas nucleares ya son bastante malas. Las armas químicas. Le digo que el hecho de que cierta gente pueda practicar la magia no va a hacer del mundo un lugar mejor.

Le digo a Mona que si se presenta la ocasión voy a necesitar su ayuda.

Le digo que tal vez tengamos que matar a Helen.

Y Mona niega con la cabeza mirando las ruinas ensangrentadas que hay sobre la toalla del motel. Dice:

—Así que su solución para el exceso de muertes es matar todavía más.

Solamente a Helen, le digo. Y tal vez a Nash, si mi teoría sobre las modelos muertas es correcta. Después de matarlos podemos volver a la normalidad.

En la televisión el joven del micrófono está diciendo que un incendio de alarma tres tiene paralizado casi todo el centro de la ciudad. Dice que la estructura está completamente afectada. Dice que se trata de una de las instituciones favoritas de la ciudad.

—A Ostra —dice Mona— no le gusta la idea que tiene usted de lo que es normal.

La institución que está ardiendo es The Book Barn. Y detrás del joven del micrófono, Helen y Ostra han desaparecido.

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