Authors: Chuck Palahniuk
El informe policial no dice lo caliente que estaba todavía mi mujer, Gina, cuando me desperté aquella mañana. Lo blanda y caliente que estaba bajo las mantas. Ni cómo cuando me di media vuelta en su dirección, ella quedó de espaldas, con el pelo extendido sobre la almohada. Tenía la cabeza un poco inclinada hacia un hombro. Su piel matutina olía a calor, de forma parecida al aspecto que tiene un rayo de sol cuando rebota sobre un mantel blanco en un restaurante agradable junto a la playa en tu luna de miel.
El sol entraba por las cortinas azules y teñía su piel de color azul. Sus labios de color azul. Las pestañas le caían sobre las mejillas. Su boca era una sonrisa fláccida.
Todavía medio dormido, le pasé la mano por detrás del cuello y le eché la cara hacia atrás y la besé.
Ella tenía el cuello y el hombro completamente relajados.
Sin dejar de besarle la boca cálida y relajada, le levanté el camisón por encima de la cintura.
Sus piernas parecieron abrirse y mi mano encontró su interior blando y húmedo.
Bajo las mantas, con los ojos cerrados, le metí la lengua dentro. Con los dedos humedecidos, aparté sus bordes suaves y rosados y lamí más adentro. Con el aire entrando y saliendo de mí. En la cresta de cada respiración, le hincaba la boca.
Por una vez, Katrin había dormido la noche entera y no estaba llorando.
Mi boca subió hasta el ombligo de Gina. Subió hasta sus pechos. Con un dedo húmedo en su boca, le pasé los otros dedos por los pezones. Mi boca se colocó sobre su otro pecho y mi lengua tocó el pezón en su interior.
La cabeza de Gina cayó a un lado y le lamí la parte posterior de la oreja. Con mis caderas separándole las piernas, me metí en ella.
La sonrisa fláccida en su cara, la forma en que la boca se le abrió en el último momento y la cabeza se le hundió todavía más en la almohada, estaba tan silenciosa. Nunca había sido tan bueno desde que nació Katrin.
Un minuto más tarde, salí de la cama y me di una ducha. Me vestí de puntillas y cerré suavemente la puerta del dormitorio a mi espalda. En la habitación de la niña, besé a Katrin en un lado de la cara. Le palpé el pañal. El sol entraba por las cortinas amarillas. Sus juguetes y sus libros. Su aspecto era perfecto.
Me sentí bendecido.
Aquella mañana no había nadie en el mundo tan afortunado como yo.
Aquí, conduciendo el coche de Helen con ella dormida a mi lado en el asiento delantero. Esta noche estamos en Ohio o en Iowa o en Idaho, con Mona durmiendo en el asiento trasero. El pelo rosado de Helen apoyado en mi hombro. Mona despatarrada en el retrovisor, despatarrada con sus rotuladores de colores y sus cuadernos. Ostra dormido. Esta es la vida que tengo ahora. Para bien o para mal.
Aquel fue mi último buen día. Hasta que llegué a casa del trabajo no supe la verdad.
Gina seguía tumbada en la misma posición.
El informe policial lo llamó relaciones sexuales post mórtem.
Me viene Nash a la cabeza.
Katrin seguía callada. La parte de su cabeza que quedaba debajo se le había puesto de color rojo oscuro.
Livor mortis. Hemoglobina oxigenada.
Hasta que llegué a casa no supe qué había hecho.
Aquí, aparcados en el olor a cuero del enorme coche de la inmobiliaria de Helen, el sol está justo por encima del horizonte. Es un momento idéntico a aquel. Estamos aparcados debajo de un árbol, en una calle bordeada de árboles de un vecindario de casitas. Es alguna clase de árbol en flor, y durante toda la noche han estado cayendo pétalos rosados sobre el coche, pegándose al rocío. El coche de Helen es rosa como la carroza de un desfile, cubierto de flores, y yo estoy espiando a través de un agujero que queda en donde los pétalos no cubren el parabrisas.
La luz matinal que brilla a través de la capa de pétalos es rosa.
Color de rosa. Sobre Helen y Mona y Ostra, dormidos.
En la misma manzana, una pareja de ancianos está trabajando en los arriates de flores que crecen a los pies de su casa. El anciano llena una regadera en un grifo. La anciana está de rodillas, arrancando hierbas.
Vuelvo a encender el busca y empieza a sonar de inmediato.
Helen se despierta bruscamente.
No reconozco el número de teléfono de mi busca.
Helen se incorpora, parpadeando, mirándome. Se mira el reloj de pulsera diminuto y reluciente. A un lado de la cara tiene marcas profundas y rojas como de viruela allí donde ha dormido sobre sus pendientes de esmeraldas. Mira la capa de color rosa que cubre todas las ventanillas. Se hunde las uñas de color rosa de las dos manos en el pelo, se lo ahueca y dice:
—¿Dónde estamos?
Y hay gente que todavía piensa que el conocimiento es poder.
Le digo que no tengo ni idea.
Mona está de pie a mi lado. Sostiene un folleto satinado abierto, poniéndomelo en la cara, y dice:
—¿Podemos ir aquí? Por favor. Solamente un par de horas. Por favor.
Las fotografías de su folleto muestran a gente gritando con las manos en el aire, subidos a una montaña rusa. Las fotos muestran a gente conduciendo karts por una pista delimitada con neumáticos. Más gente comiendo algodón de azúcar y montando en caballitos de plástico en un tiovivo. Hay otra gente encerrada en sus asientos en una rueda gigante. En la parte superior del folleto dice en grandes letras corridas: «Felizlandia, el destino familiar».
Pero en lugar de aes hay cuatro caras de payasos riendo. Un padre, una madre, un hijo y una hija.
Nos faltan por desarmar ochenta y cuatro libros. Lo cual significa docenas de bibliotecas en ciudades de todo el país. Luego hay que encontrar el grimorio. Hay gente que resucitar. O que castrar. O hay que matar a la humanidad entera, depende de a quién preguntes.
Hay mucho por arreglar. Por devolver a Dios, como diría Mona. Gastos por recuperar.
Karl Marx diría que hemos convertido a todas las plantas y animales en enemigos para justificar el hecho de matarlos.
En el periódico de hoy dice que el marido de una de las modelos muertas está arrestado bajo sospecha de asesinato.
Estoy de pie en una cabina delante de una biblioteca de pueblo mientras Helen está dentro destruyendo otro libro con Ostra.
Una voz de hombre dice en el teléfono:
—División de Homicidios.
Le pregunto al teléfono con quién hablo.
Y la voz dice:
—Con el detective Ben Danton, de la división de Homicidios. —Y dice—: ¿Con quién hablo?
Un detective de policía. Mona lo llamaría mi salvador, enviado para devolverme al redil con el resto de la humanidad. Se trata del número que ha estado apareciendo en mi busca durante los dos últimos días.
Mona le da la vuelta al folleto y dice:
—Mirad.
Tiene trenzados en el pelo molinos de viento rotos y caballetes de tren y antenas de radio.
Las fotos muestran a niños sonrientes abrazados por payasos. Muestran a padres paseando de la mano y yendo en esquifes por Túneles del Amor.
Mona dice:
—Este viaje no tiene que ser solamente de trabajo.
Helen sale por las puertas de la biblioteca y empieza a bajar los peldaños y Mona se gira y corre hacia ella y dice:
—Helen, el señor Streator dice que podemos ir.
Yo me pongo el auricular de la cabina en el pecho y digo que yo no he dicho eso.
Ostra se queda atrás, a un paso de Helen.
Mona sostiene el folleto en la cara de Helen y dice:
—Mira qué divertido.
El detective Danton le pregunta al teléfono:
—¿Con quién hablo?
Estuvo bien sacrificar al pobre tipo de los calzoncillos largos de coches de carreras. Está bien sacrificar a la joven con pollos impresos en el delantal. No decirles la verdad, dejarlos sufrir. Y sacrificar al viudo de una modelo. Pero sacrificarme a mí mismo para salvar a millones de personas es otra cuestión.
Le digo mi nombre al teléfono, Streator, y digo que me ha llamado al busca.
—Señor Streator —dice—. Nos gustaría que viniera para interrogarlo.
Le pregunto sobre qué.
—¿Por qué no discutimos esto en persona? —dice.
Le pregunto si se trata de una muerte.
—¿Cuándo puede estar aquí? —dice.
Le pregunto si se trata de una serie de muertes sin causa aparente.
—Cuanto antes pueda venir, mejor —dice.
Le pregunto si es porque una de las víctimas era mi vecino de arriba y tres más eran mis redactores jefe.
Y Danton dice:
—No me diga.
Le pregunto si es porque tres víctimas más se cruzaron conmigo por la calle en el instante antes de morir.
Y Danton dice:
—Eso es nuevo para mí.
Pregunto si esto es porque yo estaba a un escupitajo de distancia del joven de las patillas que murió en aquel bar de la Tercera avenida.
—Ajá —dice él—. Se refiere a Marty Latanzi.
Le pregunto si es porque todas las modelos muertas muestran signos de sexo post mórtem, igual que le pasó a mi mujer hace veinte años. Y sin duda tienen filmaciones de cámaras de seguridad de mí hablando con un bibliotecario llamado Symon en el momento en que cayó muerto.
Se oye un lápiz en alguna parte apuntando cosas a toda prisa en un papel.
Lejos del teléfono, oigo que alguien dice:
—Haz que siga hablando.
Le pregunto si es una estratagema para detenerme por ser sospechoso de asesinato.
Y el detective Danton dice:
—No nos obligue a emitir una orden de búsqueda.
Cuanta más gente muere, menos cambian las cosas.
Oficial Danton, le digo. Le pregunto si puede decirme dónde puedo encontrarle en este momento preciso.
Los palos y las piedras pueden romperte los huesos, pero ya estamos otra vez. Tan deprisa como un grito, la canción sacrificial me viene a la cabeza y la comunicación se interrumpe.
He matado a mi salvador. Al detective Ben Danton. Estoy más lejos todavía del resto de la humanidad.
Destrucción constructiva.
Ostra agita su encendedor de plástico y lo golpea contra la palma de la mano. Luego se lo da a Helen y mira mientras ella se saca una hoja doblada del bolso. Enciende la página 27 y la sostiene sobre la alcantarilla.
Mientras Mona está leyendo el folleto, Helen le acerca la página en llamas al borde. Las fotografías de gente feliz y sonriente se inflaman y Mona chilla y las deja caer. Sin soltar la página en llamas, Helen mete a patadas a las familias felices por la alcantarilla. El fuego en su mano crece y crece, entrecortado y humeante en medio de la brisa.
Y por alguna razón, pienso en Nash y en su mecha ardiendo.
Helen dice:
—No me gusta la diversión. —Con la otra mano, Helen me muestra las llaves del coche.
Entonces pasa. Ostra atenaza con el brazo la cabeza de Helen desde detrás. Igual de deprisa, le golpea los pies para hacerla caer y cuando ella estira los brazos para recuperar el equilibrio, él agarra el poema en llamas. La canción sacrificial.
Helen cae de rodillas, se suelta de Ostra, ella deja escapar solamente un gritito cuando sus rodillas golpean la acera de cemento y cae tambaleándose sobre la alcantarilla. Con las llaves todavía en el puño.
Ostra se golpea la página en llamas en el muslo. La sostiene con ambas manos, con los ojos recorriendo las líneas, leyendo la página mientras el fuego arruga la parte inferior.
Ya tiene las dos manos quemadas antes de soltarlo, y grita:
—¡No!
Y se mete los dedos en la boca.
Mona retrocede, tapándose los oídos con las manos. Con los ojos fuertemente cerrados.
A cuatro patas sobre la alcantarilla, al lado de las familias en llamas, Helen levanta la vista y mira a Ostra. Ostra tiene un pie en la tumba. El peinado de Helen está alborotado y le cuelgan pelos de color rosa sobre los ojos. Tiene las medias de nailon rotas. Las rodillas ensangrentadas.
—¡No lo mates! —grita Mona—, ¡No lo mates, por favor! ¡No lo mates!
Ostra cae de rodillas y agarra el papel quemado que hay en la acera.
Y despacio, tan despacio como la aguja que marca las horas en un reloj, Helen se pone de pie. Tiene la cara roja. No del color de un rubí birmano. Más bien roja como la sangre que le mana de las rodillas.
Con Ostra arrodillado. Con Helen de pie frente a él. Con Mona tapándose los oídos con las manos y cerrando fuertemente los ojos. Ostra rebuscando en las cenizas. Helen sangrando. Yo sigo mirando desde la cabina y una bandada de estorninos levanta el vuelo desde el tejado de la biblioteca.
Ostra, el hijo malvado, violento y lleno de resentimiento que Helen podría tener si todavía tuviera un hijo.
La misma caza del poder de siempre.
—Adelante —dice Ostra, y levanta la cabeza para encontrar la mirada de Helen. Sonríe con la mitad de la boca y dice—: Mataste a tu hijo de verdad. Puedes matarme a mí.
Y entonces pasa. Helen le da una fuerte bofetada en la cara, arrastrando el manojo de llaves de una mejilla a otra. Un momento después hay más sangre.
Otro parásito con cicatriz. Otro armazón mutilado de cucaracha.
Y la mirada de Helen va de la cara sangrante de Ostra a los estorninos que vuelan en círculos, y uno tras otro caen. Sus plumas negras soltando destellos de un color azul oleaginoso. Los ojos muertos mirándose los picos negros. Ostra se sostiene la cara con las manos llenas de sangre. Helen mira al cielo, los cuerpos negros relucientes caen con un silbido y rebotan, pájaro a pájaro, en el cemento a nuestro alrededor.
Destrucción constructiva.
A una milla de la ciudad, Helen para el coche en el arcén de la autopista. Pone los intermitentes de emergencia. Sin mirar nada salvo sus propias manos, enfundadas en sus guantes de becerro ajustados de conducir y posadas en el volante, dice:
—Fuera.
En el parabrisas hay pequeñas lentillas de agua. Está empezando a llover.
—Muy bien —dice Ostra, y abre su portezuela—, ¿No es esto lo que hace la gente con los perros cuando no los pueden enseñar a hacer sus necesidades?
Tiene la cara y las manos manchadas de sangre. La cara del diablo. Su pelo rubio desgreñado se le levanta por encima de la cara, rígido y rojo como los cuernos del diablo. Su perilla roja. En medio de tanto rojo, sus ojos son blancos. No blancos como las banderas blancas de quienes se rinden. Son blancos como huevos duros, como pollos lisiados en jaulas a pilas, miseria de granja industrial y sufrimiento y muerte.