Authors: Chuck Palahniuk
Mona dice que la magia era una parte cotidiana de las vidas de aquella gente que nos dio la democracia y la arquitectura. Que los hombres de negocios se maldecían entre sí. Que los vecinos maldecían a los vecinos. Cerca del escenario de los Juegos Olímpicos originales, los arqueólogos han encontrado viejos pozos llenos de maldiciones que los atletas se dirigían entre sí.
Mona dice:
—No me estoy inventando estos rollos.
En griego antiguo los conjuros para atraer a un amante se llamaban
agogai.
Las maldiciones para destruir una relación se llamaban
diakopoi.
Helen habla más fuerte en su teléfono móvil y dice:
—¿Le mana sangre de las paredes de la cocina? Bueno, eso es algo con lo que no tiene por qué vivir.
Y Ostra le dice a su teléfono:
—Necesito el número de la sección de Anuncios del
Miami Telegraph-Observer.
Y la radio lo interrumpe todo con un coro de trompas. Una voz grave de hombre habla con un teletipo pitando de fondo.
—El presunto líder del cártel de drogas más grande de América Latina ha sido encontrado muerto en su ático de Miami —dice la voz—. Se cree que Gustave Brennan, de treinta y nueve años, movía los hilos de casi tres mil millones de dólares en ventas anuales de cocaína. La policía no ha hallado la causa de la muerte, pero está previsto hacer una autopsia del cuerpo...
Y Helen mira la radio y dice:
—¿Estáis oyendo esto? Es ridículo. —Y dice—: Escuchad. —Y sube el volumen de la radio.
—... Brennan —dice la voz—, que vivía en el interior de una fortaleza llena de guardaespaldas armados, también estaba bajo la vigilancia constante del FBI.
Y Helen me dice:
—¿Todavía usan realmente teletipos?
La llamada que acaba de recibir —la del diamante blanquiazul—, el nombre que ha escrito en su agenda era Gustave Brennan.
Hace siglos, los marineros en los viajes largos solían dejar una pareja de cerdos en cada isla desierta. O bien dejaban una pareja de cabras. En cualquier caso, en sus visitas futuras, la isla los aprovisionaría de carne. Se trataba de islas prístinas. En ellas vivían razas de pájaros que no tenían depredadores naturales. Razas de pájaros que no vivían en ninguna otra parte de la tierra. Sin enemigos, las plantas que había allí evolucionaban sin espinas ni veneno. Sin depredadores ni enemigos, aquellas islas eran paraísos.
La siguiente vez que los marineros visitaban las islas, solamente encontraban manadas de cerdos o de cabras.
Ostra está contando esta historia.
Los marineros llamaban a esta práctica «sembrar carne».
Ostra dice:
—¿Os recuerda esto a algo? ¿Tal vez a la vieja historia de Adán y Eva?
Mira por la ventanilla del coche y dice:
—¿Os preguntáis a veces cuándo va a volver Dios con un montón de salsa de barbacoa?
Fuera hay alguno de los grandes lagos, con agua hasta el horizonte, sin nada más que mejillones cebra y lampreas, dice Ostra. El aire apesta a pescado podrido.
Mona se está apretando una almohada de cebada y lavanda con las dos manos sobre la cara. Los dibujos de henna en el dorso de sus dedos le recorren todos los dedos a lo largo. Serpientes rojas y enredaderas entrelazadas.
Su teléfono móvil suena y Ostra saca la antena. Se la acerca a la cabeza y dice:
—Despacho de abogados Deemer, Davis y Hope.
Se mete un dedo en la nariz, lo retuerce, luego lo saca y se lo mira. Le dice al teléfono:
—¿Cuánto tiempo pasó entre comer allí y el inicio de la diarrea? —Me ve mirando y me enseña el dedo. Helen le está diciendo a su teléfono móvil: —La gente que vivía ahí antes era muy feliz. Es una casa preciosa.
En el periódico local, el
Erie Register-Sentinel,
un anuncio de la sección de Ocio dice:
ATENCIÓN, CLIENTES DEL COUNTRY HOUSE GOLF CLUB
El anuncio dice:
«¿Ha contraído usted una infección por estafilococos resistente a las medicinas en la piscina o los vestuarios? De ser así, por favor, llame al siguiente número para entablar un pleito por demanda colectiva».
Se entiende que el número es el del teléfono móvil de Ostra.
En la década de mil ochocientos setenta, dice Ostra, un hombre llamado Spencer Baird decidió jugar a ser Dios. Decidió que la forma más barata de proteína para los americanos era la carpa europea. Durante veinte años, estuvo enviando crías de carpa a todos los rincones del país. Convenció a un centenar de compañías ferroviarias para que llevaran sus crías de carpa y las soltaran en todos los ríos y lagos por los que pasaban sus trenes. Incluso construyó vagones cisterna especiales que transportaban un total de nueve toneladas de cargamentos de crías de carpa a todas las cuencas de Norteamérica.
El teléfono de Helen suena y ella lo abre. Con la agenda abierta en el asiento a su lado, dice:
—¿Y dónde está exactamente su alteza real esta vez? —Y escribe un nombre bajo la fecha de hoy en la agenda. Helen le dice al teléfono—: Pídale al señor Drescher que me consiga la pareja de broches limón y esmeralda.
En otro periódico, el
Cleveland Herald-Monitor,
en la sección de Tendencias, hay un anuncio que dice:
ATENCIÓN, ATENCIÓN, CLIENTES DE LA CADENA DE TIENDAS DE ROPA APPAREL-DESIGN
El anuncio dice:
«Si ha contraído herpes genital mientras se probaba ropa, por favor, llame al siguiente número para entablar un pleito por demanda colectiva».
Y otra vez el mismo número. El número de Ostra.
En mil ochocientos noventa, dice Ostra, otro hombre decidió jugar a ser Dios. Eugene Schieffelin liberó sesenta
Sturnus vulgaris,
el estornino europeo, en Central Park, Nueva York. Cincuenta años más tarde, los pájaros habían llegado a San Francisco. Hoy hay más de doscientos millones de estorninos en América. Todo esto porque Schieffelin quería que el Nuevo Mundo tuviera todos los pájaros mencionados por Shakespeare.
Y Ostra le dice a su teléfono móvil:
—No, señor, su nombre será mantenido en estricto secreto.
Helen cierra su teléfono móvil, se tapa la nariz y la boca con la palma de la mano y dice:
—¿Qué es ese olor espantoso?
Y Ostra se pone el teléfono móvil sobre la camisa y dice:
—Alosas agonizando.
Desde que remodelaron el canal de Welland en mil novecientos veintiuno para permitir que pasaran más barcos por las cataratas del Niágara, dice, la lamprea de mar ha infestado todos los grandes lagos. Son parásitos que chupan la sangre de los peces más grandes, la trucha y el salmón, y los matan. Entonces los peces más pequeños se quedan sin depredadores y su población se dispara. Entonces se quedan sin plancton para comer y mueren a millones.
—Estúpidas alosas —dice Ostra—, ¿Os recuerdan a alguna otra especie?
Dice:
—O bien una especie aprende a controlar a su población o algo como la enfermedad, el hambre o la guerra se encargan del asunto.
Con la voz amortiguada por la almohada, Mona dice:
—No se lo cuentes. No lo van a entender.
Y Helen abre su bolso que tiene en el asiento a su lado. Lo abre con una mano y saca un cilindro reluciente. Con el aire acondicionado al máximo, rocía espray contra el mal aliento en un pañuelo y se lo pone frente a la nariz. Rocía espray contra el mal aliento en las rejillas del aire acondicionado y dice:
—¿Estáis hablando del poema sacrificial?
Y sin girarme, digo:
—¿Usarías el poema para controlar la población?
Mona se coloca la almohada en el regazo y dice:
—Estamos hablando del grimorio.
Y marcando otro número en su teléfono móvil, Ostra dice:
—Si lo encontramos, tendremos que compartirlo entre todos.
Y yo le digo que lo vamos a destruir.
—Después de leerlo —dice Helen.
Y Ostra le dice a su teléfono:
—Sí, me espero.
Y luego nos dice:
—Esto es típico. Tenemos toda la estructura de poder de la sociedad occidental en este coche.
De acuerdo con Ostra, los «papis» tienen todo el poder, así que no quieren que nada cambie.
Se refiere a mí.
Y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres...
Ostra dice que todas las «mamis» tienen un poco de poder, pero que ansían más.
Se refiere a Helen.
Y yo cuento cuatro, cuento cinco, cuento seis...
Y la gente joven, dice, tiene escaso poder o ninguno, así que están desesperados por tener algo.
Ostra y Mona.
Cuento siete, cuento ocho... y la voz de Ostra sigue sin parar.
Ese silenciofóbico. Ese charladicto.
Sonriendo con la mitad de su boca, Ostra dice:
—Todas las generaciones quieren ser la última. —Y le dice al teléfono—: Sí, me gustaría poner un anuncio. —Y dice—: Sí, me espero.
Mona vuelve a taparse la cara con la almohada. Las serpientes rojas y las enredaderas le recorren todos los dedos a lo largo.
La cebadilla, dice Ostra. La mostaza. El
kudzu.
La carpa. Los estorninos. La siembra de carne.
Ostra mira por la ventanilla del coche y dice:
—¿Nunca os habéis preguntado si tal vez Adán y Eva eran los cachorrillos que Dios abandonó porque no aprendían a hacer sus necesidades como era debido?
Baja la ventanilla y el olor entra a raudales, la brisa templada con olor a pescado muerto, y gritando contra el viento, dice:
—Tal vez los humanos son los cocodrilos mascota que Dios tiró por el retrete.
En la siguiente biblioteca, pido quedarme en el coche mientras Helen y Mona entran a buscar el libro. Cuando se han marchado, hojeo la agenda de Helen. Casi todos los días tienen un nombre, algunos de ellos son nombres que conozco. El dictador de alguna república bananera o una figura del crimen organizado. Todos los nombres están tachados con una sola línea roja. Me apunto la última docena de nombres en un trozo de papel. Entre los nombres hay reuniones anotadas por Helen, en sus letras llenas de volutas y perfectas como joyas.
Mirándome desde el asiento de atrás, Ostra está reclinado con los brazos cruzados detrás de la cabeza. Tiene los pies descalzos cruzados y apoyados encima del respaldo del asiento delantero de forma que cuelgan junto a mi cara. Con un aro plateado alrededor de uno de sus dedos gordos. Con callos en las plantas, unos callos grises, agrietados y sucios. Y Ostra dice:
—A mami no le va a gustar eso, que mires todos sus rollos personales secretos.
Leyendo la agenda hacia atrás empezando desde hoy, leo tres años de nombres, de asesinatos, antes de que Helen y Mona vuelvan caminando por el aparcamiento.
El teléfono de Ostra suena y él contesta:
—Despacho de abogados Donner, Diller y Dunes...
No tengo tiempo de mirar la mayor parte del libro. Años y años de páginas. Hacia el final del libro, hay años y años de páginas en blanco por rellenar para Helen.
Helen está hablando por teléfono cuando llega al coche. Está diciendo:
—No, quiero la aguamarina escalonada que pertenecía al emperador Zog.
Mona se sienta en el asiento trasero y dice:
—¿Nos habéis echado de menos? —Y dice—: Otra canción sacrificial por el retrete.
Y Ostra cruza los pies sobre el asiento trasero y dice al teléfono móvil:
—¿Sangra el sarpullido?
Helen chasquea los dedos para que le dé la agenda. Le dice al teléfono:
—Sí, la aguamarina de doscientos quilates. Llame a Drescher en Ginebra. —Abre la agenda y escribe un nombre debajo de la fecha de hoy.
Mona dice:
—He estado pensando. —Y dice—: ¿Creéis que el grimorio original debe de tener un hechizo de vuelo? Me encantaría. ¿O un hechizo de invisibilidad? —Saca su Libro Espejo de su mochila y empieza a pintar colores. Dice—: También quiero hablar con los animales. Ah, y practicar la telequinesis, ya sabéis, desplazar cosas con la mente...
Helen arranca el coche y dice en voz alta mirando el retrovisor:
—Estoy cosiendo mi pescado.
Se mete el teléfono móvil y el bolígrafo en el bolso. Todavía tiene en la bolsa la piedrecita gris del aquelarre de Mona, la piedra que le dieron las brujas. Cuando Ostra estaba desnudo. Con su estalactita rosa de piel atravesada por el aro plateado.
Mona, esa misma noche, Zarzamora, y los dos músculos de su espalda, la forma en que se dividían en las dos mitades firmes y cremosas de su culo, y yo cuento uno, cuento dos, cuento tres...
En el siguiente pueblo, en la siguiente biblioteca, les pido a Helen y a Mona que esperen en el coche con Ostra mientras yo entro y busco el libro de poemas.
Es una pequeña biblioteca de pueblo en medio de nuestra jornada. Hay un bibliotecario detrás del mostrador de préstamos. Los periódicos más recientes están encuadernados en enormes tapas duras y hay que sentarse a una mesa para leerlos. En el periódico de hoy aparece Gustave Brennan. En el de ayer sale un líder religioso chiflado de Oriente Medio. Hace dos días, un recluso del corredor de la muerte que estaba llevando a cabo su última apelación.
Todo el mundo que sale en la agenda de Helen ha muerto en el día en que su nombre figura.
En medio hay artículos de prensa sobre algo peor. Hoy ha sido Denni D’Testro. Hace tres días, Samantha Evian. Hace una semana, Dot Leine. Todas jóvenes, todas modelos, todas halladas muertas sin causa aparente. Antes fue Mimi González, hallada muerta por su novio, muerta en la cama sin señales, nada de nada. Sin pistas hasta que la autopsia anuncia hoy señales de relaciones sexuales post mórtem.
Nash.
Helen entra y pregunta:
—Tengo hambre. ¿Por qué tardas tanto?
Mi lista de nombres en la mesa a mi lado. Y al lado hay un artículo de periódico con una foto de Gustave Brennan. Delante de mí hay otro artículo que habla del funeral de un pederasta que encontré en la agenda de Helen.
Helen lo ve todo de un solo vistazo y dice:
—Así que ya lo sabes.
Se sienta en el borde de la mesa, con los muslos tensando la falda sobre su regazo, y dice:
—Querías saber cómo controlar tu poder, pues bueno, eso es lo que me funciona a mí.
El secreto es volverse profesional, dice. Haz algo solamente por dinero y es menos probable que lo hagas gratis.
—¿Crees que las prostitutas quieren tener un montón de sexo fuera del burdel? —dice.