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Authors: Chuck Palahniuk

Nana (3 page)

BOOK: Nana
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A través del techo de mi apartamento se oye música acelerada. Llegan murmullos de pánico del otro lado de las paredes. O bien una momia maldita del antiguo Egipto ha vuelto a la vida y está matando a los vecinos de al lado o bien están viendo una película.

Debajo del suelo, hay alguien gritando, un perro ladrando, puertas cerrándose de golpe y los gritos de subastador de una canción.

Entro en el baño y apago la luz. Para no ver lo que hay dentro de la bolsa. Para no saber cómo va a ser. En la oscuridad y la estrechez del baño tapo la rendija que queda debajo de la puerta con una toalla. Con el paquete en el regazo me siento en el retrete y escucho.

Esto es lo que te venden como civilización.

Gente que nunca tiraría basura desde el coche pasa a tu lado con la radio a todo trapo. Gente que nunca te tiraría humo de puro a la cara en un restaurante abarrotado habla a gritos por el teléfono móvil. Se chillan unos a otros a la mesa de la cena.

La misma gente que nunca usaría insecticidas o herbicidas fustigan a sus vecinos poniendo música de gaitas escocesas en el equipo de música. Opera china.
Country and western.

Al aire libre, está bien que cante un pájaro. No está bien que cante Patsy Cline.

Al aire libre, ya hay bastante con el estruendo del tráfico. Añadir el
Concierto para piano en mi menor
de Chopin no ayuda a arreglar la situación.

Uno sube la música para tapar el ruido. Los demás suben su música para tapar la tuya. Tú vuelves a subir la tuya. Todo el mundo se compra un equipo de música más grande. Es la carrera armamentística del sonido. No se gana con muchos agudos.

No se trata de calidad. Se trata de volumen.

No se trata de música. Se trata de ganar.

Animas la competición subiendo los bajos. Haces que tiemblen las ventanas. Te pasas la melodía por el forro y gritas la letra. Añades palabrotas y haces hincapié en cada una de ellas.

Dominas. Es una cuestión de poder.

En el baño a oscuras, sentado en el retrete, quito con la uña la cinta aislante que cierra un extremo del paquete y de dentro sale una caja de cartón, lisa, blanda, con los bordes afelpados y las esquinas romas y metidas hacia dentro. La tapa se levanta y lo que hay dentro forma al tacto varias capas de formas afiladas, duras y complejas, pequeños ángulos, curvas, esquinas y puntas. Las dejo a mi lado en el suelo del baño, a oscuras. Vuelvo a meter la caja de cartón en las bolsas de papel. Entre las formas duras y enrevesadas hay dos hojas de papel resbaladizo. Estos papeles también los meto en las bolsas. Luego arrugo las bolsas y hago una bola con ellas.

Todo esto lo hago a ciegas, tocando el papel liso, palpando las capas de formas duras y complicadas.

La música de los vecinos de al lado hace temblar un poco el suelo bajo mis pies, e incluso el retrete.

Conviene decirles a las familias que han sufrido una muerte en la cuna que adopten un hobby. Es sorprendente lo rápido que se puede dar un portazo al pasado. No importa lo mal que te vayan las cosas, siempre puedes olvidarlas. Aprender a bordar. Hacer una lámpara de cristal de colores.

Llevo las formas a la cocina y bajo la luz se vuelven azules, grises y blancas. Son de plástico duro y quebradizo. Son simples fragmentos. Tejas y persianas y salientes ornamentales de tejado diminutos. Escalones y columnas y marcos de ventana en miniatura. No se puede distinguir si es una casa o un hospital. Hay paredes diminutas de ladrillo y puertecitas. Esparcidas sobre la mesa de la cocina, podrían ser partes de una escuela o de un hospital. Sin ver la imagen de la caja, sin las instrucciones de montaje, los minúsculos canalones y ventanas de buhardilla podrían pertenecer a una estación de trenes o a un manicomio. A una fábrica o a una cárcel.

No importa cómo lo montes, nunca estás seguro de que esté bien.

Los pedacitos, las cúpulas y chimeneas, se agitan al compás del ruido que viene a través del suelo.

Esos musicoadictos. Esos calmofóbicos.

Nadie quiere admitir que somos adictos a la música. No es posible, simplemente. Nadie es adicto a la música, a la televisión ni a la radio. Simplemente necesitamos más, más canales, una pantalla más grande, más volumen. No soportamos estar sin ella, pero no, no somos adictos.

Podríamos apagarla cuando quisiéramos.

Coloco un marco de ventana en una pared de ladrillo. Lo pego con un pincelito del tamaño de un pintauñas. La ventana es del tamaño de una uña. El pegamento huele a laca del pelo. El olor hace pensar en naranjas y en gasolina.

El dibujo de los ladrillos de la pared es tan delicado como una huella dactilar. Coloco otra ventana en su sitio y le aplico pegamento con el pincel.

La vibración del sonido atraviesa las paredes, recorre la mesa, luego el marco de ventana y por fin mi dedo.

Esos distradictos. Esos concentrafóbicos.

El viejo George Orwell lo entendió todo al revés.

El Gran Hermano no está mirando. Está cantando y bailando. Está sacando conejos de una chistera. El Gran Hermano está ocupado en reclamar tu atención a cada momento que pasas despierto. En asegurarse de que siempre estés distraído. En asegurarse de que permanezcas abstraído.

En asegurarse de que se te marchite la imaginación. Hasta que sea tan útil como tu apéndice. En asegurarse de que tu atención siempre está ocupada.

Y esta forma de ser alimentado es peor que ser observado. Si el mundo te mantiene siempre ocupado, nadie tiene que preocuparse por lo que tienes en mente. Si la imaginación de todo el mundo está atrofiada, nadie más será nunca una amenaza para el mundo.

Me abro con el dedo un botón de la camisa y me meto la corbata dentro. Con la barbilla pegada al nudo de la corbata, introduzco con las pinzas una ventanita de cristal dentro de cada uno de los marcos. Usando una cuchilla, corto las cortinas de plástico en fragmentos más pequeños que un sello de correos, cortinas azules para el piso de arriba, amarillas para la planta baja. Pego las cortinas, algunas abiertas y otras cerradas.

Hay cosas peores que descubrir a tu mujer y tu hijo muertos.

Puedes ver cómo los mata el mundo. Puedes ver cómo tu mujer envejece y se aburre. Puedes ver a tus hijos descubriendo todas las cosas del mundo de las que has intentado salvarlos. Las drogas, el divorcio, el conformismo, las enfermedades. Todos los bonitos libros, la música, la televisión. Las distracciones.

A toda esa gente a quien se le ha muerto un hijo tienes ganas de decirles: adelante. Culpaos.

A la gente que amas les puedes hacer cosas peores que matarlos. Lo normal es quedarse mirando cómo el mundo lo hace por ti. Solamente tienes que leer un periódico.

La música y las risas te consumen los pensamientos. El ruido los ahoga. Todos los sonidos distraen. Te duele la cabeza de respirar pegamento.

Ya nadie es dueño de su mente. Concentrarse es imposible. No se puede pensar. Siempre hay ruido royendo. Cantantes gritando. Gente muerta riéndose. Actores llorando. Todas esas pequeñas dosis de emociones.

Siempre hay alguien rociando el aire con su estado de ánimo.

Retransmitiendo su dolor o su alegría o su rabia por todo el vecindario con el equipo de música del coche.

Instalé cincuenta y siete ventanas al revés en una mansión estilo colonial holandés. En un castillo estilo Tudor de doce dormitorios, pegué los canalones de bajada en la parte equivocada del tejado y lo derretí todo al intentar arreglarlo con un disolvente químico.

Esto no es nada nuevo.

Los expertos en cultura griega antigua dicen que la gente de aquella época no creía que sus pensamientos les pertenecieran. Cuando los griegos de la Antigüedad tenían una idea, creían que un dios o una diosa les estaba dando una orden. Apolo les estaba diciendo que fueran valientes. Atenea les estaba diciendo que se enamoraran.

Ahora la gente oye un anuncio de patatas fritas con sabor a crema agria y salen corriendo a comprarlas, pero a eso lo llaman su libre albedrío.

Por lo menos, los griegos de la Antigüedad eran sinceros.

La verdad es que, incluso si les lees algo a tu mujer y tu hijo una noche. Si les lees una nana. Y a la mañana siguiente te despiertas pero tu familia no. Te quedas en la cama, encogido al lado de tu mujer. Tu mujer sigue caliente pero no respira. Tu hija no llora. La casa ya está llena del estruendo del tráfico y de las conversaciones de la radio y del ruido del vapor que golpetea en las tuberías dentro de las paredes. La verdad es que te puedes olvidar de ello, incluso ese mismo día, aunque solamente sea durante el momento que tardas en hacerte el nudo de la corbata.

Yo lo sé. Es mi vida.

Puedes mudarte, pero eso no basta. Adoptas un hobby. Te sepultas a ti mismo en trabajo. Cambias de nombre. Improvisas. Pones el caos en orden. Lo haces cada vez que el pie se te cura lo bastante. Organizas todos los detalles.

No es lo que un psicólogo aconsejaría, pero funciona.

Luego pegas las puertas a las paredes. Pegas las paredes a los cimientos. Juntas con las pinzas todos los pedacitos de la chimenea y esperas a que se seque el pegamento del tejado. Cuelgas los canalones diminutos. Todos los detalles con exactitud. Colocas las buhardillitas. Cuelgas las persianas. Le pones el marco al porche. Siembras la hierba. Plantas los árboles.

Inhalas el olor a naranjas y pegamento. El olor a laca del pelo. Te pierdes en cada uno de los detallitos. Pegas un hilo de hiedra en un costado de la chimenea. Tienes los dedos enredados con hilos de pegamento, las yemas de los dedos costrosas y pegadas entre sí.

Te dices a ti mismo que el ruido es lo que define el silencio. Sin ruido, el silencio no sería precioso. El ruido es la excepción. Piensas en el espacio exterior, en ese frío y ese silencio increíbles donde están esperando tu mujer y tu hijo. Solamente el silencio, no el cielo, sería una recompensa suficiente.

Plantas flores con las pinzas alrededor de la base de la casa.

Tienes la espalda y el cuello encorvados sobre la mesa. El culo prieto, la espina dorsal doblada y arqueada en la base del cráneo dolorida.

Pegas la diminuta esterilla que dice «Bienvenidos» frente a la puerta principal. Cuelgas las lucecitas fuera. Pegas el buzón al lado de la puerta. Pegas las botellitas realmente minúsculas de leche en el porche. El periodiquito doblado.

Cuando todo está perfecto, exacto, meticuloso, deben de ser las tres o las cuatro de la mañana, porque ya no hay ruidos. El suelo, el techo y las paredes están en silencio. El compresor de la nevera se apaga y puedes oír cómo zumban los filamentos de las bombillas. Una polilla golpea la ventana de la cocina. Puedes ver el vapor de tu aliento de tanto frío como hace en la habitación.

Pones las pilas en su sitio, pulsas un pequeño interruptor y las ventanitas se iluminan. Dejas la casa en el suelo y apagas la luz de la cocina.

Te quedas de pie junto a la casa en la oscuridad. Vista así tiene un aspecto perfecto. Perfecto y seguro y feliz. Una bonita casa de ladrillo rojo. La luz que sale por las ventanitas ilumina la hierba y los árboles. Las cortinas brillan, amarillas en el cuarto del bebé. Azules en tu dormitorio.

El truco para olvidar la situación general es mirar las cosas muy de cerca.

La manera más fácil de cerrar una puerta es sepultarte a ti mismo en los detalles.

Así es como nos debe de ver Dios.

Como si todo fuera bien.

Luego te quitas el zapato y das un pisotón con el pie descalzo. Das un pisotón bien fuerte y luego otro. No importa cuánto te duelan el plástico duro, la madera y el cristal, sigue pisando hasta que el vecino de abajo empiece a dar puñetazos en el techo.

4

La segunda muerte en la cuna que me encargan es en un bloque de cemento de pisos de protección oficial en los límites del centro. El niño muerto estaba sentado en una trona con la espalda encorvada hacia delante a media tarde mientras la niñera lloraba en el dormitorio. La trona estaba en la cocina. Había un montón de platos sucios en el fregadero.

En la redacción, Duncan, mi redactor jefe, me pregunta:

—¿El fregadero es de una o de dos picas?

Otro detalle sobre Duncan es que escupe cuando habla.

Dos picas, le digo. De acero inoxidable. Grifos distintos para el agua fría y caliente, con mangos de porcelana estilo pistola. Sin pitorro para rociar.

Y Duncan dice:

—¿Qué modelo de nevera?

Una Amana, le digo.

—¿Tienen algún calendario? —Las gotitas de saliva de Duncan me salpican la mano, el brazo y un lado de la cara.

El calendario reproducía la pintura de un viejo molino de piedra de Nueva Inglaterra, le digo. Uno de esos molinos de agua. Enviado por una agencia de seguros. Tenía apuntada la siguiente visita del niño al pediatra. Y la fecha de los exámenes de repesca del instituto de la madre. Tengo apuntadas todas esas fechas y horas y el nombre del pediatra.

Y Duncan dice:

—Joder, eres bueno.

Su saliva se me está secando en la piel y en los labios.

El suelo de la cocina era de linóleo gris. Las encimeras eran de color rosa y tenían quemaduras de cigarrillo negras en los bordes. En la encimera de al lado del fregadero había un libro de la biblioteca.
Poemas y rimas del mundo entero.

El libro estaba cerrado, y cuando lo apoyé sobre el lomo, cuando lo dejé que se abriera solo, confiando en que me mostrara hasta dónde el lector había forzado la encuadernación, el libro se abrió por la página 27. Hice una marca con lápiz en el margen.

Mi redactor jefe cierra un ojo e inclina la cabeza en mi dirección:

—¿Qué clase de comida —dice— se había secado en los platos?

Espaguetis, le digo. Con salsa de lata. De esa con extra de champiñones y ajo. Hice un inventario de la basura del cubo que había debajo del fregadero.

Doscientos miligramos de sal por plato. Ciento cincuenta calorías en grasas. No sé qué esperaba encontrar, pero igual que todo el mundo en el escenario, consideraba que valía la pena buscar pautas recurrentes.

Duncan dice:

—¿Ves esto?

Y me pasa las galeradas de una de las páginas de la sección de restaurantes de hoy. Por encima del pliegue hay un anuncio. De tres columnas de ancho por seis pulgadas de alto. La primera línea dice:

ATENCIÓN, CLIENTES DEL TREELINE DINING CLUB

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