La tormenta se cierne sobre las Monarquías de Dios, y consigo trae la promesa de un conflicto a escala continental de tal magnitud que, en comparación, todas las guerras contra los merduk parecen simples escaramuzas.
A un lado, la Gran Alianza, la unión de los estados heréticos que, tiempo atrás, llegaron a un pacto con los merduk y fundieron en una sola fe sincrética las enseñanzas del Santo y el Profeta.
Al otro, el Segundo Imperio, una mezcolanza impía entre la autoridad de la Iglesia, convertida en poder temporal, y la hechicería de los cambiaformas venidos del Continente Occidental.
Ante las costas de Hebrion, en combates navales sobre las cubiertas de la mayor flota que el mundo ha conocido, y en las llanuras de Tor, donde chocarán enormes ejércitos en pugna por imponer su supremacía, las Monarquías de Dios se enfrentarán a una batalla sin precedentes, cargada de tragedia y heroísmo, donde hombres como Hawkwood el navegante, Abeleyn el rey y Corfe el soldado encontrarán por fin su destino.
Paul Kearney
Naves del oeste
Las Monarquías de Dios – 5
ePUB v1.1
arthor01.09.12
Título original:
Ships From The West
Paul Kearney, 2002.
Traducción: Nuria Gres
Diseño/retoque portada: Alejandro Terán / Epica Prima
Editor original: arthor (v1.0 a v1.1)
Corrección de erratas: lenny
ePub base v2.0
Para Peter Talbot
Año del Santo 561
Richard Hawkwood consiguió salir de la cuneta donde lo había acorralado la multitud, y se abrió paso con dificultades entre los vítores, pisando pies, propinando codazos a derecha e izquierda y lanzando miradas salvajes a cuantos se encontraban con sus ojos.
«Un rebaño. Un maldito rebaño».
Encontró una especie de remanso, un espacio de tranquilidad al abrigo de una construcción alta, y allí se detuvo a recuperar el aliento. Los vítores eran ensordecedores, y, en masa, la gente humilde de Abrusio no olía demasiado bien. Se limpió el sudor de los párpados. La multitud estalló en un rugido y, de repente, desde la carretera adoquinada le llegó un estrépito de cascos. Una fanfarria de trompetas y la cadencia de pies calzados con botas marcando el paso. Hawkwood se pasó los dedos por la barba. Sangre de Dios, necesitaba un trago.
Algunos espectadores entusiastas empezaron a arrojar pétalos de rosa desde las ventanas superiores. Hawkwood pudo distinguir a duras penas el carruaje abierto entre la multitud, el destello de plata sobre la cabeza gris del interior, y junto a él el breve resplandor de una gloriosa melena pelirroja adornada con cuentas de ámbar. Eso fue todo. Los soldados siguieron desfilando en el implacable calor, el carruaje se alejó y el frenesí de la multitud se apagó como la llama de una vela. La ancha calle pareció relajarse cuando los hombres y mujeres se dispersaron y empezaron a sonar de nuevo los gritos callejeros habituales en la parte baja de Abrusio. Hawkwood buscó a tientas su portamonedas; continuaba allí, aunque fláccido como los pechos de una anciana. Un par de monedas giraron y tintinearon entre sus dedos. Suficiente para una botella de narboskim, en cualquier caso. Le esperaban en El Timonel. Allí le conocían. Se secó la boca y emprendió la marcha, una silueta flaca y demacrada vestida con un jubón de estibador y calzas de marinero, con el rostro bronceado sobre la barba canosa. Tenía cuarenta y ocho años.
—Diecisiete años —dijo Milo, el posadero—. ¿Quién hubiera pensado que duraría tanto? Que Dios le bendiga.
Hubo un coro de asentimiento confuso pero entusiasta procedente de los hombres congregados en torno a las mesas de El Timonel. Hawkwood bebió su brandy en silencio. ¿Realmente había transcurrido tanto tiempo? Los años se sucedían muy aprisa, y, sin embargo, el tiempo que pasaba en lugares como aquél parecía alargarse interminablemente. Voces confusas, polvo bailando en los rayos de sol. El resplandor del día atrapado en el corazón ardiente de un vaso de vino.
Abeleyn IV, hijo de Bleyn, rey de Hebrion por la gracia de Dios. ¿Dónde estaba Hawkwood el día de la coronación del niño rey? Ah, por supuesto. En el mar. Habían sido los años del bloqueo de Macassar, cuando había amasado una buena suma de dinero en las islas Malacar junto a Julius Albak, Billerand y Haukal. Recordó cómo habían navegado hasta Rovena de los corsarios, con todo el descaro del mundo, con los cañones preparados y la mecha lenta humeando en la cubierta. Los tensos regateos, que se habían convertido en ruidosa camaradería cuando los corsarios aceptaron al fin su porcentaje. Hombres de honor, a su modo.
Aquello era vida, pensó Hawkwood, la única vida posible para un hombre. Los movimientos y crujidos de un barco vivo bajo sus pies, sin tener que dar cuentas a nadie, con todo el mundo por recorrer.
Excepto que ya no sentía aquel impulso de navegar sin rumbo. La vida de navegante había perdido gran parte de su encanto durante la última década; era algo que le resultaba difícil de admitir, incluso ante sí mismo, pero que sabía que era cierto. Como una extremidad amputada que finalmente hubiera cesado en su picor fantasmal.
Aquello le recordó por qué estaba allí. Se bebió el repugnante brandy y se sirvió un poco más, haciendo una mueca. Era un narboskim malísimo. Lo primero que haría después de… después de aquel día sería comprarse una botella de fimbrio.
¿Qué hacer con el dinero? Podía ser una bonita suma. Tal vez pediría consejo a Galliardo sobre cómo invertirlo. O tal vez se compraría un cúter rápido y bien construido, y se iría al Levangore. O se uniría a los malditos corsarios, ¿por qué no?
Sabía que no haría ninguna de aquellas cosas. El autoconocimiento era un don amargo de la madurez. Acababa con los estúpidos sueños y ambiciones de la juventud, dejando en su lugar algo que supuestamente era sabiduría. A su alma, harta de cometer errores, a veces le parecía que se le cerraban todas las puertas y ventanas de la mente. Hawkwood contempló su vaso y sonrió. «Me he convertido en un filósofo borracho», pensó, cuando el brandy lo relajó un poco al fin.
—¿Hawkwood? Sois el capitán Hawkwood, ¿no es así? —Una mano oronda y sudorosa apareció en el campo de visión de Hawkwood. Éste la estrechó automáticamente, haciendo una mueca al notar el sudor resbaladizo que trató de adherirse a su palma.
—Lo soy. Supongo que vos sois Grobus.
Un hombre grueso tomó asiento frente a él. Apestaba a perfume, y llevaba las orejas decoradas con aros de oro. A una yarda por detrás de él había otro hombre, de anchas espaldas y aire de matón, observando.
—No necesitáis guardaespaldas aquí, Grobus. Nadie que quiera verme tendrá problemas.
—Nunca se es demasiado precavido. —El orondo recién llegado chasqueó los dedos en dirección al posadero—. Una botella de candelario, buen hombre, y dos vasos. Que estén limpios, cuidado. —Se secó la frente con un pañuelo de encaje—. Bien, capitán, creo que podremos llegar a un acuerdo. He hablado con mi socio y hemos acordado una cantidad apropiada. —Grobus se sacó de la manga un trozo de papel—. Confío en que la encontraréis satisfactoria.
Hawkwood miró la cifra escrita en el papel, y su rostro no se alteró.
—Estáis bromeando, por supuesto.
—Oh, no, os lo aseguro. Es un precio justo. Después de todo…
—Podría ser un precio justo para un bote de remos comido por los gusanos, no para un galeón de alta mar.
—Si me lo permitís, capitán, debo indicaros que el
Águila
lleva casi ocho años sin acercarse a alta mar. Todo su casco está perforado por los gusanos teredo, y casi todos sus mástiles y vergas han desaparecido hace tiempo. Estamos hablando de un casco vacío, un simple cascarón.
—¿Qué pretendéis hacer con él? —preguntó Hawkwood, volviendo a contemplar su vaso. Parecía cansado. No tocó el trozo de papel sobre la mesa.
—Lo único que se puede hacer con él es desguazarlo. El maderamen del interior continúa entero, y sus costillas, curvas y bragadas se encuentran en muy buen estado. Pero no vale la pena volver a equiparlo. El taller de desguace ya ha manifestado su interés.
Hawkwood levantó la cabeza, pero su mirada permaneció vacía e inexpresiva. El posadero llegó con el candelario, extrajo el corcho y les sirvió dos vasos de buen vino. El vino de los barcos, como era conocido. Grobus tomó un sorbo del suyo, observando a Hawkwood con una mezcla de cautela y desconcierto.
—Ese barco ha navegado más allá del conocimiento de los geógrafos —dijo Hawkwood al fin—. Ha soltado amarras en tierras hasta ahora desconocidas por el hombre. No toleraré que lo desguacen.
Grobus se limpió el vino del labio superior.
—Si me disculpáis, capitán, no tenéis elección. Puede que el
Águila
y vos mismo estéis rodeados por un conjunto de mitos heroicos, pero los mitos no llenan un portamonedas vacío… ni tampoco los vasos de vino. Ya debéis una fortuna en derechos portuarios; ni siquiera Galliardo di Ponera puede ayudaros más. Si aceptáis mi oferta, pagaréis vuestras deudas y os quedará algo para… para la jubilación. Os estoy haciendo una oferta justa, y…
—Vuestra oferta queda rechazada —dijo bruscamente Hawkwood, levantándose—. Lamento haber malgastado vuestro tiempo, Grobus. Desde este momento, el
Águila
ha dejado de estar en venta.
—Capitán, debéis ser razonable…
Pero Hawkwood ya estaba saliendo de la posada, con la botella de candelario balanceándose al extremo de su brazo.
Un conjunto de mitos heroicos
. ¿Era cierto? Para Hawkwood eran el tema de pesadillas horribles, de imágenes que el paso de los años apenas había amortiguado.
Un trago de la botella. Cerró los ojos, agradecido por su calor. Cómo había cambiado el mundo; algunas cosas, por lo menos.
Su
Águila
estaba amarrada por proa y popa a las boyas ancladas en las Radas Exteriores. Era un buen trecho para remar, pero al menos allí estaba solo, y el movimiento de la marea era como una canción de cuna. Y los olores familiares a alquitrán, sal, madera y agua de mar. Pero su barco era un cascarón sin mástiles, con las vergas vendidas una tras otra y año tras año para pagar los derechos de anclaje. Una inversión en una expedición mercantil unos cinco años atrás se había tragado los ahorros de Hawkwood, y Murad había hecho el resto.
Pensó en todas las ocasiones de aquel horrible viaje al oeste en las que había montado guardia para proteger a Murad durante la noche. Qué fácil le hubiera resultado matarle entonces. Pero el noble de las cicatrices vivía a la sazón en un mundo distinto; era uno de los grandes del país, y Hawkwood no era más que tierra a sus pies.
Las gaviotas picoteaban la cubierta sobre su cabeza. La habían cubierto de guano, que se había endurecido hasta hacer imposible limpiarlo. Hawkwood dirigió la vista a las anchas ventanas del camarote de popa donde se encontraba (por lo menos, no las había vendido) y miró en dirección a Abrusio, que surgía del mar, amortajada en su propia neblina, adornada por los mástiles de los barcos y coronada de fortalezas y palacios. Levantó la botella en saludo a Abrusio, la vieja puta, y bebió un poco más, apoyando los pies en la pesada mesa clavada al suelo y desplazando hacia un lado la espada de hoja ancha, corta y oxidada. La tenía allí por si las ratas (a veces se ponían rebeldes e impertinentes) y también para el ocasional ladrón de barcos con la fuerza suficiente para remar hasta tan lejos. Aunque no quedaban demasiadas cosas que robar.