Grall parpadeó, sorprendido. Para tratarse de un discurso diplomático, había tenido la sutileza de una coz de onagro. Deseaba mirar a Briannon, para ver cómo había recibido el elector aquellas palabras, o, mejor dicho, aquellas exigencias, pero continuó mirando rígidamente al frente, con el rostro inexpresivo como la madera.
—Vuestra santidad ha presentado muchos argumentos de peso —replicó Briannon, con una voz dura como el basalto tras la musicalidad de Himerius—. En realidad, demasiados para tratarlos aquí de modo adecuado. Como sabéis, las embajadas fimbrias no se despachan a la ligera, y nuestra presencia aquí es evidencia suficiente de que compartimos vuestras preocupaciones sobre la situación actual de nuestras fronteras y las vuestras. Os revelaré que me ha sido dada la autoridad para firmar o romper cualquier tratado en el que hasta ahora se hayan involucrado los electorados. El tratado de Neyr, que garantiza la neutralidad fimbria en cualquier guerra en la que pueda verse implicado el Segundo Imperio, nos ha servido bien durante estos últimos años. Pero los tiempos están cambiando. Me alegro de que seamos de la misma opinión a ese respecto, santidad.
Himerius sonrió.
—¿Os parece bien que suspendamos la audiencia para comer, mi querido mariscal, y que nos reunamos más tarde de modo más informal para empezar a explorar las nuevas posibilidades generadas por el actual estado de cosas?
Briannon se inclinó levemente.
—Estoy a disposición de vuestra santidad.
—Creí que Himerius era un negociador astuto —dijo Justus—. Prácticamente ha dicho que estamos con él o contra él, el viejo bastardo.
—Las palabras no eran suyas —le dijo Briannon—. Himerius no es más que un títere. Estamos tratando con ese Aruan y con nadie más, y él confía en su fuerza lo suficiente para pensar que podrá doblegar a los electorados.
—¿Qué va a ocurrir, pues? —preguntó Grall con impaciencia—. ¿Uniremos nuestra suerte a la de estos hechiceros y sacerdotes?
Briannon lo contempló fríamente.
—Haremos lo que sea mejor para nuestro pueblo, aunque tengamos que acostarnos con el diablo para ello.
El trío de hombres vestidos de negro se dirigió a su alojamiento en silencio después de aquello. Grall se encontró pensando en su primo, Silus, que había desertado a Torunna tres semanas atrás. «Para servir bajo un soldado», había dicho amargamente. El único soldado auténtico que quedaba en Occidente.
Cuando las grandes puertas se cerraron tras los fimbrios, el trío de figuras del estrado pareció cobrar vida.
—Hemos sido demasiado obvios —dijo Himerius, descontento—. Maestro, esos fimbrios son los hombres más inflexibles del mundo. Hay que tratarlos con cuidado, con cortesía, con adulación.
—Toleran esas cosas, pero no las aprecian —dijo Aruan—. Y son hombres como los demás, temerosos de lo que pueda deparar el futuro. Nuestro amigo Briannon es en realidad el elector de Neyr, y si los fimbrios olvidan alguna vez sus diferencias internas y deciden proclamar un emperador, será el que acabará llevando la púrpura imperial. No ha venido hasta aquí para hacer ejercicio. Creo que firmarán el nuevo tratado. Tendremos piqueros fimbrios en nuestras filas, os lo prometo. Tal vez no enseguida, pero cuando caigan Hebrion y Astarac, se darán cuenta de por dónde sopla el viento.
—No les gustamos —dijo Bardolin—. Preferirían servir bajo el rey Corfe, un guerrero.
—Preferirían no servir bajo nadie más que ellos mismos. Sin embargo, sus soldados obedecerán las órdenes; es lo que mejor se les da, después de todo. —Aruan sonrió—. Mi querido Bardolin, has sido muy promiscuo en tus idas y venidas últimamente. A veces lamento haberte iniciado en los misterios de la Octava Disciplina. ¿Acaso detecto cierta nota de simpatía por ese rey soldado?
Bardolin miró a Aruan a los ojos sin estremecerse.
—Es el general más grande de nuestro tiempo. Los soldados rasos fimbrios pueden ser obedientes, pero en los últimos quince años miles de ellos se han pasado a su bandera. Se hacen llamar «los Huérfanos», y son fanáticos. Me he enfrentado a ellos en el campo, y son enemigos temibles.
—Ah, la batalla de las llanuras de Torrin —murmuró Aruan—. Pero ése fue un asunto menor, y han pasado casi diez años. Ahora tenemos a nuestros propios fanáticos, Bardolin, y se ríen de las picas sin importarles quién las maneje. ¿Hijos míos? ¿No tengo razón?
Ante aquellas palabras, los monjes que permanecían entre las sombras levantaron las cabezas, y al retirar las capuchas revelaron hocicos babeantes de bestias. Abrieron las fauces, aullaron y ladraron, y luego se arrastraron hacia delante para postrarse a los pies de Aruan, con sus ojos amarillos tan brillantes como las temblorosas llamas de los braseros.
Primero llegó el sonido, un ruido parecido al latir concentrado de mil corazones. La compañía del barco se sacudió el sopor exhausto que la había invadido y acudió a las barandillas, contemplando temerosamente la niebla. Los oficiales no fueron una excepción. El rey Abeleyn estaba en la toldilla, en medio de un charco de luz dorada creado por las enormes linternas de popa del
Pontifidad
. En los pasamanos del combés, los infantes de marina volvían a colocar sus mechas lentas, que ya se habían consumido, y en el castillo de proa, el combés y el alcázar los artilleros se limpiaban el rostro, se escupían en las manos e intercambiaban miradas silenciosas. El sonido les rodeaba, e iba en aumento mientras aguardaban. La aurora llegaría en cuestión de una hora, pero algo terrible llegaría antes.
El almirante Rovero había ordenado a los hombres de los versos que permanecieran en las cofas, aunque allí arriba se encontraban en pequeñas islas a la deriva sobre un impenetrable mar gris. Se oyeron gritos confusos procedentes de arriba, en el interior de la niebla, y el repentino ladrido de los pequeños versos que disparaban una andanada informe. Sobre la cubierta cayeron trozos de cabo y fragmentos de madera, arrancados de las vergas por los disparos.
—Ha empezado —dijo Abeleyn.
—¡Sargento Miro! —vociferó Rovero—. Llevaos una sección a los obenques y averiguad qué está pasando allí. —Y añadió con tono más bajo—: Maestro armero, id a buscar al capitán Hawkwood.
El fuego se intensificó. Miro y sus hombres abandonaron sus arcabuces y treparon por los obenques, desapareciendo en la niebla. A lo largo de las abarrotadas cubiertas del barco, la tripulación miraba hacia arriba, desconcertada y aterrada, mientras la niebla empezaba a girar en locos torbellinos y los gritos se convertían en chillidos. Una lluvia cálida empezó a caerles sobre los rostros, y un grito colectivo surgió de las cubiertas cuando los hombres comprendieron que estaba lloviendo sangre. Entonces… uno, dos, tres… media docena de cuerpos empezaron a caer de la niebla, rompiendo perchas, rebotando en las sogas y cayendo convertidos en ruinas escarlata sobre sus compañeros de abajo, o hundiéndose en el negro mar entre chapoteos. Las descargas de los arcabuces se convirtieron en una confusión irregular de disparos sueltos. Los hombres de las cubiertas se agacharon cuando una lluvia aún más horrible empezó a caer desde las invisibles cofas: piernas y brazos, entrañas, cabezas, cálidos chorros de sangre.
Y todo el tiempo, por encima de los disparos y los gritos de los moribundos, aquel murmullo rítmico de tambores.
Con el rostro gris y jadeante, Hawkwood se reunió con Abeleyn y Mark en la toldilla.
—¿Qué diablos está pasando?
Nadie le respondió. El fuego de las cofas había cesado, pero los chillidos continuaban, y empezaron a aparecer hombres de entre la niebla, bajando por los aparejos, o deslizándose por las burdas con la velocidad suficiente para quemarse las manos. Fue Abeleyn quien primero se recobró de la parálisis que parecía haberse apoderado de todos los hombres de cubierta.
—¡Infantes de marina! Disparad una descarga contra las cofas. ¡Alférez Gerrolvo, haced reaccionad a vuestros hombres, por el amor de Dios! ¡Todos los hombres, todos los hombres preparados para el abordaje! Sargento de armas, repartid los machetes.
Se rompió el hechizo. Tras recibir unas órdenes que daban sentido a aquella pesadilla, los hombres respondieron rápidamente. Se disparó una andanada de fuego de arcabuz contra la niebla en la que desaparecían los mástiles a diez pies por encima de las cabezas de los hombres, y los demás marineros corrieron a los barriles para tomar armas de combate cuerpo a cuerpo, dado que era obvio que los grandes cañones serían inútiles contra lo que estuviera atacando el barco.
En la toldilla junto a Abeleyn, Hawkwood desenvainó su propio machete y luchó contra el pánico que ascendía por su garganta como una nube. Estuvo a punto de revelar al rey de Hebrion la visita de Bardolin, pero reprimió sus palabras. «Todos sois hombres muertos». Probablemente era demasiado tarde, de todas formas.
El almirante Rovero estaba en el combés, empujando a los hombres hacia sus puestos, apartando a puntapiés los cadáveres mutilados que cubrían la cubierta. Agarró a un soldado de mirada enloquecida, cuya mano parecia haber sido arrancada de un mordisco en la muñeca. El hombre se sostenía el muñón y observaba los chorros que brotaban de sus arterias como si pertenecieran a otra persona.
—Miro, habéis llegado a las cofas, ¿no? En el nombre de Dios, ¿qué está ocurriendo allí arriba?
—Demonios —dijo Miro con vehemencia—. Diablos de ojos amarillos. Tienen alas, almirante. No queda nadie vivo allí arriba.
El hombre estaba aturdido. Rovero lo sacudió, furioso y desconcertado.
—Ve abajo, a la enfermería. Tú… Grode, ayúdale a bajar por la escotilla. ¡A las armas, hijos de perra! ¡Recordad quiénes sois!
A su alrededor, en el interior del muro de niebla, empezaron a verse los resplandores rojos de los disparos de armas ligeras, y a continuación pudieron oír el crepitar ahogado de descargas distantes a través de una marea de gritos lejanos; los demás barcos de la flota estaban sufriendo ataques similares.
Un grupo de guardaespaldas, hebrioneses y astaranos, se reunieron con Abeleyn, Mark y Hawkwood en el coronamiento, con las espadas desenvainadas. Llevaban media armadura y los yelmos abiertos, y miraban a su alrededor entre decididos y desconcertados. Algo surgió de la niebla por encima de ellos, algo que fue iluminado por un resplandor azafrán al entrar en el charco de luz de las linternas de popa, y que se estrelló de golpe encima del grupo. Los hombres salieron despedidos como bolos. Uno de ellos cayó por encima de la barandilla y se hundió en el mar sin emitir un sonido. Su armadura le arrastraría hasta el fondo como una piedra. Hawkwood, en mitad del caótico torbellino de brazos, piernas y espadas blandidas en vano, distinguió una silueta alada, implume como una serpiente, con garras afiladas y una cola larga y lampiña como la de una rata monstruosa. Luego la silueta desapareció, mientras la niebla trazaba círculos en las corrientes creadas por sus alas.
A lo largo del barco, los hombres combatían aquel ataque desde arriba. Docenas, centenares de criaturas estaban surgiendo de la niebla y destrozando con sus garras a marineros y soldados antes de volver a desaparecer. Los maestros de armas manejaban los versos del alcázar y disparaban indiscriminadamente terribles lluvias de metal. Los cabos y sogas partidos por la metralla caían siseando sobre los hombres de abajo; trozos de motones y aparejos se estrellaban contra las cabezas, contribuyendo al caos general. Hawkwood vio lo que debía haber sido la verga del juanete mayor (treinta pies de madera dura reforzada con hierro) caer como un cometa, arrastrando todo su cordaje y aparejos. Atravesó la cubierta y desapareció abajo, llevándose consigo a dos artilleros que habían quedado atrapados entre las sogas. La madera astillada de la cubierta despedazó sus cuerpos cuando la atravesaron.
—Están destrozando el barco desde arriba —gritó—. Debemos poner hombres en las cofas, o lo inutilizarán.
Corrió hacia delante, en dirección a la escala del alcázar. Tras él, los dos reyes estaban ayudando a sus guardaespaldas, pesadamente armados, a ponerse en pie. Otra criatura alada se les vino encima, y Hawkwood la atacó con su machete de hierro, cortando una de sus grandes garras. La criatura se estrelló contra el coronamiento, en una hedionda confusión de huesos y alas correosas. La linterna de popa, de seis pies de altura, se estremeció ante el impacto, se volcó y cayó sobre la cubierta en una explosión de llamas, arrojando aceite hirviendo en todas direcciones. El rey Mark de Astarac fue envuelto por las llamas y se transformó en una antorcha ardiente, mientras los guardaespaldas que le rodeaban quedaban igualmente empapados, abrasándose en el interior de sus armaduras. Algunos saltaron por la borda. El rey trató de sofocar a golpes las llamas, que trepaban hambrientas por su cuerpo, ennegreciendo su piel, marchitándole el cabello y fundiéndole la ropa. Aturdido, y también ardiendo, Hawkwood contempló cómo el monarca de Astarac se arrancaba la carne de su propio rostro en su agonía. Abeleyn trataba de sofocar el incendio con su manto, que también prendió. Uno de los guardaespaldas hebrioneses se llevó a su rey a rastras y se tumbó sobre su cuerpo, apagando las llamas que habían prendido en sus mangas y cabello. Hawkwood rodó sobre la cubierta y consiguió apagar las gotas ardientes sobre su propia ropa.
—¡Grupo de incendios! —gritó—. ¡Grupo de incendios a popa! —La piel saltó del dorso de sus manos en láminas perfectas, y él las contempló, hipnotizado.
La popa del barco estaba en llamas; el fuego había prendido en el alquitrán de las costuras y se había extendido al cordaje de las burdas de mesana. Cuando el calor alcanzó la segunda linterna de popa, ésta explotó, lanzando aceite hirviendo por todo el alcázar. Al desencadenarse el infierno, el fuego alcanzó las culebrinas de la toldilla, que detonaron una tras otra, retrocediendo en sus cureñas en llamas. Las cargas de pólvora de repuesto almacenadas junto a ellas estallaron con un sonido como el de una serie de descargas atronadoras, abriendo grandes agujeros irregulares en la estructura del
Pontifidad
; los enormes tablones que constituían el esqueleto y las costillas del barco saltaron por los aires como ramitas junto a fragmentos de hombres ardiendo. El barco gimió como una bestia mutilada, y se oyó un gran crujido cuando cedió el palo de mesana, arrancando los obenques y estayes y estrellándose contra el costado de babor del barco. El gran navío empezó a inclinarse.