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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Naves del oeste (12 page)

BOOK: Naves del oeste
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—¿Qué tal van los nuevos, general? —preguntó Corfe al fimbrio. Tenía una copa de brandy vacía en una mano y un despacho arrugado en la otra. A su alrededor había un grupo de oficiales, varios de los cuales parecían no haber alcanzado aún la edad de afeitarse.

—Son buenos, pero sólo en la zona de maniobras. Sobre un terreno real, todas las formaciones se descomponen. Necesitan hacer más maniobras en campo abierto.

Corfe asintió.

—Las harán muy pronto. Caballeros, acabamos de recibir despachos de Aras, en el norte. El mar de Tor está prácticamente libre de hielo, y los transportes himerianos corren sobre él como las moscas sobre la mermelada. El enemigo está reforzando sus fortificaciones en el paso. Por lo menos hay dos ejércitos más en marcha desde Tarber y Finnmark. Empezaron a cruzar el rio Tourbering el día quince.

—¿Alguna idea respecto a su número, señor? —preguntó un oficial robusto y de aspecto brutal.

—Las fuerzas de Finnmark y Tarber suman al menos cuarenta mil hombres. Añadidas a las tropas ya en posición, creo que podemos estar hablando de una cifra en torno a los setenta mil hombres.

Hubo un murmullo de desaliento. Aras tenía menos de la mitad de soldados en Gaderion.

—Necesitarán al menos cuatro o cinco días para cruzar el río. Aras envió una columna móvil el mes pasado que quemó los puentes, y el Tourbering está en plena crecida con el deshielo de las montañas.

—Pero cuando hayan cruzado —dijo el oficial robusto—, avanzarán rápidamente por las llanuras del sur. ¿Sabemos algo de su composición, señor?

—Muy poco, Comillan. La inteligencia local es pobre. Sabemos que el rey Skarpathin está presente en persona, igual que el príncipe Adalbard de Tarber. Históricamente, los principados del norte han tenido siempre caballerías muy débiles. Su punto fuerte es la infantería pesada.

—Infantería pesada —repitió alguien, y Corfe asintió.

—Anticuada, pero todavía efectiva, incluso contra la caballería. Y sus exploradores continúan usando jabalinas. Buenos soldados para los terrenos difíciles, pero no muy útiles en campo abierto. Supongo que los himerianos enviarán una pantalla de tropas ligeras antes de tantear con la infantería pesada.

Todos contemplaron el mapa y las fichas. Las piezas rojas, extendidas a ambos lados de la línea de tinta que era el río Tourbering, adquirieron un aire claramente amenazador. Había otras piezas similares, situadas en línea al nordeste del mar de Tor. Frente a todas ellas estaba la solitaria ficha azul de los hombres de Aras.

—Si ése es su plan, nos dará algo de tiempo —dijo Formio, rompiendo el silencio—. Los norteños tardarán casi dos semanas en cruzar las llanuras de Tor.

—Sí —asintió Corfe—. Tiempo suficiente para enviar refuerzos a Aras. Tengo intención de enviar a gran parte de nuestras tropas por el Torrin, lo que ahorrará nos tiempo y desgaste de los caballos.

—Entonces, ¿esto va en serio, Corfe? —preguntó Formio—. ¿Es la movilización general?

Corfe miró a su amigo a los ojos.

—Esto va en serio, Formio. Todos los caminos, según parece, conducen al paso. Puede que intenten infiltrar unas cuantas columnas por las colinas del sur, pero los cimbrios nos ayudarán a encargarnos de ellas. Y el almirante Bersa está tratando con los nalbeni en el Kardio para proteger el flanco sur.

—Un terreno muy malo —dijo Comillan. Sus ojos negros estaban entrecerrados, y se tiraba pensativamente de los extremos de su pesado bigote—. Las colinas en torno a Gaderion son muy abruptas. La caballería será prácticamente inútil, a no ser que montemos a los hombres en cabras.

—Lo sé —dijo Corfe—. Han ido adelantando sus fortines de las montañas, de modo que nos quedará poco espacio para maniobrar a menos que abandonemos Gaderion y retrocedamos hasta las llanuras inferiores. Y eso, caballeros, no sucederá.

—¿De modo que lucharemos a la defensiva? —preguntó una voz. Los oficiales superiores se volvieron. Era el alférez Baraz. Sus compañeros lo miraron sobresaltados durante un segundo, y luego permanecieron impertérritos. Uno se movió levemente sobre las plantas de los pies, como si pretendiera alejarse físicamente de la temeridad de su colega.

—¿Quién demonios…? —empezó a decir Comillan, indignado, pero Corfe levantó una mano.

—¿Es ésa tu conclusión, alférez?

El joven se sonrojó.

—Nuestras fuerzas están entrenadas con mentalidad ofensiva, señor. Así es como se las ha adiestrado y equipado.

—Y, sin embargo, sus mayores victorias han sido defensivas.

—Defensivas en la estrategia, señor, pero siempre ofensivas en la táctica.

—Excelente —sonrió Corfe—. Caballeros, nuestro joven amigo ha dado en el clavo. Estamos luchando para defender Torunna, como antaño luchamos para defenderla de sus ancestros, pero no ganamos aquella guerra quedándonos sentados tras nuestras murallas de piedra. Debemos mantener al enemigo desconcertado en todo momento, de modo que nunca pueda reunir fuerzas suficientes para descargar el golpe definitivo. Para ello, debemos atacar.

—¿Dónde, señor? —preguntó Comillan—. Sus fortificaciones están bien situadas. La línea de Thuria podría absorber un asalto de muchos miles de hombres.

—Sus fortificaciones deberían ser asaltadas si es posible, y con fuerzas considerables. Pero no es allí donde quiero que caiga nuestro mayor golpe. —Corfe inclinó la cabeza—. ¿Dónde podemos causarles más daño, eh? Pensad.

Los oficiales reunidos permanecieron en silencio. Corfe miró a Formio a los ojos. Ambos lo habían hablado ya en privado, y habían tenido un violento desacuerdo, pero el fimbrio no diría una palabra.

—Charibon —dijo finalmente el alférez Baraz—. Os dirigiréis a Charibon.

Un siseo colectivo de respiración contenida.

—No seas absurdo, chico —espetó Comillan, con sus ojos negros relampagueando—. Señor…

—El chico tiene razón, Comillan.

El comandante de la guardia personal se quedó sin habla.

—Es imposible —dijo alguien.

—¿Por qué? —preguntó suavemente Corfe—. No seáis tímidos, caballeros. Decidme vuestras razones.

—Para empezar —dijo Comillan—, la línea de Thuria es demasiado fuerte para superarla rápidamente. Sufriríamos un inmenso número de bajas en un asalto general, y un bombardeo con la artillería daría tiempo al enemigo para traer grandes masas de refuerzos, o incluso para construir una segunda línea detrás de la primera. Y el terreno. Como se ha dicho antes, nuestras tropas de choque necesitan movilidad para ser efectivas. No se puede lanzar un ataque de caballería, ni siquiera de piqueros, contra murallas sólidas, ni sobre un terreno tan abrupto.

—Correcto. Pero olvídate de la línea de Thuria por un momento. Hablemos de la misma Charibon. ¿Qué problemas plantea?

—¿Una guarnición numerosa, señor? —aventuró uno de los alféreces.

—Sí. Pero no olvidéis que gran parte de las tropas en torno a la ciudad monasterio se trasladarán al este para asaltar Gaderion. Charibon carece prácticamente de murallas. Las defensas que tiene fueron construidas en el siglo II antes de la pólvora. Para ser una fortaleza, es un complejo muy débil, y podría tomarse sin grandes máquinas de asedio.

—Pero para llegar hasta allí tendríais que atravesar la linea de Thuria, de todos modos —señaló el coronel de coraceros Heyd—. Y, para poder hacerlo, los ejércitos de campo de Charibon tendrían que haber sido destruidos. No tenemos hombres suficientes.

—No había terminado, Heyd. Es posible que las defensas artificiales de Charibon sean débiles, pero las naturales son formidables. —Corfe se inclinó sobre el mapa—. Al este y al norte, está protegida por el mar de Tor. Al sureste, por las Címbricas. Sólo al oeste y al norte existen caminos practicables para un ejército atacante, y el acceso del norte está atravesado por la línea del río Saeroth. Charibon no necesita murallas. Está protegida por la geografía. Por otra parte, si la ciudad fuera atacada de repente, con sus fuerzas ocupadas en el este, en el paso de Torrin, al enemigo le resultaría casi imposible volver a llamarlas en su defensa; los problemas que afectan a un ejército atacante se volverían de pronto contra el defensor. El único modo rápido de hacerlas regresar sería transportarlas en barco a través del mar de Tor. Y los barcos pueden quemarse.

—Todo eso está muy bien, señor —dijo Comillan, claramente exasperado—, si las tropas pudieran volar. Pero no pueden. No hay pasos en las Címbricas que yo conozca. ¿Cómo sugerís que las transportemos?

—¿Y si hubiera otro modo de llegar a Charibon, rodeando la línea de Thuria?

El asombro apareció en todos los rostros excepto el de Formio.

—¿Existe ese modo, señor? —preguntó Comillan, con voz ronca.

—Es posible. Es posible. Lo importante, caballeros, es que no podemos permitirnos una guerra de desgaste. Nos superan en número, y, como ha señalado el alférez Baraz, estaremos a la defensiva. No tengo intención de golpear la cola de la serpiente; pretendo cortarle la cabeza. Si destruimos el triunvirato himeriano, ese imperio continental suyo caerá en pedazos.

Se enderezó y los observó fijamente a todos.

—Tengo intención de conducir un ejército a través de las Címbricas, para asaltar Charibon desde la retaguardia.

Nadie habló. Formio observó el mapa y la línea de las Címbricas trazada con gruesa tinta negra. Estaban entre las cumbres más altas del mundo, según se decía, y había capas de nieve de varias yardas de grosor incluso en primavera.

—Al mismo tiempo —continuó tranquilamente Corfe—, Aras asaltará la línea de Thuria. Lanzará un ataque lo bastante vigoroso para persuadir al enemigo de que es un intento genuino de llegar hasta las llanuras del otro lado, pero lo que en realidad estará haciendo es apartar a las tropas de la defensa de la ciudad monasterio. Una tercera operación será un ataque contra los muelles de la orilla oriental del mar de Tor. La flota de transportes enemigos debe ser destruida. Si lo conseguimos, los tendremos acorralados.

—Pero primero hay que cruzar las Címbricas —dijo Formio.

—Sí. Y no diré nada más sobre ello por el momento. Pero no os confundáis, caballeros, debemos ganar esta guerra rápidamente. Las primeras batallas han empezado ya. Estoy en comunicación con el oeste, y sé que la flota de la Gran Alianza está a punto de entrar en acción. Se ha informado de la presencia de una embajada fimbria en Charibon. Es posible que las tropas himerianas hayan conseguido derecho de paso a través de Fimbria para atacar Hebrion, y sabemos que se están concentrando en las fronteras orientales de Astarac. No estamos solos en esta guerra, pero somos el único reino con las fuerzas necesarias para ganarla.

Formio continuó mirando fijamente a su rey y amigo. Se acercó a él.

—No habrá retirada posible, Corfe —dijo en un murmullo suplicante—. Si fracasas ante Charibon, no habrá retirada.

—¿Y los fimbrios? —preguntó Heyd, el robusto y franco oficial que comandaba a los coraceros torunianos.

—Son la gran incógnita de esta ecuación. Claramente están a favor del Imperio en este momento, pero sólo porque consideran que nuestros ejércitos son la amenaza mayor. Creo que están convencidos de que pueden manejar a Aruan; pensad en lo fácil que les resultaría enviar a un gran ejército al este para saquear Charibon. Si nosotros lo estamos considerando, podéis estar seguros de que ellos también. No, quieren que el Imperio nos derrote, junto con los demás miembros de la Alianza, y entonces atacarán, con intención de reconstruir su antigua Hegemonía sobre las ruinas de un continente desgarrado por la guerra. Se equivocan. Cuando la verdadera escala de la guerra se haga patente, espero que lo reconsideren.

—¿Y si no lo hacen? —preguntó Formio, mirando a su rey a los ojos.

—Entonces habrá que derrotarlos también.

Capítulo 7

Había una tormenta en el oeste. La gente de Abrusio la había observado elevarse en el horizonte durante dos días, hasta que las nubes hirvientes cubrieron por completo la mitad del cielo. Cada anochecer, el sol se hundía en ellas como una bola de hierro fundido sumergiéndose en un lecho de ceniza, su descenso iluminado por el destello de los relámpagos distantes. Las nubes parecían inmunes al viento del oeste que soplaba con fuerza hacia tierra. Se erguían como murallas de piedra atormentada en el borde del mundo, heraldos de noticias monstruosas.

Abrusio era una ciudad silente. Durante varios días, los muelles habían estado abarrotados de gente; no eran estibadores, marineros ni barqueros, sino ciudadanos comunes del puerto. Formaban multitudes sombrías sobre los muelles a todo lo largo de la orilla, hablando en murmullos y contemplando el perturbado horizonte al otro lado de los malecones. Se quedaban allí incluso durante la noche, cuando encendían hogueras y permanecían en pie a su alrededor como hipnotizados, observando los relámpagos. Había pocas bromas o comentarios. El vino pasaba de mano en mano y se bebía sin disfrutar. Todos los ojos se elevaban una y otra vez hacia las balizas del rompeolas al extremo de las Radas Exteriores. Se encenderían para avisar del regreso de la flota. En señal de victoria, tal vez, en una guerra que ninguna de aquellas personas entendía realmente.

Las hogueras del puerto podían verse desde los balcones del palacio. Era como si los muelles estuvieran envueltos en silenciosas llamas. Golophin había calculado que habría unas cien mil personas (una cuarta parte de la población de la ciudad) en pie allí abajo, con los ojos fijos en el mar.

Isolla, reina de Hebrion, estaba junto al anciano mago contemplando el Océano Occidental, azotado por la tormenta, desde uno de aquellos balcones del palacio. Era una mujer alta y delgada en la cuarentena, con el rostro fuerte y la piel pecosa. Su hermoso cabello rojizo había sido peinado hacia atrás, y estaba cubierto por una sencilla cofia de encaje.

—¿Qué está pasando ahí fuera, Golophin? Ha pasado demasiado tiempo.

El mago le apoyó una mano en el hombro. Su rostro lampiño estaba sombrío, y abrió la boca para hablar, pero se contuvo. Su mano abandonó el hombro de Isolla y se convirtió en un puño huesudo. A su alrededor pareció brotar un furioso destello blanco. Luego se apagó de nuevo.

—Me están impidiendo llegar hasta él, Isolla. No es Aruan, es alguien o algo diferente. Hay un mago muy poderoso ahí fuera, en esa tormenta, y ha erigido una barrera que nada puede penetrar, ni barcos, ni magos, ni siquiera los mismos elementos de la tierra y el mar. Dios sabe que lo he intentado.

BOOK: Naves del oeste
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