Naves del oeste (15 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: Naves del oeste
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—No hay necesidad de formalidades aquí, capitán. Servíos algo de vino. Parece que hayáis visto un… un fantasma.

Hawkwood obedeció, incapaz de relajarse. Deseaba tirar de las cortinas y asomarse para ver qué había en el cielo matutino.

—Nos conocemos de antes, ¿no es así? —dijo ella, secamente.

—He asistido a una fiesta o dos durante estos años, señora. Pero hace mucho tiempo os encontré en la carretera del norte. Vuestro caballo había perdido una herradura.

Ella se sonrojó.

—Lo recuerdo. Os serví vino en la torre de Golophin. Perdonadme, capitán, no sé muy bien lo que digo.

Hawkwood se inclinó levemente. No había nada más que decir.

Pero Isolla sí trataba de decirle algo. Estudió su vino, y finalmente preguntó:

—¿Cómo murió? El rey.

Hawkwood blasfemó en silencio. ¿Qué podía contar a aquella mujer que la ayudara a dormir mejor por las noches? ¿Que el cuerpo de su esposo había sido destrozado? ¿Que se había ahogado? Levantó la cabeza, y ella vio en sus ojos lo que no quería contarle.

—De modo que fue muy malo.

—Murió luchando —dijo pesadamente Hawkwood—. Y, de veras, señora, no duró mucho. Para ninguno de ellos.

—¿Y mi hermano?

Por supuesto, era la hermana de Mark. Aquella mujer era uno de los últimos supervivientes de dos dinastías reales; tal vez el último.

—Para él también fue rápido —mintió, mirándola fijamente, deseando ser creído—. Murió a pocos pies de distancia de Abeleyn, los dos en el mismo alcázar.

«En mi barco», pensó. «Dos reyes y un almirante murieron allí, pero yo no». Y la vergüenza le quemó el alma.

—Me alegro de que murieran juntos —dijo ella, con voz ronca—. Fueron como hermanos en vida, excepto que Mark siempre había odiado el mar. ¿Cómo es que no estaba en su barco insignia?

Hawkwood sonrió, recordando el rostro verdoso del rey de Astarac al ser izado sobre la borda del
Pontifidad
.

—Vino a una reunión, y… y no pareció encontrar el momento de marcharse.

Aquello también la hizo sonreír. La habitación pareció algo más cálida.

Hubo una discreta llamada a la puerta, y Golophin entró sin más ceremonias. Hawkwood tuvo que esforzarse por no reaccionar al ver el rostro del mago. Dios del cielo, ¿por qué lo habían hecho?

El mago era un maniquí demacrado, con una piel blanca y apergaminada que hacía resaltar aún más sus cicatrices rosadas y violáceas. Pero sonrió a Hawkwood, en pie con su copa de vino intacta en la mano.

—Bien, bien. Un trabajo perfecto. Nos tuvisteis preocupados durante un tiempo, capitán. —Isolla le quitó la pesada capa como una muchacha ayudando a su padre, y le tendió una copa. Golophin la vació de un trago, se dirigió a la ventana y apartó las cortinas.

La ventana daba al oeste, y les dejó ver una oscuridad vasta e hirviente. Hawkwood se unió al mago para contemplarla.

—Sangre de Dios —murmuró.

—Vuestra tormenta casi ha llegado, capitán. Ha recorrido una gran distancia durante la noche.

La nube se había convertido en un gran bastión de sombras torturadas que llenaba todo el horizonte occidental. En su base se distinguían los destellos de los relámpagos, mientras la gran masa se retorcía en torbellinos atormentados, con un movimiento que parecía casi consciente.

—La ciudad ha estado hirviendo como un nido de avispas durante la noche, y el ver esto por la mañana ha bastado para que las cosas se precipiten. Ya hay una multitud de soldados, marineros y nobles menores en la abadía, todos hablando sin escuchar. La guarnición, o lo que queda de ella, está en las calles, pero el pánico ya se ha desatado. Los habitantes de Abrusio huyen a millares por la puerta norte, y los barcos del puerto han arrojado sus cargamentos por la borda y están ofreciendo pasaje para salir de Hebrion a cualquiera que pueda pagar el rescate de un rey.

—Nadie ha dicho una palabra —dijo Isolla, sorprendida—. Traen un náufrago a tierra, y todo el país espera lo peor. Con o sin tormenta, ¿es que nadie tiene fe? Esto es una locura.

—Los pescadores me encontraron flotando sobre la cofa destrozada de un gran barco. Algunos me reconocieron como el capitán del barco insignia. Y me negué a responder a ninguna de sus preguntas —le dijo suavemente Hawkwood—. La victoria no es tan reservada. Saben que la flota ha sufrido un desastre.

—Además, creo que algunas doncellas del palacio han sido más ingeniosas en su curiosidad de lo que yo las creía capaces —añadió Golophin—. En cualquier caso, el secreto ha salido a la luz. La flota y nuestro rey ya no existen, eso es del dominio público. Los términos de Aruan no se han divulgado aún, sin embargo, lo que es una suerte. Es necesario que no entren más doncellas ni pajes en esta ala del palacio. He apostado centinelas al principio del corredor.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó lentamente Isolla, con los ojos fijos en la tormenta sobrenatural que avanzaba hacia ellos con el viento del oeste. No era ninguna ingenua, pero no estaba preparada para aquella responsabilidad pesada y repentina. Ni siquiera sabía el nombre del oficial al mando del ejército.

Golophin miró a Hawkwood, y se dio cuenta de que el navegante observaba a la reina con una extraña intensidad. Asintió para sí. Había tenido razón hacía muchos años, y todavía la tenía. Tal vez sería para bien. Frunció los labios.

—Abrusio todavía tiene una guarnición de unos seis mil hombres. Los infantes de marina zarparon con la flota, igual que todos los grandes barcos. Sólo nos quedan barcos correo y unas cuantas cañoneras. En Imerdon y en la frontera con Fulk también hay pequeñas guarniciones, pero se encuentran a varias semanas de distancia.

—Están los fuertes del malecón —dijo Isolla—. Durante la guerra civil contuvieron a la flota de Abeleyn durante varios días.

—Esas cosas —dijo lentamente Hawkwood— pueden volar.

—¿Cómo eran, capitán? —preguntó Golophin. Incluso en un momento como aquél, parecía más curioso que asustado.

—Había visto uno antes, en la jungla del Continente Occidental. Creo que una vez fueron hombres, pero han sido manipulados más allá de toda humanidad. Son como grandes murciélagos con cola, y garras de ave rapaz. Y son muchos miles. Hay una flota ahí fuera, compuesta sobre todo por barcos pequeños, llenos de guerreros de armadura negra, con pinzas en lugar de manos y caparazones de escarabajo. Avanzan como auténticas cucarachas, en cualquier caso. La ciudad no podrá resistir contra ellos. Nuestros mejores hombres murieron frente al cabo del Norte, y los ciudadanos, por lo que me decís, no están en condiciones de resistir y luchar.

—Abrusio está condenada, entonces —murmuró Isolla.

El rostro de Golophin era una máscara demoniaca.

—Eso creo. Hebrion, al menos, debe aceptar los términos de Aruan, o habrá un baño de sangre que hará palidecer al de la guerra civil.

—Quiere que le entreguemos a todos los nobles —le recordó Hawkwood—. Pretende acabar con la aristocracia de todo el reino.

Ambos hombres miraron a Isolla. Ella sonrió amargamente.

—No me importa. Mi esposo y mi hermano han muerto. Tanto da que me una a ellos.

Golophin le tomó una mano.

—Mi reina, has sido como una hija para mí, una de las pocas personas en quienes he confiado durante esta larga y absurda vida mía. Este hombre también lo es, aunque no siempre lo ha sabido. Abeleyn, tu esposo, era el tercero, y Bardolin de Carreirida el cuarto. Ahora sólo quedáis tú y Hawkwood. —Cuando ella bajó la cabeza, Golophin le apretó la mano con más fuerza—. Ahora te hablo como consejero real, pero también como amigo. Debes abandonar Hebrion. Debes embarcar con las pocas personas del palacio en quien confías, y zarpar de estas costas. Y debes irte enseguida, hoy mismo.

Isolla parecía desconcertada.

—¿Adónde puedo ir?

Fue Hawkwood quien respondió.

—El rey Corfe todavía gobierna en Torunna, y su ejército es el mayor del mundo. Deberíais ir a Torunn, señora. Allí estaréis a salvo.

—No. Mi sitio está aquí.

—Hawkwood tiene razón —dijo Golophin con vehemencia—. Si Aruan te captura, se habrá perdido toda esperanza de futuro. La gente debe saber que existe algo de estabilidad en los tiempos que se avecinan. Y debes ir por mar; la ruta por tierra hacia el este está cerrada. —Levantó una mano—. No hablemos más de este asunto. Ya he hablado con el responsable de los barcos en la torre del Almirante. Un jabeque oficial te aguarda mientras hablamos. El propio Hawkwood será su capitán. Me han dicho que tenéis que zarpar aprovechando la marea, durante la… la…

—La bajamar —le dijo Hawkwood—. Ocurre durante la sexta hora después del mediodía. El jabeque es una buena elección. Tiene aparejo latino, y con este viento del oeste el viento lo ayudará a salir del puerto, aunque con muy poco margen de movimiento. Pero tendréis que buscar a otro capitán. Yo me quedo aquí.

Isolla y Golophin le dirigieron miradas furiosas.

—Sobreviví a mi rey, a mi almirante y a mi barco… a pesar de ser su capitán —dijo sencillamente Hawkwood—. No voy a volver a huir.

—Maldito estúpido —dijo Golophin—. ¿Y qué servicio puedes prestar a Hebrion desde aquí, aparte de conseguir que te corten ese orgulloso cuello?

—Yo podría preguntarte lo mismo. Al parecer, vas a quedarte… Y, ¿para qué?

—Yo puedo estar en Torunn en un instante si lo deseo.

—Por tu aspecto, parece que un niño pudiera derribarte con una ramita.

—Tiene razón, Golophin —dijo rápidamente Isolla—. ¿Necesitas que tus poderes se recuperen? No tienes buen aspecto. —Parecía momentáneamente exasperada por su propia cobardía. Hawkwood vio que su mandíbula se apretaba. Pero Golophin, ignorándola, le estaba golpeando el pecho con un dedo huesudo.

—Aruan te dijo que se le está acabando la paciencia. Ya te ha permitido vivir dos veces, para sus propios fines. No volverá a hacerlo. Además, ese barco necesitará un navegante experimentado. Deberás recorrer tres mares enteros para llegar a Torunn. Vas a marcharte, capitán. Y tú también, señora… Aunque no fuera tu amigo, insistiría en que, como reina de Hebrion, tu obligación es partir. Y lo harás, aunque tenga que meterte en un saco. Hawkwood, te encargo su protección. No quiero oír nada más sobre el tema. Resulta que tengo motivos para quedarme, y me has dado razones para creer que Aruan no me matará enseguida. Y tampoco estoy indefenso, de modo que liberad vuestras mentes de esa preocupación altruista y empezad a prepararos para el viaje. Hay túneles bajo el palacio que conducen casi hasta la orilla; Abeleyn ordenó que los excavaran hace diez años, de modo que podréis huir sin provocar todavía más pánico del que ya existe. Isolla sabe dónde están. Os marcharéis lo antes posible.

—No puedo hacer eso… Debo hablar con los nobles antes de irme. No puedo marcharme a hurtadillas —protestó Isolla.

Golophin perdió al fin los estribos.

—¡Puedes irte y te irás! —Una luz fría se encendió en sus ojos. Ardían como llamas blancas, y la furia que contenían hizo que Isolla retrocediera un paso—. Por las barbas de Ramusio, creí que tenías más sentido común. ¿Acaso piensas que puedes pronunciar un discurso optimista ante los nobles y pretender que te dejen marchar como si nada? Este reino está a punto de entrar en una edad oscura que ninguno de nosotros puede imaginar, y la tormenta que la trae está casi encima de nosotros. No tengo tiempo de continuar aquí, discutiendo con estúpidos testarudos y chiquillas tontas. Los dos haréis lo que digo. —La luz en sus ojos decayó. Con tono más humano, añadió—: Hawkwood, quiero hablar un momento contigo fuera.

El mago y el navegante dejaron a la asustada reina y cerraron la puerta tras ellos. Hawkwood miró a Golophin con desconfianza, y el anciano mago sonrió.

—¿Qué opinas? ¿Le he metido el miedo en el cuerpo?

—¡Viejo bastardo! Y a mí también.

—Bien. Lo de los ojos ha sido un toque maestro, creo. Escucha, Richard, debes hacer que esté en ese maldito barco a media tarde como mucho. Su nombre es
Liebre de mar
, y está amarrado en los astilleros reales, al pie de la torre del Almirante. No me preguntes cómo lo conseguí; me sonrojaría decírtelo. Pero es tuyo, y todo el papeleo está… —Volvió a sonreír—. No importa. Todo está listo, o casi. Lo están cargando con provisiones extra, pero fue diseñado para correr, no para luchar (o eso me han dicho), y si empiezo a enviar hombres a bordo puedo despertar sospechas. El capitán actual está de permiso en tierra, sin duda en algún prostíbulo. He hablado con el capitán del puerto, y te están esperando, pero oficialmente tus pasajeros no son más que nobles anónimos.

—¿Nobles? ¿Quiénes son los demás? —preguntó Hawkwood.

—Todavía no estoy seguro de que vaya a haber otros. Es lo que voy a averiguar. Procura que Isolla suba a ese barco. Y… y cuida de ella, Richard. Aparte de ser la reina, es una gran mujer.

—Lo sé. Escucha, Golophin, no te he dado las gracias…

—No te molestes. Te necesito tanto como tú a mí. Ahora debo irme. —Golophin le apretó un brazo—. Volveremos a vemos, capitán, puedes estar seguro.

Y se alejó a grandes zancadas por el corredor, como un hombre mucho más joven, aunque parecía que no hubiera comido en todo un mes.

Un frenesí de preparativos, con Hawkwood participando en el proceso por orden de la menuda y morena Brienne, la doncella astarana de Isolla, que la había acompañado desde la infancia. Isolla estaba pálida y silenciosa, todavía convencida de que la furia de Golophin había sido genuina. Y luego un viaje subterráneo, con los tres avanzando a toda prisa y tropezando a la luz de las antorchas, cargados de bolsas e incluso con un pequeño baúl. Desde el palacio a la torre del Almirante había casi media legua, y el primer tercio del camino consistía en un descenso por escalones de piedra empinados y empapados de agua. La reina abría la marcha con una antorcha chisporroteante, seguida por Hawkwood y Brienne, incapaces de ver sus propios pies debido a los bultos que transportaban. En una ocasión, Hawkwood sintió la blandura en movimiento de una rata bajo sus pies, y se tambaleó. Al instante, notó la fuerte mano de Isolla en su codo, ayudándolo a incorporarse. El rostro de la reina era invisible bajo su capa con capucha, pero era alta como un hombre, y no parecía asustada. Hawkwood se encontró admirando su paso rápido y seguro, y los esbeltos dedos que sostenían la antorcha. Percibía su perfume mientras avanzaban, una esencia de lavanda, como el aroma de las colinas de las Hebros en verano.

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