—¿Qué pueden hacer los cañones y los machetes contra semejante magia?
El mago apretó la mandíbula.
—Debería estar allí, es cierto. Debería estar allí.
—No te tortures. Ya hemos hablado de eso.
—Yo… lo sé. Eligió bien su momento, Isolla. Mi única esperanza es que ese mago, sea quien sea, se haya agotado manteniendo ese monstruoso hechizo, de modo que no pueda colaborar en el asalto a los barcos. Tendrán que asaltarlos usando medios más convencionales, de modo que el valor, el acero y la pólvora todavía pueden servir de algo a aquéllos que están atrapados ahí fuera.
Isolla no le miró.
—¿Y si no sirven? ¿Qué haremos entonces?
—Nos prepararemos para repeler una invasión.
—¿Una invasión de qué, Golophin? El país está al borde del pánico, sin saber a qué nos enfrentamos. Al Segundo Imperio, dicen algunos. A los fimbrios, dicen otros. En el nombre de Dios, ¿qué hay exactamente ahí fuera?
El anciano mago no contestó, sino que trazó una forma brillante en el aire con un largo dedo. La silueta de un glifo fue visible durante un segundo, y desapareció. Nada. Era como contemplar un muro de piedra.
—Luchamos contra Aruan, y contra lo que haya traído consigo del Continente Occidental. No sabemos exactamente a qué nos enfrentamos, Isolla, pero sabemos que tiene el propósito de destruir todos los reinos de Occidente. Están ahí fuera, en esa tormenta, nuestros enemigos, pero no puedo decirte qué clase de hombres son, ni siquiera si son hombres. Has oído las historias que han circulado durante los años, las historias sobre el viaje de Hawkwood. Algunas son fantasías, otras no. Sabemos que hay barcos, pero no sabemos qué hay en ellos. Hay un poder, pero no sabemos al servicio de quién. Pero se está acercando. Y me temo que nuestro último intento de detenerlo ha fracasado. —Su voz se llenó de dolor y furia reprimida—. Ha fracasado.
Una mitad del cielo nocturno había desaparecido, pero la otra estaba encendida de estrellas. Gracias a ellas, Richard Hawkwood podía manejar su pequeña embarcación. Había encontrado un trozo de lona aquella tarde, apenas lo bastante grande para cubrir la mesa de un noble, y se había fabricado un tosco mástil y una verga con maderos de barco rotos. El viento lo estaba empujando en dirección a Hebrion, aunque los restos de cofa que formaban su balsa estaban bajo dos pies de agua, y tenía que sostener un extremo del estay anudado que mantenía erecto su pequeño mástil, enrollado a su puño despellejado y lleno de pus.
Su compañero, encapuchado y anónimo, permanecía agazapado sobre la madera empapada mientras el oleaje pasaba por encima de ellos y los cubría de sal. Hawkwood trató de mantenerse en su sitio, temblando, y estudió a la figura encapuchada con los ojos ardientes de un paciente febril.
—De modo que has vuelto. ¿Qué quieres esta vez, Bardolin? ¿Otro aviso de una catástrofe inminente? Me temo que hablas con el hombre equivocado. Ya no soy más que cebo para los peces.
—Y sin embargo, Richard, sigues luchando por sobrevivir. Tus acciones contradicen la valiente desesperación de tus palabras. Nunca he visto a nadie tan decidido a vivir.
—Es una debilidad mía, debo confesarlo.
La capucha tembló con lo que podía haber sido una carcajada silenciosa.
—Tengo una noticia para ti. Sobrevivirás. Este viento te llevará al mismo puerto del que zarpaste.
—De modo que esto ha sido preparado.
—Todo ha sido preparado, capitán. Ya nada se dejará al azar en este mundo.
Hawkwood frunció el ceño. Había algo en la oscura silueta sentada frente a él que le hizo vacilar. Finalmente dijo:
—¿Bardolin?
La capucha cayó hacia atrás, revelando una cabeza calva y un rostro autoritario de nariz aguileña. Los ojos eran huecos negros en la noche, como las órbitas de una calavera.
—No soy Bardolin.
—¿Quién diablos eres, pues?
—Tengo muchos nombres, Richard. ¿Puedo llamarte Richard? Pero cuando todo empezó, era Aruan de Garmidalan. —Inclinó la cabeza con cortesía burlona.
Hawkwood trató de moverse, pero el ataque homicida que intentaba se convirtió en un débil salto. La soga que fijaba el pequeño mástil se había incrustado en la carne quemada de su palma, y no podía soltarla. El dolor le provocó náuseas. Aruan se irguió y volvió a fijar el mástil en su sitio. La lona se sacudió y volvió a tensarse. Los dos hombres permanecieron mirándose uno al otro mientras la balsa subía y bajaba sobre las olas, con sus crestas centelleantes a la luz de las estrellas.
—¿Has venido a terminar el trabajo? —graznó Hawkwood.
—Sí, pero no del modo que piensas. Tranquilízate, capitán. Si deseara tu muerte, no habría permitido que Bardolin te visitara, ni estaría ahora aquí. Mírate; podías haberte ahorrado este sufrimiento si hubieras seguido el consejo de tu amigo anoche. Tu sentido del honor es admirable, pero equivocado.
Hawkwood no podía hablar. El dolor de sus quemaduras empapadas en sal era una agonía incesante, y la lengua le raspaba como arena contra los dientes.
—Serás mi mensajero, Richard. Regresarás a Abrusio y les comunicarás mis términos.
—¿Términos? —La palabra sonó como cristales machacados en su boca.
—Hebrion y Astarac han sido derrotadas, sus reyes han muerto y su nobleza está diezmada. Por decirlo así, habían puesto todos sus huevos en una sola cesta. Sí, me dirás que los ejércitos de tierra continúan intactos, pero ya has visto las fuerzas que tengo a mi disposición. No hay ejército en el mundo que pueda resistir contra mis criaturas, aunque esté comandado por un Mogen o un Corfe. Yo mismo nací en Astarac hace mucho tiempo. No siento ningún deseo de ver esos reinos asolados. No soy un bárbaro.
—Eres un monstruo.
Aruan rió suavemente.
—Es posible, es posible. Pero un monstruo con conciencia. Sobrevivirás, como siempre te he permitido sobrevivir, e irás a ver a tu amigo Golophin. Hebrion y Astarac deben rendirse a mi poder, a menos que desees verlas correr la misma suerte que la flota que enviaron contra mí. Tal vez sea mejor así, ahora que lo pienso. Eres un superviviente a los desastres muy convincente, capitán, además de un buen testigo.
—Vete al infierno.
—Ya estamos en el infierno. Imagina a mis huestes sembrando el caos por todos los reinos de Occidente. Imagina la sangre, el terror, las montañas de cadáveres. No lo deseas más que yo. Y Golophin, especialmente, sabrá que no amenazo en vano. Lo digo de veras. Hebrion y Astarac deben rendirse al Segundo Imperio, entregarme a todos los supervivientes de su nobleza y aceptar mi soberanía. Si no lo hacen, los convertiré en un desierto, y a sus pueblos en carroña.
Los ojos de Aruan se encendieron mientras hablaba con una luz amarillenta y avariciosa que no tenía nada de humana. Su voz se volvió más profunda y espesa. Hubo un poderoso olor animal que se demoró un instante y luego fue dispersado por el viento.
Hawkwood contempló las nubes y los relámpagos de su estela. Le dolían los ojos.
—¿Qué clase de ser eres?
—Pertenezco a la nueva raza, por decirlo así. Al futuro. Durante siglos, los hombres han dedicado sus energías a librar guerras interminables e inútiles, muchas de ellas declaradas en nombre de un Dios al que nunca han visto. O a estrujarse el cerebro pensando en modos más eficientes de ganarlas; y a eso le llaman ciencia, los progresos de la civilización. Han vuelto la espalda a los poderes de su interior, porque los consideran malignos. Pero ¿qué es más maligno, la magia que cura una herida o la pólvora que la inflige? Me desconcierta, Hawkwood. No entiendo por qué tantos hombres inteligentes piensan que yo y los de mi especie somos una abominación.
—Yo nunca lo he pensado. He contratado muchas veces a brujos del clima, y me he alegrado mucho de llevarlos a bordo. Se dice que la reina de Torunna es una bruja, y se la respeta en todo el continente. El mago Golophin ha sido la mano derecha de Abeleyn durante veinte años. Y Bardolin…
—Sí. ¿Bardolin?
—Era mi amigo.
—Todavía lo es.
—Lo dudo.
—¿Lo ves? Desconfianza. Miedo. Esos nombres que mencionas son ejemplos aislados, las excepciones que confirman la regla. Hace cuatrocientos años, en todas las cortes reales había un mago, todos los ejércitos tenían un escuadrón de magos, y todas las ciudades un próspero gremio de taumaturgos. Las brujas de los pueblos formaban parte de la vida ordinaria. Ese maldito Ramusio lo cambió todo, él y sus enseñanzas. Ese Dios al que adoráis ha llevado a mi gente al borde de la extinción. ¿Cómo puedes criticarnos por defendernos?
—Fue tu criatura. Himerius, quien instigó las peores purgas hace dieciocho años. ¿Eso era defenderse?
Aruan hizo una pausa. La luz amarillenta volvió a parpadear.
—Eso fue un medio para conseguir un fin, doloroso pero necesario. Tenía que separar a mi gente de la tuya, dejar clara ante todos los hombres la división existente entre las dos razas.
—De otro modo, te hubieras encontrado con magos luchando contra ti cuando atacaras los reinos occidentales, defendiendo a sus propios reyes; tu causa no estaría tan clara. Quieres el poder. No intentes disfrazarlo de cruzada.
Aruan se echó a reír.
—Eres un hombre perspicaz, Richard. Sí, quiero el poder. ¿Por qué no iba a quererlo? Pero en este mundo, si no eres hijo de alguien, no eres nada. Lo sabes tan bien como cualquiera. ¿Por qué tiene la humanidad que ser gobernada por una caterva de estúpidos, sólo porque nacieron en una cama real? Quiero el poder. Tengo los medios para tomarlo. Lo tomaré.
De nuevo, Hawkwood miró más allá de su compañero, hacia el cielo del oeste azotado por la tormenta, donde los relámpagos temblaban y las nubes negras ocultaban las estrellas. Aquellos hermosos barcos, aquellos reyes y todo aquel poderoso armamento, con sus cañones, sus estandartes y su majestuosa belleza.
—Todos muertos. Todos.
—Prácticamente todos. Es un desastre, lo sé. Los hombres suelen depositar tanta confianza en los despliegues de poder que se vuelven ciegos a sus debilidades. Los barcos deben flotar, y deben contar con el viento para impulsarlos.
—Hubiéramos debido traer a nuestros propios brujos del clima.
—No queda ninguno en los Cinco Reinos. Digas lo que digas, los practicantes de dweomer ahora son míos. Han sufrido durante siglos bajo el gobierno de estúpidos racistas y engreídos. Se acabó. Su hora ha llegado al fin. Esta tierra, capitán, está a punto de renacer.
—Golophin no nos traicionó. No todos los practicantes de dweomer te consideran su salvador.
—Ah, sí. Mi amigo Golophin. Todavía no he perdido las esperanzas con respecto a él. Ambos sois muy parecidos, testarudos hasta la médula. Hombres que no pueden ser asustados, amenazados ni comprados. Por eso es tan valioso. Quiero que llegue a ver por sí mismo que tengo razón, y estoy dispuesto a esperar.
—Corfe de Torunna tampoco se arrodillará nunca ante ti.
—No. Otro estúpido, noble pero equivocado. Será destruido, junto con ese famoso ejército suyo. Mi tormenta arrancará los robles y dejará en pie los sauces, y este pequeño continente tuyo será un lugar mejor.
—Guárdate tus discursos. Pude atisbar ese lugar mejor del que hablas entre la niebla. No quiero formar parte de eso.
—Es una lástima, pero no me sorprende. Estamos ante los dolores de parto de un nuevo mundo. Habrá dolor, y sangre, pero también un nuevo comienzo cuando todo termine. La noche es más oscura justo antes del alba.
—Ahórrame la retórica. Hablas igual que cualquier otro noble ambicioso. No estás construyendo un nuevo mundo, simplemente quieres apoderarte del viejo destruyendo cualquier cosa que se interponga en tu camino. Los que pescan en el mar o cultivan la tierra sufrirán un cambio de amos, pero sus vidas no cambiarán. Pagarán impuestos a un rostro diferente, eso es todo.
Aruan se inclinó hacia Hawkwood con una sonrisa que era una exhibición de dientes.
—En eso te equivocas, capitán. No tienes ni idea de lo que planeo para el mundo. —Se levantó, al parecer inmune a los movimientos del bote—. Comunica mis términos a Golophin. Puede tomarlos o dejarlos; no voy a negociar. Este viento te dejará en casa en uno o dos días. Continúa vivo, Hawkwood. Entrega tu mensaje, y búscate un agujero donde esconderte en alguna parte. La paciencia se me acaba.
Y desapareció. Hawkwood se quedó solo en la balsa, entre las olas negras y frías. Sus manos se habían convertido en una tortura cubierta de sal, y la fiebre le hacía hervir la sangre. Lanzó un grito de desafío contra el vacío mar, contra el centelleo de las estrellas indiferentes.
El amanecer reveló las montañas Hebros, azules y tranquilas en el horizonte… pero estaban al norte. Hawkwood quedó desconcertado durante unos minutos, hasta que comprendió que en algún momento durante la noche había debido pasar de largo del cabo de Grios. Había recorrido unas treinta leguas.
El viento había retrocedido varios puntos en las últimas horas, y continuaba en la popa, pero soplando del oeste–suroeste. Le estaba empujando por el golfo de Hebrion, y la espuma volaba de las crestas de las olas en grandes pendones a su alrededor, mientras la soga que soportaba el pequeño mástil había desaparecido en el pequeño montón de carne apretada e hinchada que una vez había sido su mano.
El sol le obligó a cerrar los ojos con fuerza, mientras entraba y salía del delirio. Fueron los chillidos de las gaviotas los que lo despertaron, una gran bandada de aves burlonas. Revoloteaban y peleaban sobre un grupo de yolas pesqueras que estaban al pairo a media legua de distancia. Sus tripulaciones estaban izando a bordo las redes con la captura de la noche, e incluso desde donde se encontraba, Hawkwood pudo distinguir los destellos plateados en los lomos de los arenques, retorciéndose en las abultadas redes. Intentó levantarse, gritar, pero se le había cerrado la garganta y estaba demasiado débil para levantar un brazo. No importaba. Tenía la brisa en la espalda, empujando su balsa ingobernable directamente hacia ellos. Tal vez medio reloj, y lo estarían izando junto a los relucientes peces, para que entregara su terrible mensaje al reino. Y cuando lo hubiera hecho, si seguía con vida, seguiría el consejo de Aruan, y buscaría un agujero donde meterse. O tal vez el cuello de una botella.
—¿Dónde está? —preguntó Isolla urgentemente.
—Tranquila, Isolla. Un pelotón de infantes de marina lo trae hasta aquí mientras hablamos.