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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Naves del oeste (11 page)

BOOK: Naves del oeste
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—¿Brandy?

—Sí, maldita sea. Me iría bien un poco. Ahora date prisa.

Felorin partió a la carrera, mientras Corfe aminoraba el paso. Finalmente se detuvo, y se apoyó en el alféizar de una ventana que daba a los terrenos de adiestramiento, donde un nuevo grupo de reclutas realizaba sus ejercicios. El cristal estaba borroso por los años, pero pudo distinguir los postes de madera clavados en el suelo, altos como un hombre, y las hileras de hombres sudorosos que los golpeaban con las pesadas espadas de adiestramiento cuyas hojas romas ocultaban un núcleo de plomo. Tenían que golpear en lugares concretos, a la altura del hombro, la cintura y las rodillas, primero en el lado derecho y luego en el izquierdo de los duros postes de hierro, y continuar haciéndolo hasta que las manos se les llenaran de ampollas, el sudor les cubriera los ojos y sus espaldas no fueran más que masas de músculos doloridos. Más de treinta años atrás, Corfe había estado allí, golpeando los mismos postes mientras los sargentos le gritaban y se mofaban de él. Algunas cosas, por lo menos, nunca cambiaban.

El salón de armas era nuevo, sin embargo. Un edificio largo y abovedado, parecido a una iglesia. Corfe lo había hecho construir tras la batalla de las llanuras de Tor, diez años atrás, cerca de los antiguos almacenes de intendencia donde una vez había encontrado quinientas armaduras merduk medio podridas, y las había utilizado para equipar a su primer mando. No le gustaba utilizar las antiguas salas de reuniones para el alto mando, porque estaban en el palacio, y siempre había cortesanos curiosos y doncellas entrando y saliendo. Aunque Odelia le había recordado irónicamente que las antiguas estancias habían sido lo bastante buenas para el propio Kaile Ormann. Corfe había sentido la necesidad de romper con el pasado. También quería crear un lugar donde los oficiales del ejército pudieran reunirse sin los inevitables retrasos que implicaba utilizar el complejo principal. Además, en su fuero interno aún agradecía cualquier oportunidad de salir del palacio.

«Sigo siendo un campesino con barro en las uñas, al cabo de tanto tiempo», pensó con cierta satisfacción agria.

A lo largo de los muros del salón de armas había armaduras y armas antiguas, tapices y cuadros que representaban batallas y guerras ganadas y perdidas. Y cerca de las enormes vigas de madera que sostenían el techo colgaban los estandartes y banderas de generaciones de ejércitos torunianos. Habían aparecido diseminados por los almacenes de todo el palacio después de que Corfe fuera coronado rey. Algunos estaban rotos y medio podridos, pero otros, confeccionados con seda de mejor calidad y guardados con más cuidado, estaban tan enteros como el día en que habían ondeado sobre la cabeza de los soldados en un campo de batalla.

En las paredes había centenares de casilleros para pergaminos, cada uno de los cuales contenía un mapa. En las galerías superiores también había estanterías de libros: manuales, historias, tratados de táctica y estrategia. Varios nobles sicofantes habían rogado a Corfe que escribiera un manual de guerra años atrás, pero él se había negado en redondo. Podía ser un buen general, pero no era un escritor, y no dictaría sus torpes frases para que algún parásito con los dedos sucios de tinta las puliera con destino al consumo público.

Colgada sobre la repisa de la enorme chimenea a un extremo del salón estaba la espada de John Mogen,
Hanoran
, «la que responde». Corfe la había usado en la batalla de la Cadena del Norte, en la Batalla del Rey y en Armagedir. Obsequio de la reina, llevaba una década colgada allí, con la luz del fuego jugueteando sobre su filo, pues el rey de Torunna no había ido a la guerra en todo aquel tiempo.

Había largas mesas rodeadas de sillas distribuidas por el suelo del salón de armas, y sentados en ellas varios jóvenes con uniforme militar toruniano, esforzándose por ignorar a los dos correos cubiertos de barro que permanecían a un lado con aspecto fatigado. Corfe animaba a sus oficiales a acudir allí a leer cuando no estaban de servicio, o a estudiar problemas tácticos en la larga mesa de arena que aguardaba en una cámara lateral. Siempre había criados para servir comida y bebida en el pequeño refectorio adyacente, si era necesario. Por aquel medio, entre otros, Corfe había tratado de fomentar el nacimiento de una clase de oficiales más profesional, basada en el mérito y no en el nacimiento o la antigüedad. Todos los oficiales eran iguales cuando cruzaban el umbral del salón de armas, e incluso los de rango más inferior podían hablar libremente. Lo que era tal vez más importante, los incentivos que los comandantes habían aceptado tradicionalmente a cambio de conceder nombramientos habían desaparecido. Todos los aspirantes a comandante empezaban como humildes alféreces asignados a un tercio de infantería, y tenían que sudar en los terrenos de adiestramiento igual que los demás reclutas nuevos. Era extraño, pero desde que Corfe había instituido la reforma, la proporción de jóvenes nobles deseosos de alistarse en el ejército había caído en picado. Corfe sonrió al pensarlo.

Aún no había una academia militar propiamente dicha en Torunna, como la que existía en Fimbir, pero era algo en lo que Corfe llevaba pensando varios años. Aunque era un gobernante casi absoluto, tenía que tener en cuenta las opiniones de las familias importantes del reino. Nadie se atrevería a volver a rebelarse contra él, pero su oposición a muchas de sus iniciativas se hacía sentir de modos más sutiles. Los nobles verían la creación de una academia militar como un modo de instituir una nueva jerarquía en el reino, basada no en la sangre sino en el mérito militar. Y tendrían razón.

Los jóvenes del salón de armas cesaron en su lectura. Se levantaron al entrar Corfe, y éste les devolvió sus saludos. Los dos correos se despojaron de los yelmos.

—¿Vuestros nombres?

—Gell y Brinian, majestad. Despachos de…

—Sí, lo sé. Dádmelos. —Corfe recibió dos cilindros de cuero. Contendrían el mismo despacho—. ¿Algún problema en el camino?

—No, majestad. Algunos lobos cerca de Arboronn, pero escapamos.

—¿Cuándo salisteis de Gaderion?

—Hace cinco días.

—Buen trabajo, muchachos. Parecéis cansados. Decid a los cocineros que os preparen lo que os apetezca, y poneos ropa limpia. Os necesitaré más tarde, pero de momento descansad. —Los correos saludaron, y, recogiendo sus capas embarradas, se dirigieron al refectorio. Corfe se volvió a los otros ocupantes del salón, que no se habían movido.

—Brascian, Phelor, Grast. —Los tres oficiales estaban juntos. Y al lado de una mesa había otro oficial joven y moreno, de estatura media. Corfe frunció el ceño—. Perdona, alférez. No recuerdo tu nombre.

El joven se irguió todavía más.

—Alférez Baraz, majestad. No nos han presentado.

—Los oficiales me llaman simplemente «señor» en la guarnición. ¿Perteneces a la familia Baraz de Ostrabar?

—El hermano de mi madre era Shahr Baraz, el guardaespaldas de la reina, y mi abuelo era el Shahr Baraz que conquistó Aurungabar, majes… señor. Yo llevo el nombre de Baraz por ser el último varón de la dinastía.

—Entonces se llamaba Aekir. No conozco a tu tío, pero tu abuelo fue un gran general, y también un gran hombre, según todas las crónicas. —Corfe miró a Baraz más de cerca—. ¿Cómo has llegado a ser alférez en el ejército toruniano?

—Me presenté voluntario, señor. El general Formio me recibió personalmente, no hace ni tres meses.

Cuando Corfe no dijo nada, Baraz volvió a hablar.

—Mi familia cayó en desgracia en la corte de Ostrabar hace muchos años. Es sabido en todo Oriente que aceptáis hombres de todas las razas en vuestros ejércitos. Me gustaría ser miembro de la guardia personal, señor.

—Tendrás que ganar algo de experiencia, entonces. ¿Has completado tu entrenamiento?

—Sí, señor. La semana pasada.

—Entonces considérate asignado al personal de estado mayor por el momento. Necesitamos intérpretes.

—Señor, preferiría ser asignado a un tercio.

—Obedecerás tus órdenes, alférez.

El joven pareció encogerse levemente.

—Sí, señor.

Corfe mantuvo la seriedad.

—Muy bien. Hay una reunión de estado mayor aquí mismo dentro de pocos minutos. Puedes quedarte. —Dirigió una inclinación de cabeza a los otros tres oficiales, que continuaban rígidos como bastones—. Igual que vosotros, caballeros. Os irá bien presenciar las discusiones del estado mayor, aunque por supuesto no debéis revelar nada de lo que oigáis. ¿Está claro?

Hubo una oleada de asentimientos, movimientos de cabeza y sonrisas rápidamente reprimidas.

La nueva zona de maniobras desbrozada al norte de Torunn recibía el nombre de campo de Menin. Ocupaba cientos de acres, y permitía las marchas y contramarchas de grandes formaciones de hombres sin que los accidentes del terreno desordenaran las filas. En su extremo septentrional se erguía un alto monolito de piedra, oscuro y sombrío; un monumento a los caídos por la nación. Se cernía sobre las tropas que maniobraban como un gigantesco guardián, y se decía que, en tiempos de conflicto, las sombras de los ejércitos del pasado se congregarían a su alrededor durante la noche, listas para volver a servir a Torunna.

El general Formio levantó la vista de la nota que le acababa de entregar el correo, y miró al grupo de oficiales sentados sobre sus monturas a su alrededor.

—El rey me reclama; parece que hay noticias del norte. Coronel Melf, encargaos de lo que queda de la maniobra. Los tercios de Gribben siguen siendo un desastre. Deben continuar con el ejercicio hasta que puedan realizarlo durante una marcha sin convertirse en un rebaño. Caballeros, continuad. —Dio la vuelta a su caballo entre una nube de saludos.

Formio se había rendido a la necesidad años atrás, e iba montado a caballo como los demás oficiales superiores. Era el segundo de Corfe en Torunn, y lo había sido durante tanto tiempo que la gente tendía a olvidar su origen extranjero, y fimbrio por añadidura. Había cambiado poco desde las guerras merduk. Su cabello se había vuelto gris en las sienes, y las antiguas heridas le molestaban durante el invierno, pero por lo demás estaba tan sano como antes de Armagedir, de cuyo campo había sido recogido destrozado y agonizante dieciséis años atrás. La reina Odelia le había salvado la vida, y sus damas le habían cuidado a lo largo de una serie de recaídas febriles. Pero había sobrevivido, y Junith, una de aquellas damas, se había convertido en su esposa. Tenía dos hijos, uno de los cuales alcanzaría la edad de empezar su adiestramiento en un par de años. No era el único; casi todos los fimbrios que habían sobrevivido a Armagedir habían tomado esposas torunianas.

Del circulo de oficiales y amigos que habían rodeado al rey en aquellos días sólo quedaban él y Aras, y Aras se encontraba en el norte, defendiendo Gaderion y el paso de Torrin contra los himerianos. Pero había rostros nuevos en el ejército, miles de ellos. Toda una generación nueva de oficiales y soldados había ocupado las filas. Hombres que habían sido niños durante la caída de Aekir, y para quienes las batallas desesperadas contra las huestes de Aurungzeb no eran más que historias infantiles, algo sobre lo que leer en los libros o celebrar en las canciones. Durante los años siguientes, los merduk habían pasado a ser aliados de Torunna. Adoraban al mismo Dios, y al mismo hombre como su mensajero. Ahrimuz o Ramusio, todo era lo mismo. Había obispos merduk en la Iglesia macrobiana, y los clérigos torunianos rezaban en el templo de Pir–Sar en Aurungabar, que antaño había sido la catedral de Carcasson. Y había merduk sirviendo con honor en la mismísima guardia personal del rey Corfe.

Pero los años de paz habían dejado otros legados. El ejército toruniano había sido una fuerza formidable en los días del rey Lofantyr; a la sazón era considerado prácticamente invencible. Formio no estaba tan seguro. En las filas se había instalado cierto grado de autocomplacencia durante los últimos años. Y, lo que era más importante, el número de veteranos que quedaban entre aquellas filas disminuía rápidamente. No tenía dudas respecto a sus paisanos; llevaban la guerra en la sangre. Y para los salvajes que constituían el cuerpo principal de los catedralistas, la guerra no era más que una forma normal de vida. Pero los torunianos eran distintos. Casi tres cuartas partes de los hombres enrolados en el ejército jamás habían experimentado la realidad del combate.

Habían transcurrido diez años desde que los himerianos enviaran un ejército al paso de Torrin. No había habido esfuerzos diplomáticos ni advertencias previas. Quedó patente ante el mundo que el régimen encabezado por un pontífice nunca podría reconocer ni tratar con el régimen que protegía al otro.

El enemigo había avanzado de forma tentativa, abriéndose paso con cautela hacia el este. Corfe se había movido a velocidad vertiginosa, con una marcha forzada desde Torunn que había dejado a una décima parte del ejército a un lado de la carretera, vencido por el agotamiento. No se había detenido, sino que se había lanzado sobre el enemigo sólo con los catedralistas y los Huérfanos, y le había obligado a retroceder hasta el otro lado de las llanuras de Tor infligiéndole cuantiosas bajas. Formio recordó el terrible contraataque de los Caballeros Militantes sobre sus hileras de picas, lleno de coraje suicida pero con muy poco sentido táctico. Los grandes caballos, destripados y chillando. Sus jinetes, inmovilizados por el peso de la armadura, pisoteados hasta quedar convertidos en barro ensangrentado cuando los catedralistas pasaron sobre ellos para terminar el trabajo. La batalla de las llanuras de Tor parecía haber dado a los líderes himerianos motivos para reflexionar. Se decía que el mago Bardolin había intervenido en persona, pero aquel extremo nunca se había confirmado.

Desde entonces no había habido ningún enfrentamiento general. El enemigo había construido fortines de piedra, madera y turba, adentrándose en las colinas hasta donde le permitía su atrevimiento, pero no se había arriesgado a otra batalla a gran escala. La línea de Thuria, nombre con que se conocía a aquel sistema de fortificaciones, había pasado a marcar la frontera entre Torunna y el Segundo Imperio.

Diez años, y un nuevo cambio de rostros. Los hombres del ejército toruniano estaban tan bien entrenados como era posible bajo un profesional de la talla del rey Corfe, pero en su mayor parte no habían visto la sangre.

Aquello estaba a punto de cambiar.

En el salón de armas se habían encendido los fuegos y la mesa de los mapas estaba dominada por una representación de Barossa, el territorio delimitado a este y oeste por los ríos Searil y Torrin y por las Thuria en el norte. Unas fichas azules y rojas moteaban el mapa como las piezas de un juego. «En cierto sentido», pensó amargamente Formio, «eso es lo que son».

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