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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Naves del oeste (30 page)

BOOK: Naves del oeste
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Aras se volvió. Su propio desayuno le estaría esperando en la Torre. Cerdo salado, pan del ejército y tal vez una manzana, todo ello regado con cerveza ligera, lo mismo que comían sus hombres. Lo había aprendido de Corfe, mucho tiempo atrás. Podía comer en vajilla de plata, pero ésa era la única indulgencia que se permitía a sí mismo el comandante en jefe de Gaderion.

—Las últimas carretas partirán hacia el sur esta mañana, ¿no es así? —preguntó.

Su intendente, Rusilan de Gebrar, asintió.

—Éstas son las últimas. Cuando se hayan ido, sólo quedará la guarnición, y varias miles de bocas menos que alimentar, aunque es duro para los hombres con familia.

—Estarán más tranquilos sabiendo que sus esposas e hijos están a salvo en el sur en cuanto empiece la verdadera batalla —replicó Aras.

—La verdadera batalla —murmuró otro miembro del grupo, un hombre de rostro cuadrado que vestía una vieja túnica fimbria bajo su media armadura—. Hemos perdido más de mil hombres en las dos últimas semanas, y ahora estamos acorralados aquí como un jabalí entre los arbustos, esperando las lanzas de los cazadores. Una verdadera batalla.

—Un jabalí acorralado es algo muy peligroso, coronel Sarius. Que el enemigo se ponga al alcance de nuestros cañones y descubrirá hasta qué punto.

—Por supuesto, señor. Sólo me pregunto por qué vacilan. La inteligencia informa de que las tropas de Finnmark y Tarber ya han llegado. Tienen a su ejército equipado y listo, y llevan así al menos cuatro días. Sus líneas de aprovisionamiento deben de ser la pesadilla de un intendente.

—Transportan miles de toneladas de raciones por el mar de Tor en botes pesqueros —dijo Rusilan—. En Fonterios han construido un puerto de buen tamaño para acomodarlos a todos, ahora que el hielo prácticamente ha desaparecido. Pueden permitirse esperar al verano si lo prefieren; los himerianos cuentan con el tributo de una docena de países diferentes.

El sonido de una pieza de artillería silenció a Rusilan, y el grupo de oficiales se detuvo en seco. En lo alto de la ladera de la Estaca vieron una nube de humo de cañón colgando pesadamente, como hebras de lana en el aire, y antes de que hubiera podido alejarse una sola yarda de la boca de la culebrina que lo había escupido, empezaron a sonar los triángulos de alarma.

Aras y su grupo corrieron a lo largo de la muralla hasta la Torre del Homenaje propiamente dicha, cruzándose con un grupo de soldados que corrían en dirección opuesta. Cuando hubieron traspuesto la pequeña poterna que unía la muralla con las fortificaciones orientales, ascendieron por las pasarelas y observaron a través de una tronera, mientras a su alrededor los artilleros se concentraban en torno a sus piezas.

—Nuestro adversario se ha puesto en movimiento, según parece —dijo el coronel Sarius, un fimbrio de ojos penetrantes—. Veo formaciones de infantería, pero por el momento nada más.

—¿Cuántos hombres? —le preguntó Aras.

—Es difícil de calcular; todavía hay hordas formando frente a los campamentos. Dos o tres grandes tercios como mínimo. Una línea de frente de una milla… Pero eso sólo son las filas delanteras. Creo que es un asalto general. —Los ojos duros del fimbrio centellearon como si tuviera por delante una experiencia placentera—. Hay grupos de caballos acercándose por detrás… Sí, está moviendo los cañones. Eso es lo que está haciendo. Ha decidido empezar a montar sus baterías. ¡Y a plena luz del día! ¿En qué debe estar pensando?

—Alférez Duwar —ladró Aras—. Ve a la torre de señales. Que icen «Ataque general, fuego a discreción».

—¡Sí, señor! —El joven oficial salió a toda prisa en dirección a la estación de señales en la cima de la Estaca.

—Caballeros —dijo Aras a los oficiales superiores restantes—, a vuestros puestos. Todos sabéis lo que hay que hacer. Rusilan y Sarius, quedaos conmigo. Iremos a las almenas superiores para tener mejor visibilidad. Creo que aquí habrá mucho ajetreo en cuanto empiece la acción.

Aras se dio cuenta de que había cierta extraña euforia en el aire. Incluso los soldados rasos de artillería sonreían y charlaban mientras cargaban las piezas, y sus oficiales parecían llenos de anticipación. Durante días, incluso semanas, habían sido hostigados y derrotados por el enemigo hasta que no les había quedado otra opción que retirarse tras las resistentes murallas de Gaderion. Con aquellas murallas a punto de ser asaltadas, sabían que podrían cobrarse la tan deseada venganza.

En la almena más alta de la Torre del Homenaje, con la roca amenazadora de la Estaca a su espalda, Aras y sus colegas se detuvieron, sin aliento tras haber subido a la carrera varios tramos de escaleras. Pudieron ver todo el valle desplegado ante ellos; el ángulo agudo del Reducto, la muralla serpenteante, y el sol que relucía sobre las ánimas de hierro de los cañones del Nido de Águilas, que estaban siendo extraídos de la roca de la montaña opuesta. Y a lo largo de aquella serie de defensas intrincadas y formidables, miles de hombres vestidos con el uniforme negro toruniano trabajaban en las casamatas, cargaban sus arcabuces, o corrían de un lado a otro en largas hileras, transportando pólvora, munición y estopa para las baterías.

—Ahí vienen —dijo secamente Sarius.

—Me gustaría tener tu vista, coronel —le dijo Aras—. ¿Qué son?

—Escoria de Almark. No desperdiciarán buenas tropas en el primer asalto. Tienen que saber que tenemos todo el valle cubierto por los cañones. ¡Mirad su formación! Esta gente ni siquiera ha olido un terreno de adiestramiento.

A milla y media de distancia, Aras podía ver ya la oscura multitud de hombres que ensombrecían la faz de la tierra y se movían en una amplia línea. Detrás de aquella línea venía otra, más ordenada. Y detrás, toda la masa de docenas de caballos que arrastraban cañones, cureñas y armones.

La primera oleada llegó rápidamente, sin más formación que la de aquella línea ancha e irregular. Vestían el uniforme azul de Almark, algunos con picas y espadas, otros con arcabuces apoyados al hombro. En el suelo del valle frente a ellos, se había plantado años atrás una hilera de árboles, con medio estadio de separación entre cada uno de ellos. Aquellos árboles marcaban el extremo del alcance de los cañones torunianos. Aras contuvo la respiración cuando la hueste enemiga se acercó a ellos. Sus hombres habían sido entrenados para aguardar hasta que el enemigo hubiera cruzado la línea.

A lo largo de las murallas de las fortalezas de Gaderion, la actividad frenética dio paso a una concentración silenciosa. El olor a mecha quemada inundó el valle. «El perfume de la guerra», lo llamaban los soldados veteranos.

Una nubecilla de humo en una de las casamatas del Reducto, seguida un segundo después por el estruendo apagado de la explosión. Justo en mitad de la formación enemiga apareció un estrecho surtidor de tierra que arrojó a los lados restos destrozados de hombres, y abrió un boquete momentáneo en la alfombra de figuras diminutas.

Un segundo más tarde, todos los cañones del valle abrieron fuego. El aire temblaba, y Aras sintió que la masiva piedra de las almenas se agitaba bajo las suelas de sus botas. Los hombres sintieron el estruendo de aquella primera salva con todo el cuerpo, y no sólo con los oídos. Oleadas de aire caliente y humo surgieron de las troneras como un viento procedente de las puertas del infierno.

Y el infierno llegó a la tierra un instante después para los hombres de la vanguardia himeriana. El suelo del valle pareció estallar en enormes fuentes de piedra y tierra. Aras pensó que era parecido al efecto de una fuerte tormenta sobre el suelo desnudo. Las primeras formaciones enemigas simplemente desaparecieron en aquella tempestad de explosiones. Los artilleros torunianos usaban proyectiles huecos rellenos de pólvora en su mayor parte. Cuando detonaban, arrojaban terribles diluvios de metal al rojo vivo, desgarrando hombres, mutilándolos, lanzándolos por los aires. En las almenas inferiores, sin embargo, las baterías estaban cargadas con munición sólida, que se estrellaban contra el enemigo a la altura del pecho, abriendo grandes surcos de mortandad entre la concentración de soldados: cada disparo derribaba a más de una docena de hombres y hacía chocar sus pedazos contra sus compañeros. Aras se dio cuenta de que estaba golpeando con el puño la piedra del merlón mientras miraba, y su rostro se había abierto en un rictus de alegría salvaje. Había tal vez quince mil hombres en aquella primera oleada, y estaban siendo destrozados a una milla de las poderosas murallas de Gaderion. Desde aquellas murallas pudo oír un rugido áspero. Los artilleros vitoreaban o chillaban cada vez más fuerte, mientras recargaban y volvían a sacar las culebrinas. Resonaba un trueno continuo, aumentado y repetido por las montañas de los alrededores, hasta hacerse casi intolerable y apenas distinguible del latido de la sangre en el corazón de Aras. El humo del bombardeo se elevó para tapar el sol matutino, arrojando una sombra sobre las cumbres de las Címbricas en el oeste. Parecía imposible que un estruendo y una sombra semejantes pudieran ser obra del hombre.

—Continúan avanzando —gritó el coronel Sarius, con incredulidad.

Sobre el suelo roto y humeante, el enemigo seguía adelante, dejando atrás los cuerpos destrozados de cientos de camaradas, y el rugido concentrado de sus voces podía oírse entre el estruendo de los cañones.

—Van a conseguir llegar a las murallas —dijo Aras, estupefacto. ¿Qué podía obligar a los hombres a avanzar bajo aquel fuego mortífero?

Todo el suelo del valle parecía cubierto de figuras de hombres a la carrera, y entre ellos los proyectiles llovían sin cesar. Pudieron ver que muchos de ellos llevaban palas y listones de madera, y otros corrían con las jaulas de mimbre de los gaviones vacíos atadas a la espalda. Unos cuantos inceptinos armados les gritaban órdenes desde los lomos de altos caballos, agitando sus mazos y gritando furiosamente.

Más arriba, se había puesto en marcha un segundo asalto. Era un ataque mucho más disciplinado, con armamento pesado y velocidad sorprendente. Hombres altos con largas cotas de malla y corazas de acero. Llevaban espadas de dos manos o hachas de guerra, y todos tenían fundas de pistolas colgadas de la espalda. Eran la infantería pesada de Finnmark, los soldados de choque del Segundo Imperio.

Los hombres de la primera oleada se habían detenido fuera del alcance de los arcabuces, y allí se echaron al suelo como si hubieran recibido órdenes previas. Los soldados de Almark empezaron a excavar frenéticamente entre los proyectiles, arrojándose trozos de suelo congelado sobre los hombros y rodeando los límites de su apresurada trinchera con listones de madera y gaviones rellenados a toda prisa.

Murieron muchos cientos de hombres más, pero los proyectiles que los mataron rompieron el suelo y ayudaron al resto en su excavación. A medida que los agujeros ganaban profundidad, la artillería toruniana perdía efecto. Las culebrinas de Gaderion disparaban en trayectoria plana, de modo que cuando el enemigo estuvo bajo tierra resultó casi imposible bajar todavía más el ángulo de los cañones.

Aras buscó en sus bolsillos algo de pergamino y un lápiz. Apoyado en el merlón, garabateó y firmó una nota a toda prisa, y luego se volvió hacia uno de los correos que permanecían a la espera, como habían hecho durante todo el asalto.

—Lleva esto por toda la muralla y muéstralo a todos los jefes de batería. Tienen que cambiar la orientación del fuego. ¿Me has entendido? Deben disparar contra la segunda oleada. Date prisa.

El joven partió a la carrera con la nota en un puño y la vaina de su espada sostenida en alto con el otro.

—Ahora lo comprendo —dijo Sarius—. El enemigo es más astuto de lo que creíamos. Sacrificará a la primera oleada, con el objetivo de conseguir una trinchera segura para la segunda. Pero no les servirá de nada; tendrán que quedarse allí y ser aplastados por nuestros cañones.

—Tal vez no —dijo Aras—. Mira ahí arriba, detrás de la infantería pesada.

Sarius silbó en silencio.

—¡Artillería montada, a toda velocidad! ¡No puede pretender traerlos hasta la primera línea! ¡Es una locura!

—Creo que pretende hacerlo. Quienquiera que sea ese general enemigo, es un pensador original. Y le gusta apostar.

A medida que el mensaje del correo circulaba por las murallas, los cañones de Gaderion cambiaron su orientación, y empezaron a buscar a la segunda oleada enemiga, que estaba avanzando valle arriba, a paso firme y con relativa facilidad. En cuanto los primeros proyectiles empezaron a caer entre la infantería pesada, su ordenada formación se deshizo y empezó a abrirse. Los soldados aumentaron la velocidad, pasando a la carrera. Aras pudo ver que muchos caían, entorpecidos por el terreno abrupto y el peso de su armadura. Eran unos ocho mil hombres, y tenían media milla que correr antes de alcanzar el refugio de las trincheras que sus camaradas de Almark estaban excavando tan frenéticamente.

—Sarius —dijo Aras—. Ve al Reducto. Intentaremos una salida. Llévate a la mitad de la caballería pesada, no más, y ataca a los soldados de Finnmark. Estarán agotados cuando lleguen a tu altura.

—¡Señor! —Sarius se alejó, corriendo como un chiquillo.

Aras se volvió hacia otro de sus jóvenes asistentes.

—Corre por toda la muralla. Informa a todos los jefes de artillería de que vamos a hacer una salida. Que se preparen para detener el fuego en cuanto nuestra caballería cruce las puertas.

Transcurrieron los minutos, mientras Aras se consumía de impaciencia y los soldados de infantería pesada iban acercándose a la línea de toscas trincheras. Estaban sufriendo bajas, pero no tantas como la primera oleada, gracias a su armadura superior y a la mayor apertura de sus filas. El fragor de la batalla se había convertido en un latido apagado en los oídos, pues todos los hombres del valle estaban medio ensordecidos.

Se abrieron las grandes puertas del Reducto, y las filas de caballería toruniana empezaron a salir y a formar tras el parapeto protector. Las tropas himerianas de la mitad sur del valle parecieron hacer una pausa, y luego redoblaron sus esfuerzos, aunque Aras vio que muchos arrojaban las palas para tomar arcabuces.

Sarius hizo formar a sus hombres en el terreno empinado frente al Reducto. Cuatro líneas de jinetes de media milla de longitud. En cuanto estuvieron en posición, Aras vio al propio Sarius, junto a un trío de asistentes y un portaestandarte, situándose justo en mitad de la primera línea. Hubo el destello de una hoja de espada, el sonido de una corneta entre las tinieblas provocadas por el humo, y la primera línea de cuatrocientos jinetes empezó a moverse. Cuando hubo avanzado unos cuantos cuerpos, la segunda se puso en marcha, luego la tercera y después la cuarta. Mil seiscientos jinetes con armadura negra y pistolas de mecha amartilladas y listas en los hombros.

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