De modo que Corfe descendió de las montañas con menos de veintidós mil hombres para presentar batalla contra las fuerzas del Segundo Imperio ante las mismas puertas de su capital. Todavía estaba oscuro cuando sus hombres formaron y, pese a su reducido número, las filas ocupaban más de dos millas y media.
Apoyó el flanco derecho en la misma orilla del mar. Allí situó a tres mil arcabuceros torunianos en cuatro hileras, cada una de media milla de longitud. A su izquierda estaba el cuerpo principal de los Huérfanos, ocho mil piqueros fimbrios al mando del mariscal Kyne, con otros mil arcabuceros mezclados entre sus filas. La falange de picas tenía nueve hileras de profundidad y un frente de mil yardas. A su lado había otros tres mil arcabuceros, y a la izquierda se encontraba el cuerpo principal de la caballería catedralista, cuatro mil jinetes pesados en cuatro hileras, armados con lanzas, sables y pistolas de mecha, con su armadura lacada que centelleaba roja como la sangre a la luz de la mañana. Comillan había sido nombrado comandante de los catedralistas, pues su anterior líder había muerto entre la nieve. Ocultas entre ellos había tres baterías de artillería montada con sus animales, aguardando la orden de descargar y abrir fuego.
Tras aquella primera oleada, y más cerca de la izquierda de la línea que de su centro, cabalgaba el propio rey de Torunna, al frente de su guardia personal de quinientos hombres. Corfe mantuvo consigo a una formación mixta de unos dos mil fimbrios y torunianos, para que actuara como reserva general, y también para reforzar el flanco abierto. Pues en aquel flanco, en el terreno más alto que conducía a Charibon, se encontraba la ciudadela de los Militantes, una fortaleza baja y gris en torno a la que se veían las tiendas y el equipamiento de un ejército pequeño. Cuando los torunianos avanzaran hacia Charibon, dejarían aquella fortaleza y su campamento a la izquierda de la retaguardia. Y no sólo eso, sino que los rápidos exploradores catedralistas que habían inspeccionado el terreno en torno al ejército durante varios días habían informado de la presencia de un gran cuerpo de infantería acampado a unas quince millas al oeste de Charibon, justo en la carretera de Naria. No se habían acercado lo suficiente a aquella fuerza para asegurarse de su nacionalidad, pero no había duda de que se trataba de más reclutas de camino a engrosar los ejércitos del Imperio. De modo que Corfe había apresurado a sus hombres durante la noche, para atacar Charibon antes de la llegada de aquel nuevo ejército.
No se hacía ilusiones respecto a la delgadez del hilo del que pendía la supervivencia de sus hombres, y sabía que, incluso si vencían frente a la ciudad monasterio, había pocas esperanzas de que regresaran a Torunna. Pero tenían delante la cabeza de la serpiente y, si conseguían destruirla, Occidente podría levantarse de nuevo y sacudirse el yugo. Aquella posibilidad hacía que el sacrificio del ejército mereciera la pena. Respecto a su propia vida, sabía que el destino le había arrebatado toda posibilidad de felicidad, y se sentiría satisfecho de abandonarla allí.
Ante los torunianos y fimbrios formados en la llanura, se extendían más tiendas de campaña diseminadas entre una red de carreteras de grava. Más allá se erguía la torre triple de la catedral del Santo, alta y severa, y rivalizando con ella en altura vieron la biblioteca de San Garaso y el palacio del pontífice, todos ellos conectados por los largos claustros. Aquél era el corazón de Charibon, y del mismo Segundo Imperio. Era necesario arrasar aquellos edificios y aniquilar a sus habitantes si querían cortar la cabeza de la serpiente.
Albrec se había opuesto apasionadamente cuando Corfe le había comunicado sus intenciones en Torunn, pero Albrec no era un soldado, ni tampoco estaba allí, contemplando la enorme factoría de guerra en que se había convertido Charibon. Corfe prefería quemar un millar de libros a perder innecesariamente a uno solo de sus hombres, y ver toda la historia del mundo convertida en humo a dejar escapar a un solo miembro de la vil raza de Aruan. Se lo había comunicado así a sus oficiales y hombres en una reunión celebrada en las montañas, aunque Golophin, que había asistido, no había dicho nada.
—No hay retenes fuera —dijo con incredulidad el alférez (o, mejor dicho, el capitán) Baraz—. Señor, creo que están todos dormidos.
—Esperemos que así sea, capitán. —Corfe recorrió con los ojos la línea que se perdía de vista a la débil luz del alba. Luego suspiró profundamente—. Alarin, señal de avance.
El portaestandarte de Corfe era un salvaje címbrico, pariente cercano de Felorin. Se puso en pie sobre los estribos y movió el estandarte negro y escarlata adelante y atrás, pues las llamadas de la corneta no se usarían hasta que el ejército hubiera entablado batalla. La señal se trasmitió por toda la línea y, lentamente y en silencio, la gran multitud de hombres empezó a moverse ordenadamente, convirtiéndose en una oscuridad sigilosa y amenazadora que se acercaba a las tiendas del enemigo. Cualquiera que hubiera examinado las armas de los soldados se habría frotado los ojos con sorpresa, pues todos los hombres habían fijado clavos de hierro a su armadura, e incluso las corazas y bardas de los caballos estaban adornadas de forma similar, mientras que las puntas de las lanzas de los fimbrios y catedralistas no eran de acero reluciente sino también de hierro negro. A excepción del escarlata de los catedralistas, el aspecto del ejército era sombrío, sin que se viera apenas un destello de metal brillante.
Cuando hubieron recorrido dos millas, Corfe ordenó que la reserva se adentrara más hacia la izquierda, pues estaban pasando junto a los campamentos de los Militantes en torno a su ciudadela. Había actividad donde no había habido ninguna antes, y pudo ver varios escuadrones de caballería montando en sus animales. Y luego una serie de llamadas de cuerno rompieron la mañana, mientras que en lo más alto de la torre de la ciudadela se elevaba una gran columna de humo.
—Parece que el enemigo se ha levantando de la cama al fin —dijo Corfe suavemente—. Baraz, ve con la reserva y di al coronel Olba que se separe más y cubra la izquierda de nuestra retaguardia. Si es necesario, que forme en cuadrado, pero tiene que impedir que los Caballeros Militantes se reúnan con el cuerpo principal.
—¡Señor! —Baraz partió al galope.
—Alférez Roche.
—Sí, señor. —El caballo del joven oficial danzaba bajo su cuerpo, y sus ojos relucían como el cristal. Al fin iba a ver una batalla de verdad.
—Ve a ver al mariscal Kyne en el centro de la falange, y dile que tiene que mantener el avance hacia Charibon, aunque pierda contacto con los arcabuceros de su izquierda. Puede que tenga que destacar una guardia para el flanco si lo cree necesario, pero ha de seguir avanzando pase lo que pase. ¿Está claro?
—¡Sí, señor! —Las nubes de tierra volaron como pájaros cuando Roche partió también al galope.
Sí, el enemigo había despertado. A una milla por delante del ejército, los hombres salían tambaleándose de sus tiendas y montaban a caballo en confuso apresuramiento. Vestían el azul de Almark, arcabuceros y soldados con espadas y escudos. Había muchos miles de ellos, dispuestos a cortarles el paso hasta Charibon. Mientras se concentraban, las campanas de la catedral del Santo, junto a todas las de las demás iglesias de la ciudad monasterio, empezaron a tocar a rebato, y Corfe pudo ver que las calles de Charibon se llenaban de soldados que corrían en dirección sureste para encontrase con él. Al oeste de la ciudad, distinguió otras formaciones en movimiento sobre la llanura: infantería pesada de Finnmark, según las noticias de sus exploradores. Tenían grandes campamentos allí, pero deberían recorrer dos millas antes de caer sobre su flanco. Corfe desenvainó a
Hanoran
, y el antiguo hierro grabado de la espada de John Mogen centelleó oscuramente al abandonar la vaina. La levantó en el aire, y condujo a su guardia personal hasta la izquierda de la retaguardia de los catedralistas. El ejército toruniano devoraba a buen ritmo las yardas que lo separaban de Charibon, y se había desplegado trazando una gran forma de ele, con la base orientada al oeste. Ni un solo grito se elevó entre los hombres; el único sonido era el atronar sordo de los miles de pies y cascos de caballo.
—Alférez Brascian —dijo Corfe a otro de sus jóvenes ayudantes reunidos a su alrededor—. Ve con el coronel Rilke de la artillería. Lo encontrarás con los catedralistas. Dile que despliegue sus cañones hacia el este de inmediato y que comience a atacar a los Caballeros Militantes. Luego busca a Comillan y dile que cargue contra los Militantes cuando crea conveniente, pero que no debe perseguirlos. No debe perseguirlos, ¿está claro?
—Muy claro, señor.
—Que retroceda en cuanto el enemigo se haya detenido y esté en desorden, y los cañones cubrirán su retirada. Luego debe prepararse para recibir nuevas órdenes.
Siete u ocho mil Caballeros Militantes habían formado en una larga línea mirando al este, frente a la ciudadela a cuyo pie estaban plantadas las tiendas. Avanzarían muy pronto, y debían ser neutralizados. Corfe contempló la partida de Brascian, que golpeó la grupa de su caballo con su sable. Desapareció en el mar de jinetes de armadura roja que eran los catedralistas, y pocos minutos después las líneas de caballería se separaron y los animales de tiro de los cañones empezaron a aparecer, situando las piezas delante de ellos. Los catedralistas se detuvieron tras la línea de cañones de seis libras, y formaron. Pese a estar compuesta principalmente por salvajes de las tribus címbricas, la unidad estaba tan bien disciplinada como las de los regulares torunianos, y el corazón de Corfe se animó al verlos. Lo que una vez había sido una banda heterogénea de esclavos de galeras pobremente armados se había convertido en el cuerpo de caballería más temido del mundo.
Los Caballeros Militantes emprendieron el avance, dirigidos por un presbítero tonsurado que les animaba con gestos de su maza. También iban pesadamente armados, con el símbolo del Santo resaltado en blanco sobre las corazas, y tenían el rostro oculto tras los yelmos cerrados. Sus caballos eran animales elegantes y de largas patas, criados en las llanuras de Tor desde hacía siglos como palafrenes y animales de caza para la aristocracia de Almark, pero más pequeños de estatura que los enormes corceles de los catedralistas. Los caballos del brazo montado de Corfe descendían de los animales traídos al este por los fimbrios en los días en que algunas de sus tropas aún iban montadas; muchos de los mejores fueron robados por las tribus de las Címbricas a lo largo de los años. Con el tiempo, los salvajes empezaron a criarlos y mejorarlos puramente en función de su tamaño y coraje. Para la guerra.
El sobresalto de la explosión de un cañón cuando abrió fuego la primera pieza de seis libras, seguida por una andanada inmediata de las tres baterías. Rilke había entrenado bien a sus dotaciones. En cuanto los cañones hubieron saltado hacia atrás en sus cureñas, los hombres los obligaron a avanzar otra vez, limpiándolos, refrescándolos y recargándolos. Usaban metralla, proyectiles huecos de metal llenos de docenas de balas de arcabuz. Al aclararse el humo, la carnicería que produjeron resultó pasmosa de contemplar. Toda la primera línea de caballos de los Militantes había sido derribada. Las bestias estaban tumbadas chillando, aplastando a sus jinetes, encabritándose con las entrañas expuestas o intentando frenéticamente alejarse de aquella lluvia mortífera para chocar contra los camaradas de detrás. El avance de los Militantes se detuvo en una confusión sangrienta. El caballo de su presbítero galopaba sin jinete por el campo, con la sangre manando de su cuello y flancos perforados, y su propietario yacía inmóvil en la hierba, con la tonsura pálida como un cuenco de porcelana sobre el pisoteado suelo.
—Ahora —susurró Corfe, golpeándose una rodilla con el puño protegido por el guantelete—. Atacad ahora.
Comillan pareció leerle el pensamiento, porque en cuanto la artillería hubo disparado su segunda andanada, avanzó hacia el frente de sus hombres seguido por su portaestandarte, y con un grito sin palabras les ordenó que avanzaran. Los cuernos de caza de las Címbricas resonaron fuertes y claros por encima de los gritos de caballos y hombres mutilados, y la enorme linea de caballería armada empezó a moverse, como un titán monstruoso cuyas cadenas se hubieran soltado. El corazón de Corfe les acompañó cuando pasaron al trote, y luego al medio galope, y las lanzas bajaron a la posición de carga para entrar en contacto con el enemigo. La tierra temblaba debajo de ellos. Los salvajes empezaron a entonar la terrible canción de guerra de sus colinas nativas, y mientras cantaban cayeron sobre las formaciones enemigas como la hoja de un cuchillo caliente que se hundiera en un trozo de mantequilla. La primera y segunda hileras de catedralistas abrieron una profunda cuña escarlata entre los Caballeros Militantes, y los caballos más pequeños de los himerianos fueron derribados por el impacto de la carga. Los catedralistas descartaron sus lanzas rotas y ensangrentadas, y dispararon una andanada a quemarropa con las pistolas de mecha, contribuyendo a la carnicería y al pánico. Luego los cuernos tocaron a retirada, y las primeras dos líneas se volvieron y retrocedieron, cubiertas por el avance de la tercera y cuarta líneas, que pasaron entre sus filas, formaron limpiamente y dispararon una andanada a su vez. El mando de Comillan regresó al trote sin ser molestado y al parecer ileso, aunque Corfe pudo ver algunos cuerpos escarlata esparcidos sobre la llanura que dejaban atrás. Pero no eran nada en comparación con la gran extensión de cadáveres y carroña cubierta de acero que habían sido las orgullosas filas de los Caballeros Militantes.
Los supervivientes de la carga, muchos de ellos a pie, cruzaron la llanura a través de los restos pisoteados de sus tiendas de campaña, buscando refugio tras las murallas de su ciudadela. El avance toruniano continuó.
Aruan, estupefacto, contempló la ruina de sus Militantes desde la torre más alta del palacio pontificio. Había unos cuantos clérigos y mensajeros inceptinos agrupados en torno a él como moscas negras sobre una herida, pero nadie se atrevía a mirar a los ojos ardientes de su señor. Mientras su mirada iba y venía por el ancho campo de batalla, Aruan vio a las tropas de Almark al sur de Charibon detenerse para disparar una andanada irregular de fuego de arcabuz. Los torunianos ni siquiera vacilaron, sino que cerraron filas y pasaron por encima de los cadáveres de sus compañeros. Mientras observaba, las picas de los Huérfanos abandonaron la vertical y se convirtieron en una valla erizada de afiladas puntas que no reflejaban la luz. Los almarkianos no pudieron resistir aquella espantosa visión, y empezaron a retroceder hacia el dudoso refugio de su campamento, deteniéndose para disparar a su paso. La falange toruniana hizo una pausa, y los mil arcabuceros del interior de sus filas dispararon a su vez. Luego los Huérfanos volvieron a emprender la marcha desde la nube de humo. No parecían hombres, sino diminutos engranajes de una máquina de guerra grande y terrible, tan imparable como una fuerza de la naturaleza.