Pero el Segundo Imperio no había puesto en juego aún a toda su fuerza. Por el oeste avanzaban las hileras centelleantes e ininterrumpidas de soldados de infantería pesada, con sus espadas para dos manos al hombro, y el rostro cubierto por las máscaras de sus altos yelmos. Y tras ellos, más regimientos de soldados de Almark y Perigraine estaban formando en la llanura, preparados para arrojar a los torunianos al mar.
El viento de las llanuras de Tor llegaba cargado del humo y el hedor de la batalla, y unos rayos de sol anchos como estandartes atravesaban la confusión, convirtiendo las formaciones armadas en siluetas pardas y manchadas. Sobre una superficie de tres millas cuadradas al sur de Charibon, las ruinas y despojos de la guerra cubrían la tierra, como si la batalla fuera un oscuro incendio forestal que dejara carroña chamuscada a su paso. Y todavía no era media mañana.
La artillería de Rilke empezó a ladrar de nuevo, creando flores de ruina roja entre las hileras de infantería pesada. Sin embargo, aquellos soldados de Finnmark no eran unos muchachos asustados como los reclutas almarkianos, sino los guerreros de la guardia personal del propio rey Skarpathin. Siguieron adelante, cerrando las brechas al avanzar, de tal modo que Corfe no pudo evitar admirarlos.
Estudió el campo de batalla como si fuera un rompecabezas que debía solucionar. Grandes masas de hombres habían completado sus formaciones tras la infantería pesada; los primeros habían empezado ya a avanzar. Les superaban varias veces en número, y no pasaría mucho tiempo antes de que alguien del alto mando enemigo tuviera la idea de avanzar por su flanco izquierdo y rodearlo. Podía ordenar la retirada de sus hombres y esperar el ataque enemigo, u olvidarse de toda precaución.
Miró al norte. Las afueras de Charibon estaban en llamas, y sus hombres luchaban calle a calle en dirección al corazón de la ciudad. Allí se decidiría la batalla; entre los claustros sagrados y las iglesias de los inceptinos. Debía tomar una decisión. Sabía que la victoria en el campo de batalla era ya imposible. Podía luchar de modo convencional, protegiendo las vidas de sus hombres, con la esperanza de poder retirarse ordenadamente a través de las hordas que se les enfrentaban. O enviar deliberadamente a la destrucción aquello que tanto amaba, prescindir de los manuales de táctica y arriesgarlo todo a una sola tirada. Todo para conseguir la muerte de un solo hombre.
Si fracasaba, si Aruan y sus secuaces sobrevivían a aquel día, Occidente se convertiría en un continente de esclavos, y los magos y sus bestias lo gobernarían durante innumerables años.
Corfe miró a Golophin, y el anciano mago se enfrentó directamente a su mirada. Lo sabía.
Corfe se volvió hacia el alférez Roche, que continuaba sudoroso y con los ojos muy abiertos junto a él.
—Ve a ver a Comillan. Que ataque a la infantería pesada, y la persiga hasta hacerla huir. Luego ve a ver a Kyne. Los Huérfanos deben avanzar. Han de continuar el avance mientras puedan.
El joven oficial partió tras un apresurado saludo.
Le había resultado muy fácil poner en juego el destino del mundo. Corfe se sintió como si le hubieran quitado un gran peso de encima. Se dirigió al capitán Baraz.
—Conduciré a mi guardia personal a la ciudad. Di a Olba que me siga con sus hombres.
Y cuando el joven oficial hubo partido, se volvió de nuevo hacia Golophin.
—¿Estarás conmigo en la muerte? —le preguntó con tono ligero.
El anciano mago se inclinó en su silla, con su rostro cubierto de cicatrices severo como el de una gárgola de la catedral.
—Estaré contigo, Corfe. Hasta el final.
Bardolin contemplaba la carga de los catedralistas desde el tejado de un edificio frente a la gran plaza. En las casas de alrededor había concentrado a los almarkianos en retirada que había podido reunir, y los había apostado en ventanas y balcones, listos para disparar sobre los invasores torunianos en cuanto aparecieran. Por el norte continuaban entrando más refuerzos en la ciudad y, mientras los torunianos incendiaban y mataban en su avance, Aruan y él habían situado a miles de hombres frescos para cerrarles el paso, levantando barricadas en todas las calles y disponiendo arcabuceros en cada esquina.
Pero en las llanuras frente a la ciudad, los jinetes rojos de Torunna avanzaban junto a una falange de piqueros fimbrios, compuesta por ocho o nueve mil hombres, al encuentro de la infantería pesada de Finnmark. Algo en el interior de Bardolin se conmovió al verlo, cierta nostalgia extraña. Contempló la carga de los catedralistas, una ola escarlata, y cómo las picas de los Huérfanos descendían detrás de ellos. Escarlata y negro sobre el campo de batalla, los colores de Torunna. Por encima del rugido de la batalla podía oír débilmente el himno de guerra de las tribus címbricas que llegaba hasta la ciudad, terrible y hermoso como una tormenta de verano. Y contempló cómo la infantería pesada se detenía, mientras la plata y el escarlata se mezclaban en las líneas cuando la legendaria carga de los catedralistas chocó contra su objetivo. Los soldados de Finnmark lucharon con obstinación, pero no estaban a la altura del ejército creado por Corfe Cear–Inaf, y finalmente sus líneas se curvaron, se astillaron y saltaron en pedazos. Y los Huérfanos llegaron para terminar la sangrienta tarea, con sus picas en posición tan perfecta como si se encontraran en una inspección en el campo de entrenamiento.
Un contacto, un sutil pinchazo en su cerebro.
Ahora, hazlo ahora
.
Bardolin se irguió con los ojos llenos de lágrimas. Levantó los brazos hacia el cielo y empezó a hablar en normanio antiguo. Palabras de poder e invocación que hicieron temblar hasta los cimientos el edificio sobre el que se encontraba. Y fue respondido. En el sur apareció una nube oscura que manchaba el cielo primaveral. Se fue acercando mientras la batalla continuaba implacablemente y el humo del incendio de Charibon se elevaba para recibirla. Finalmente otros hombres vieron la oscuridad que se aproximaba, y gritaron de miedo a su alrededor. En una bandada formada por muchos miles de seres, los voladores de Aruan descendieron chillando del cielo, cayendo sobre los ejércitos de Torunna como una plaga de langostas. Ni siquiera los corceles de los catedralistas pudieron soportar el repentino terror de aquel ataque desde arriba, y se encabritaron, arrojando a sus jinetes al suelo y chillando, presas de la confusión. La armadura escarlata de los salvajes quedó oculta como por un nubarrón negro, en cuyo centro los catedralistas, a pie y golpeados por sus aterradas monturas, emprendieron una terrible batalla por la supervivencia. Los restos de la infantería pesada y los grandes regimientos de himerianos de detrás recobraron el coraje y empezaron a avanzar. Los Huérfanos salieron a su encuentro, con lo que los fimbrios de Corfe quedaron también bajo la nube, y aquella parte del campo de batalla se convirtió en un torbellino de sombras y oscuridad en cuyo interior tenía lugar un holocausto.
La luz del sol había desaparecido, y un ocaso prematuro había caído sobre el mundo. Grandes nubes móviles habían aparecido por el sur, impulsadas por relámpagos, y un frío intenso había invadido el aire. Empezó a llover, y con la lluvia caían largas astillas de hielo que chamuscaban la carne de los hombres y resonaban como cuchillos sobre su armadura. La llanura empezó a ablandarse, y las pisadas de soldados y caballos se hundían en el barro, de modo que se creó un inmenso pantano, en cuyo interior hombres pesadamente armados se golpeaban unos a otros y combatían con la ferocidad inconsciente propia de los animales.
La congestión en las calles de la ciudad era tal que Corfe y su guardia personal tuvieron que desmontar y dejar atrás a sus caballos. Armados con sables y pistolas, los quinientos hombres cubiertos con armaduras negras de
ferinai
se abrieron paso a pie, con la lluvia goteando sobre sus temibles yelmos. Eran salvajes y torunianos, fimbrios y merduk; la flor y nata del ejército. Cuando los torunianos regulares que luchaban a la sombra de las casas en llamas los vieron, alzaron un gran grito.
—¡El rey ha llegado!
La guardia personal continuó avanzando hasta llegar a la primera de las barricadas, tras la cual los arcabuceros almarkianos disparaban y recargaban frenéticamente. Se oyó un ruido como de granizo golpeando un tejado de metal, y varios miembros de la guardia personal se tambalearon cuando las balas de arcabuz impactaron contra ellos. Pero su armadura estaba hecha a prueba de tales proyectiles. Siguieron adelante, protegiendo de la lluvia la mecha de sus pistolas, y dispararon una andanada a quemarropa. Luego soltaron las armas de fuego, desenvainaron los sables y empezaron a escalar la barricada. Los almarkianos huyeron.
Los torunianos siguieron adelante. Todavía había hombres disparándoles desde las ventanas aquí y allá, pero la mayor parte de los himerianos habían retrocedido hacia la gran plaza frente a la catedral y la biblioteca de San Garaso. Allí se concentraron, y Bardolin, Aruan, Himerius y varias docenas de inceptinos los hicieron formar en orden. Unos cuantos Perros supervivientes estaban agazapados gruñendo sobre los adoquines, y los homúnculos revoloteaban por encima como buitres.
Corfe y sus hombres salieron del laberinto de calles y alcanzaron la plaza. La lluvia había empapado cada fragmento de mecha lenta en ambos ejércitos, y los arcabuceros habían soltado sus inútiles armas de fuego y desenvainado sus espadas. Los altos yelmos de la guardia personal, formada en la plaza, parecían torres negras junto a sus camaradas más ligeramente armados, y tras ellos en las calles se acercaba a la carrera la reserva de Olba, un millar de cuyos hombres eran Huérfanos, con las picas apoyadas en los hombros, mientras los francotiradores los derribaban por docenas durante su avance.
La gran plaza de Charibon medía casi media milla de lado. En su extremo norte estaba la biblioteca de San Garaso, la mayor del mundo desde el saqueo de Aekir. Al oeste se erguían las torres del palacio pontificio, una construcción más reciente muy expandida durante la última década. Y al este se encontraban las torres triples de la catedral del Santo. La plaza, pese a su tamaño, estaba rodeada de edificios altos por todas partes, y se parecía sobre todo a un enorme anfiteatro. Al otro lado, Corfe pudo ver dos figuras centelleantes que debían de ser Aruan y Bardolin. Llevaban media armadura anticuada, ornamentada con oro, que centelleaba y relucía bajo la lluvia. El clérigo encorvado junto a ellos, vestido con hábito negro, debía de ser Himerius. Mientras Corfe observaba, vio que una de las figuras cubiertas de armadura se erguía ante sus tropas, ignorando a los invasores, y alzaba los brazos hacia el cielo bajo y la lluvia mezclada con hielo. Estaba diciendo algo en una especie de cántico extrañamente hipnótico, y mientras lo hacía sus tropas se irguieron, levantaron la cabeza, miraron a los temibles torunianos al otro lado del breve espacio de la plaza, y dejaron de tener miedo. Empezaron a vitorear, aullar y golpear espadas contra corazas; un clamor ensordecedor de metal se elevó bajo la lluvia.
Los torunianos de Corfe habían completado sus líneas, y permanecían inmóviles y silenciosos. La guardia personal formaba la primera línea, con un grupo más denso de hombres en torno al rey. Tras ellos venían mil Huérfanos, con las picas erguidas sobre los hombros, y tras ellos otros dos mil arcabuceros torunianos, que a la sazón combatían sólo con sables.
Golophin se situó junto al rey, el único hombre de aquella apretada hilera que no llevaba armadura ni armas. Corfe lo miró.
—¿Quién es quién?
—Aruan es el calvo de nariz aguileña. Bardolin tiene la nariz rota y aspecto de soldado. Es el de la derecha.
—¿E Himerius es el tercero, el monje?
—Himerius tiene ya casi ochenta años. No llevaría armadura. Sí, es él.
Corfe se dio cuenta de que a Golophin no le faltaba mucho para alcanzar aquella edad. Apoyó un guantelete en el hombro del mago.
—Tal vez sea mejor que vayas a la retaguardia, Golophin.
El mago negó con la cabeza, y su sonrisa no fue del todo agradable.
—Ningún arma me tocará hoy, majestad. Y no estoy del todo desarmado.
Corfe levantó la cabeza para ser oído por encima del clamor de los himerianos y el siseo de la lluvia.
—Entonces ayúdame a matarle.
Golophin asintió, pero no dijo nada. Se volvió de tal modo que su sombrero de ala ancha le ocultó los ojos.
En aquel momento, las tropas himerianas de la plaza atacaron, chillando como diablos. Llegaron en una carrera frenética y, tras chocar contra la línea de hombres armados de la guardia personal, empezaron a golpear a los torunianos como posesos.
La línea de Corfe se curvó, pero no llegó a romperse. Los Huérfanos de la reserva se adelantaron y añadieron su peso a la refriega, algunos apuñalando a ciegas con sus picas, otros desenvainando sus espadas cortas y anchas y ocupando los lugares que dejaban vacíos los miembros caídos de la guardia personal.
La disciplina de los torunianos venció incluso a la rabia alimentada por el dweomer de los himerianos, y ciertamente aquella rabia provocó que muchos enemigos descuidaran sus defensas en su ansiedad por matar. Derribaron a muchos de los altos torunianos, con tres o cuatro de ellos atacando a un solo soldado cada vez, pero los fimbrios de Olba se adelantaron para llenar los espacios vacíos, y la línea continuó intacta.
Corfe percibió el momento en que todo quedaba en suspenso, y luego el enemigo empezó a perder la iniciativa, como una marea que hubiera alcanzado la cima de la playa para empezar a retroceder.
—¡Señal de avance! —gritó a Astan, y la corneta sonó fuerte y clara por encima del tumulto de la batalla. Un áspero rugido animal surgió de las gargantas de los torunianos, que emprendieron la marcha.
El hechizo se rompió bajo aquella tensión, y los himerianos empezaron a retroceder como aturdidos.
—Venid conmigo —dijo Corfe a los de su alrededor, y un grupo de hombres se reunió bajo su estandarte y empezó a abrirse paso a través del ejército en retirada hacia donde Aruan, Bardolin e Himerius permanecían sobre los escalones de la biblioteca de San Garaso, rodeados por una gran multitud de soldados. Baraz estaba con el rey, y también Felorin, Roche, Golophin, Astan, Alarin y dos docenas de hombres más. Se mantuvieron juntos con el poder compacto de un puño cerrado y, cuando sus enemigos veían la luz en los ojos de Corfe, palidecían y retrocedían.