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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Naves del oeste (33 page)

BOOK: Naves del oeste
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Hacía diez días que habían salido de Torunn, y la primera parte (la más fácil) de su viaje había terminado. Habían pasado tres días en el río y, tras el interminable desembarco, habían estado cinco días más marchando a través de los tranquilos paisajes agrícolas del norte de Torunna, vitoreados en cada pueblo y ciudad, donde les regalaron todas las provisiones necesarias. Un millar de mulas y siete mil caballos habían recortado hasta las raíces la hierba primaveral en todos los pastos de su camino, y el rey de Torunna hacía llamar todas las noches a los terratenientes locales, compensándoles personalmente con monedas de oro.

Pero las gentiles llanuras habían quedado atrás, y también las primeras colinas. Estaban en las laderas de las montañas Címbricas, las más altas del mundo occidental, y sus rostros sudorosos se habían vuelto hacia las nieves y glaciares de los lugares más altos. Y hacia la batalla que se libraría al otro lado.

Corfe estaba sentado sobre su caballo en la cima de un risco empinado, observando el paso de su ejército. A su lado estaban Felorin, el general Comillan de la guardia personal, el alférez Baraz y un hombre vestido de negro que iba a pie, el mariscal Kyne, comandante de los Huérfanos desde que Formio se quedara en la capital.

Los catedralistas formaban la vanguardia, cinco mil hombres que llevaban a sus corceles de guerra por las bridas, la mayor parte de ellos nativos de aquellas mismas colinas. A continuación venían diez mil torurianos escogidos, armados con arcabuces y sables; luego los Huérfanos, diez mil exiliados fimbrios con sus picas al hombro y, finalmente la serpiente irregular de la caravana de mulas. En la retaguardia estarían los quinientos jinetes de caballería pesada de la guardia personal de Corfe, con sus armaduras negras de
ferinai
.

Tanto los soldados torunianos como los Huérfanos arrastraban cañones ligeros, a veces levantándolos físicamente por encima de rápidas corrientes o grandes fragmentos de roca que habían caído de las alturas. Eran piezas de seis libras, suficiente para tres baterías. Todo lo que Corfe se había atrevido a intentar llevar al otro lado de las montañas.

En total, más de veintiséis mil hombres avanzaban hacia el oeste en dirección a las inaccesibles Címbricas aquella brillante mañana de primavera, y su columna se extendía por el abrupto camino durante casi cuatro millas. No era el mayor ejército que Torunna hubiera enviado a la guerra, pero Corfe creía que debía de ser uno de los más formidables. Los mejores guerreros de cuatro pueblos distintos estaban representados en aquella larga columna: torunianos, fimbrios, salvajes címbricos y merduk. Si conseguían cruzar las montañas, se encontrarían solos y sin apoyos al otro lado, y deberían enfrentarse a ejércitos de todos los países restantes del mundo. Tendrían que tomar Charibon o ser destruidos y, con ellos, la última y mejor esperanza del mundo.

Su objetivo estaba ya muy cerca: el clímax de la última gran guerra que los hombres librarían en aquella edad del mundo. Hebrion se había perdido, igual que Astarac, y Almark y Perigraine habían sido sometidas. De las Monarquías de Dios, sólo Torunna continuaba libre.

«Arrasaré Charibon hasta los cimientos», pensó Corfe, sentado en su caballo y observando el paso de su ejército. «Acabaré con cada mago, cambiaformas o bruja que encuentre. Convertiré la caída de Aruan en una lección terrible para todas las generaciones futuras del mundo. Y borraré de la faz de la tierra a su orden inceptina».

Un halcón gerifalte trazó un amplio círculo en torno a su cabeza, como si lo estuviera buscando. Finalmente descendió tan rápidamente como si se hubiera arrojado sobre una presa, y se posó sobre la maltrecha rama de un serbal junto a Corfe. Éste se apartó de sus oficiales para poder hablar sin ser escuchado.

—¿Y bien, Golophin?

—Tu camino existe, Corfe, aunque tal vez «camino» sea una palabra demasiado optimista. El cielo está despejado a través de las Címbricas, pero en el lado occidental se ha desencadenado una tormenta de primavera, y la nieve crece rápidamente.

Corfe asintió.

—Lo esperaba. Los felimbri dicen que el invierno dura más en el lado occidental del paso; pero el camino es más fácil allí, de todos modos. —Hizo un gesto hacia donde el ejército marchaba por delante de él, como una serpiente con aguijones decidida a abrirse camino hasta el corazón de las montañas—. Cuando dejemos atrás las colinas y pasemos la linea de nieve, nos encontraremos con el extremo del gran glaciar al que las tribus llaman Gelkarak, «el asesino frío». Será nuestra carretera a través de los picos.

—Una carretera peligrosa. He visto ese glaciar. Está tan lleno de agujeros y grietas como una piedra pómez, y las avalanchas caen continuamente sobre él desde las montañas de alrededor.

—Si los deseos fueran caballos, los mendigos irían montados —dijo Corfe con una sonrisa irónica—. Ojalá pudiéramos conseguir alas y volar a través de las montañas, pero ya que no podemos, debemos tomar el camino que encontremos. —Hizo una pausa y preguntó—: ¿Cómo van las cosas en… en el lugar donde estás ahora, Golophin?

—Aurungabar se ha tranquilizado tras el regreso de Nasir con su hueste, y el muchacho ha sido aclamado por todos como sultán de Ostrabar. Su coronación se combinará con su boda en la misma ceremonia, en cuanto Mirren llegue a la ciudad.

La respiración de Corfe se detuvo en su garganta.

—¿Y cuánto le falta para eso?

—Dentro de cinco días estará en las puertas. Ha dejado atrás las carretas y está avanzando muy rápidamente a caballo, con un pequeño séquito.

Corfe sonrió.

—Claro que sí. ¿Y tú, Golophin? ¿Cuándo regresarás con el ejército?

—Espero que esta noche, en cuanto acampéis. Esta tarde me reúno con Shahr Baraz el Joven. Al parecer, hay algo que le preocupa. Después me quedaré con el ejército hasta el final. Me parece que necesitarás mi ayuda antes de acabar con las Címbricas, majestad. Adiós.

Y el halcón gerifalte abandonó su rama, dejando el serbal temblando detrás de él, y desapareció en el interior de la nube baja que flotaba sobre los picos de las montañas más cercanas. Corfe movió su montura hasta donde los oficiales le aguardaban pacientemente.

—Mañana, caballeros —dijo, siguiendo con los ojos el vuelo del halcón—, llegaremos a las nieves.

Pero las nieves llegaron antes a ellos. Cuando estaban montando el campamento aquella tarde, una galerna de viento gélido descendió rugiendo de las alturas, trayendo consigo una ventisca veloz y cegadora de nieve dura, seca como la arena y casi igual de fina. Muchos hombres fueron pillados por sorpresa, y vieron cómo sus tiendas de cuero eran arrancadas de sus manos para elevarse en el aire y desaparecer. Las capas salían volando, y las hogueras eran aplastadas y sofocadas. Las mulas pateaban presas del pánico, y algunas se liberaron de sus cuidadores y galoparon hacia abajo, por donde habían venido, mientras que unas cuantas, enloquecidas por el impacto de una tienda volante que había caído sobre ellas como un diablo, saltaron por un precipicio bajo y se estrellaron agonizantes contra las rocas. Sus alforjas se abrieron y esparcieron pólvora negra sobre la nieve.

La ventisca creó una muralla en torno a los miles de soldados que oscurecían la faz de las colinas, y transcurrieron varias horas antes de que pudieran restaurar algo parecido al orden, atando las tiendas a las rocas y fijándolas con piedras, e inmovilizando a las mulas mientras las tropas devoraban sus raciones frías en torno a las ascuas humeantes de sus hogueras.

El viento se calmó al salir la luna, y Corfe, en pie frente a su castigada tienda, levantó la vista para ver que el cielo se estaba despejando, y que habían aparecido millones de estrellas, parpadeando con lejanas llamaradas de rojo y azul, y arrojando débiles sombras sobre los montones de nieve fina que los soldados aplastaban al andar. De algún modo, habían sido transportados a un mundo diferente; un mundo gris y sin rasgos, iluminado por la luna, donde los montones de nieve parecían sembrados de diminutos diamantes. Los hombres eran siluetas negras a la luz de la luna, y su aliento humeante formaba nubes a su alrededor.

Por la mañana, las tropas estaban en pie mucho antes del amanecer, y el cuero de las tiendas estaba rígido como una tabla bajo sus dedos entumecidos. El contenido de sus cantimploras se había convertido en un aguanieve que provocaba dolor en los dientes y, si el metal desnudo entraba en contacto con la piel, se adHeria a ella en un apretón helado y doloroso de romper.

Comillan avanzó por la nieve hasta la tienda del rey. Corfe se estaba soplando las manos enguantadas y estudiaba el camino que les aguardaba a través de los estrechos pasos, mientras detrás de él el amanecer era una mancha azul pálido, y las estrellas seguían parpadeando en el cielo.

—Once mulas perdidas, y un pobre muchacho que salió a mear durante la noche y ha sido encontrado esta mañana. Aparte de eso, parece que estamos enteros. —Cuando el rey no respondió, Comillan se atrevió a comentar—: Hoy será un día duro, creo.

—Sí, lo será —dijo Corfe al fin—. Comillan, quiero que selecciones a treinta buenos soldados y los envíes a pie hacia delante; pueden dejar atrás la armadura. Necesitamos marcar un camino para el cuerpo principal. Nativos de las tribus como tú, preferentemente.

—Sí, señor.

—¿Son habituales estas ventiscas repentinas en esta época del año?

—¿En primavera? No. Pero no son desconocidas. Lo de anoche fue sólo un aperitivo. Pero ha espabilado a los hombres. El equipamiento de invierno está fuera de las mochilas, y están recogiendo leña mientras pueden. Cargaré en las mulas todo el combustible que pueda. Lo necesitaremos en los pasos altos.

—Muy bien.

—¿De modo que el mago no regresó, señor?

—No. Tal vez las ventiscas dejan ciegos a los magos, igual que al resto de nosotros.

Una hora más tarde, el sol había ascendido sobre el horizonte y se elevaba rápidamente en un cielo azul sin nubes que parecía frágil y transparente como el cristal. El mundo era un resplandor blanco y cegador, y los soldados se frotaron los ojos con barro u hollín para reducir sus efectos, mientras que algunos se ponían hojas entre los dientes para evitar las ampollas en los labios inferiores. Los exploradores de Comillan se adelantaron con el paso fácil de hombres que se encuentran en territorio familiar, mientras tras ellos la gran columna se iba distanciando y el resto del ejército ascendía penosamente. Incluso los jinetes tenían que ir a pie, guiando a sus monturas por las bridas. Se asignaron tercios enteros a cada una de las piezas de artillería, arrastradas a fuerza de brazos por el empinado camino cubierto de nieve.

Cuando Corfe se detuvo, jadeante, para mirar atrás, pudo ver la tierra verde de Torunna debajo de él como un mundo más gentil olvidado por el invierno, y el sol sobre el mar Kardio como un resplandor entrevisto al borde del horizonte. El río Torrin serpenteaba a través de su reino, brillante como una espada, y aquí y allá se veían las manchas pardas de las ciudades, de las que brotaban columnas de humo en dirección a la bóveda azul que las cubría.

El cielo continuó despejado durante dos días más y, aunque no cayó más nieve, y el viento se mantuvo ligero y caprichoso del sureste, la temperatura descendió tanto que los hombres caminaban con las capas cubiertas de aliento congelado, y de las bridas de los caballos colgaban carámbanos. La nieve se volvió dura como una roca bajo sus pies, lo que permitía avanzar mejor, pero en los tramos más empinados había que destacar a unos cuantos hombres por delante de la columna principal, para que excavaran toscos escalones sobre el hielo con sus azadones, o los miles de pies calzados con botas o herraduras que los seguían no hubieran encontrado punto de apoyo.

Estaban muy arriba, y se habían adentrado lo suficiente en los intrincados flancos de las montañas para dejar de tener acceso a las vistas de la tierra de abajo. Por todas partes les rodeaban torres de roca helada, extensiones cegadoras de nieve y pendientes cubiertas de escarcha llenas de piedras y rocas. En las gélidas y oscuras noches, Corfe redujo a la mitad el tiempo asignado a los turnos de guardia, pues una hora cada vez era todo lo que los hombres podían soportar fuera de sus mantas, y se encendían pocos fuegos, ya que estaban tratando de conservar sus escasas reservas de madera para alguna emergencia futura.

De modo que llegaron al final de todos los caminos hechos por los hombres, y se encontraron al pie del glaciar Gelkarak, contemplando maravillados lo que parecía ser un acantilado roto de roca traslúcida color gris pálido. Excepto que no era roca, sino hielo antiguo que había descendido por las laderas de las montañas durante milenios, para formar un enorme río sólido de más de media milla de anchura y muchas brazas de profundidad.

—Habrá que instalar cuerdas y poleas en la cima para subir los animales y los cañones —dijo Corfe a Comillan y Kyne, que estaban en pie a su lado, cubiertos de pieles—. Trabajaremos durante la noche; no hay tiempo que perder. Comillan, tú te ocuparás de los caballos. Kyne, echa una mano al coronel Rilke con sus cañones. —El rey contempló el cielo, que continuaba despejado en general, pero sobre los picos había una concentración de nubes hostiles y cargadas de nieve.

Tardaron dos días y una noche en izar los caballos, mulas y piezas de artillería uno por uno hasta la cima del glaciar. Necesitaron pocas habilidades de ingeniería. Los comandantes organizaron equipos de hasta trescientos hombres, que tiraban de una compleja estructura de cuerdas al borde del glaciar, y ni la más recalcitrante de las mulas pudo resistirse a tal cantidad de fuerza bruta.

Durante el segundo día de labor, las nubes los alcanzaron y la nieve volvió a caer. No en forma de ventisca como en la ocasión anterior, sino en un pesado silencio de grandes copos blancos, que se acumulaban a velocidades increíbles, hasta que los hombres de la cima del glaciar se encontraron trabajando con nieve hasta las rodillas y las cuerdas empezaron a quedar enterradas. Se destinaron más hombres a limpiar la nieve del campamento, y media docena cayeron en grietas ocultas y se perdieron. Una compañía de felimbri pertenecientes a los catedralistas exploró varias millas de glaciar, con los hombres atados entre sí y dando cada paso con infinita cautela. Marcaron todas las grietas con picas erguidas clavadas en la nieve con una tela negra en el extremo, señalando así una ruta segura para el resto del ejército. Cada vez hacía más frío, y los pulmones de los hombres empezaron a sufrir en el débil aire.

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