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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Naves del oeste (36 page)

BOOK: Naves del oeste
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Furioso, abrió la boca, pero en aquel momento el
Liebre de mar
realizó un brusco viraje a babor, situándose directamente delante del viento. Al girar, sus cañones detonaron en una frecuencia calculada, y el
Espectro
fue barrido de nuevo. Los proyectiles recorrieron toda la longitud del barco.

Las velas se estremecieron, luego se tensaron, y el barco perdió velocidad. Mirando hacia atrás, Murad vio que el timón del barco estaba hecho pedazos, y que el piloto yacía junto a él al lado del timonel. Las cubiertas estaban resbaladizas de sangre, y por todas partes había trozos de madera astillada y fragmentos de carne, entre sogas cortadas y aparejos destrozados. Murad corrió a la escala y gritó al zantu que se tambaleaba allí, aturdido y perplejo:

—¡Ve al timón de abajo y guíalo desde allí! ¡Los demás, regresad a los cañones y empezad a disparar!

Subió al alcázar, resbalando sobre la sangre y blasfemando, con la mano apoyada en el trozo de carne irregular donde había estado su oreja. Los dos barcos corrían directamente con el viento en la popa, en rumbos paralelos a menos de un cable de distancia. Se dirigían a la larga ensenada que albergaba el puerto toruniano de Rone; Hawkwood trataba de llegar a la costa.

Ambos barcos volvieron a abrir fuego, andanada contra andanada. Los cañones del
Espectro
eran más numerosos y pesados, pero los del
Liebre de mar
estaban mejor manejados y eran más precisos. Avanzaba más lentamente, sin embargo, y sus bombas enviaban gruesos chorros de agua por babor; Murad debía de haberlo agujereado por debajo de la línea de flotación.

El humor del noble mejoró. Su tripulación había sufrido muchas bajas, pero seguía habiendo hombres suficientes para abordar al enemigo. Gritó a través de la escotilla en dirección al timón:

—¡Todo a estribor!

El
Espectro
viró lentamente, pero consiguió ganar dos puntos contra el viento, hasta que su saltillo de proa apuntó directamente a las cadenas delanteras de babor del jabeque. La distancia se redujo a una velocidad increíble y, antes incluso de que Murad pudiera lanzar un grito de advertencia, los barcos habían chocado con una tremenda sacudida que derribó a todos los hombres de a bordo. El bauprés del
Espectro
se astilló con un golpe terrible, soltándose al estrellarse contra el costado del jabeque, para ser detenido un instante después por las cadenas mayores. Allí se incrustó entre el gruñir de la madera y el chirriar del hierro, y los dos barcos continuaron avanzando, inextricablemente enredados, ambos fuera de control.

Murad se rehízo rápidamente y se puso en pie, desenvainando el estoque.

—¡Al abordaje! —gritó, y recorrió a la carrera toda la longitud del barco hasta donde la ruina del bauprés lo unía al jabeque enemigo. Dos docenas de artilleros zantu sin armadura lo siguieron, blandiendo hachas de abordaje y machetes, y rugiendo como bestias. Cruzaron el peligroso puente de madera destrozada con el mar espumeante bajo los pies, y atacaron el combés del jabeque. El
Liebre de mar
navegaba muy bajo; ciertamente, le habían perforado el casco con sus disparos, y el barco se hundía bajo sus pies.

Los invasores fueron recibidos con dos o tres disparos, y uno de los seguidores de Murad cayó por la borda para hundirse en el mar. De repente, Hawkwood estaba allí, con un machete en una mano y una pistola en la otra, y ambos se dirigieron miradas cargadas de odio mientras a su alrededor las compañías de sus barcos se enfrascaban en una salvaje lucha cuerpo a cuerpo en el combés y a lo largo de los pasamanos del
Liebre de mar
.

La pistola de Hawkwood falló; hubo un resplandor en la cazoleta y nada más. Murad soltó una carcajada y se le acercó, blandiendo el estoque mientras el homúnculo atacaba los ojos del navegante.

Se encontraban en el centro de una encarnizada batalla, pero podían haber estado solos en el mundo por la importancia que le daban. Hawkwood desenvainó la daga y trató de acuchillar al homúnculo mientras desviaba la hoja de Murad. La pequeña criatura chilló y se agarró a su nuca, mordiendo y tratando de alcanzarle los ojos con sus garras como agujas mientras agitaba las alas. Murad se lanzó hacia delante, todavía riendo, y la punta de su estoque penetró tres pulgadas en el muslo del navegante. Hizo girar la hoja al retirarla, y Hawkwood cayó sobre una rodilla. El homúnculo le había arrancado un ojo, pero Hawkwood soltó la daga y aprisionó a la bestia con el puño. Cerró los dedos a su alrededor, quebrándole las diminutas costillas, y lo arrojó, moribundo, contra Murad.

Murad lo apartó de un golpe. No era su familiar, sino un simple mensajero, y por tanto no supuso ninguna pérdida para él. Saltó hacia delante de nuevo, invadido por una gran alegría, y echó atrás la espada para asestar el golpe mortal.

Pero un golpe procedente del tumulto que hervía a su alrededor le hizo perder el equilibrio. Blasfemando, trató de alargar de nuevo el brazo, pero algo le golpeó en el costado, un golpe seco que le dejó sin aliento. Siseó de dolor. Había una mujer en pie junto a Hawkwood. Era Isolla. Su rostro estaba cubierto de cicatrices debidas al fuego, pero Murad la reconoció al instante, aunque llevaba una chaqueta de marinero sobre la falda. Su rostro estaba pálido y resuelto, impávido. Disparó el arcabuz a quemarropa.

Y falló. Un nuevo empujón del tumulto hizo que el cañón del arma se desviara. El disparo chamuscó el cabello de Murad, cegándolo a medias. Agarró el cañón del arma con la mano libre y lanzó una estocada contra la mujer. La hoja la alcanzó por debajo de la clavícula, y se hundió profundamente, atravesándole el corazón. Ella se desplomó, resbaló del estoque ensangrentado y cayó sobre el cuerpo de Hawkwood. Murad sonrió y levantó el estoque para terminar la tarea.

Pero recibió un golpe salvaje y repentino en un lado del cuello que le dejó el brazo izquierdo insensible y le hizo tambalearse de sorpresa y dolor. Sus ojos amarillos centellearon cuando el dweomer que unía sus extremidades chamuscadas empezó a fallar. Se volvió, y el estoque se deslizó de sus dedos inertes.

Allí estaba Bleyn, su propio hijastro. Y en su mano estaba la daga de Hawkwood, ensangrentada hasta la empuñadura. El rostro del muchacho estaba lívido y con los ojos muy abiertos, mientras las lágrimas le caían por las mejillas. Murad alargó su mano útil hacia él, completamente estupefacto.

—¿Qué…? —empezó a decir.

Pero Bleyn saltó hacia delante y le hundió la daga en el pecho. Quedó allí clavada, atravesándole el esternón, y Murad cayó de rodillas.

—¿Cómo?

Hawkwood lo estaba mirando, con su único ojo centelleante y el cuerpo de Isolla acunado entre sus brazos. La luz inhumana de los ojos de Murad se apagó y, por unos segundos, su antigua mirada se encontró con el único ojo de Hawkwood, llenándose de sorpresa e incredulidad.

—No sabía…

Hawkwood se limitó a mirarlo, sin odio ni rabia, observando cómo la vida abandonaba el rostro de Murad. La barbilla del noble cayó sobre su pecho, y el hombre se desplomó sobre la cubierta ensangrentada, convertido en simple carroña chamuscada. A su alrededor, sus seguidores vieron la muerte de su líder y flaquearon, para ser empujados de nuevo hacia el mar.

Abandonaron el
Liebre de mar
y arrojaron antorchas encendidas a las cubiertas del
Espectro
tras subir a los botes. En la creciente oscuridad, las olas estaban llenas de rostros oscuros, y algunas siluetas saltaron de los costados de la goleta para nadar hasta ellos. Les dispararon en el agua, o les cortaron las manos sobre las regalas de los botes cuando trataron de subir a bordo. Finalmente consiguieron alejarse, con la estela iluminada por el barco en llamas detrás de ellos, y alcanzaron la costa al este de Rone. Permanecieron un rato con el agua hasta las rodillas, viendo cómo ardía el
Espectro
contra el cielo del atardecer. Finalmente el fuego alcanzó la santabárbara, y la goleta desapareció con una brillante explosión, que reverberó en un trueno profundo y breve alrededor de las colinas de la ensenada. Durante largo tiempo después, los restos del barco continuaron agitándose sobre las tranquilas aguas de la bahía mientras la tarde se convertía en noche.

Richard Hawkwood había cumplido su misión, y había llevado a la reina de Hebrion hasta Torunna. La enterraron sobre una colina con vistas al mar, y erigieron un montículo de piedra sobre su tumba.

Capítulo 20

Los correos llegaron a Torunn a la luz roja del alba, con los caballos casi desfondados, cubiertos de espuma y manchados de barro. Los hombres se deslizaron de sus sillas en el patio del palacio, y corrieron tambaleándose hacia las grandes puertas. Los guardias de la puerta tomaron los despachos y, tras unas palabras breves y urgentes, corrieron hacia el salón de armas.

Formio, regente de Torunna, se encontraba frente a la chimenea encendida en el interior. Sobre la enorme repisa a su espalda estaba el espacio vacío que había ocupado
Hanoran
, «la que responde». Pero el arma había partido a la guerra en manos del rey y, ¿quién sabía si volvería a estar colgada allí? El fimbrio se frotaba las manos con aire ausente junto al fuego y, cuando irrumpieron los guardias con los despachos, no pareció sorprenderse demasiado. Miró los sellos, asintió y dirigió unas palabras a los jadeantes soldados que los habían traído.

—Despertad a su majestad el sultán y pedidle que venga; con todo el respeto, cuidado. Y luego transmitid mis saludos al coronel Gribben, y decidle que ponga a toda la guarnición en estado de alerta y que se reúna también conmigo aquí.

Cuando los hombres volvieron a dejarlo solo, Formio abrió bruscamente los despachos y leyó su contenido frunciendo el ceño.

Rone, vigésimo día de Fonalon

Los himerianos han atacado por el sur. Sabíamos que podían hacerlo, pero han llegado con una fuerza mucho mayor de la esperada, y las huestes de Candelaria se han unido a sus filas. Mis hombres fueron derrotados en una batalla a cinco millas al este del río Candelan, y hemos retrocedido hasta Rone, donde se encuentra la base de los barcos del almirante Bersa. La mayor parte de ellos están en los diques, siendo reaprovisionados, y el almirante ha accedido a transferir a mi mando a los infantes de marina. Resistiré todo lo que pueda, pero necesito refuerzos. Solamente en el ejército de Perigraine hay unos veinticinco mil hombres. La mayor parte del ejército enemigo está compuesta de infantería, pero también tienen a unos cuantos de esos malditos Perros, y el miedo que inspiran es totalmente desproporcionado con respecto a su número
.

Creo que esto no es un simple ataque, sino una invasión a gran escala. El enemigo pretende ocupar todo el reino desde el sur mientras nuestras fuerzas están ocupadas en el norte. Necesito hombres, y rápido
.

Vuestro, con prisa
,

Steynar Melf

Oficial al mando del ejército del sur

Formio movió los labios blasfemando en silencio mientras leía el despacho. Adjunto al documento había una lista de reclutas y bajas y un tosco mapa de operaciones. Melf era un buen profesional, pero no un genio militar. E incluso con los infantes de marina de Bersa, le quedaban menos de cinco mil hombres para resistir a aquel gran ejército himeriano.

Formio levantó la vista cuando el sultán merduk entró en el salón, flanqueado por dos guardaespaldas. Con él llegó el coronel Gribben, el segundo al mando de la guarnición de Torunn, y un par de ayudas de campo. Todos ellos tenían la mirada borrosa y apagada propia de los hombres arrancados al sueño.

—Mi señor regente —dijo Nasir—, espero que esto sea…

—¿Cuándo podéis volver a tener a vuestros hombres en marcha, sultán? —preguntó ásperamente Formio.

Nasir cerró la boca de golpe. Abrió los ojos de par en par.

—¿Qué ha ocurrido?

—¿Cuándo?

El joven parpadeó.

—Hoy no. Acabarnos de llegar de una larga marcha. Los caballos necesitan algo más de descanso. Mañana por la mañana, supongo. —Nasir se frotó la lisa frente, mientras sus ojos se movían de derecha a izquierda bajo su mano.

—Bien. Gribben, quiero que escojas a diez mil hombres entre los mejores de la guarnición. Deben estar en forma y ser capaces de resistir una larga marcha forzada.

—¡Señor! —Gribben saludó, aunque su rostro era la viva imagen de la alarma y el desconcierto.

—La fuerza combinada partirá mañana al amanecer, y viajará ligera. Nada de mulas ni carretas. Los hombres llevarán sus raciones a la espalda. Y nada de artillería.

—¿Adónde vamos? —preguntó el sultán, con una voz muy parecida a la del niño que había sido tan poco tiempo atrás.

—Al sur. Los himerianos han invadido por allí y han derrotado a nuestras fuerzas. Parece que se nos han adelantado.

—¿Quién estará al mando, señor? —preguntó Gribben.

Formio vaciló. Miró a Nasir y estudió cuidadosamente sus palabras.

—Majestad, aún no habéis comandado un ejército en tiempo de guerra, y éste no es el momento de aprender. Os… os suplico que permitáis a un hombre más experimentado dirigir el ejército combinado. —Y Formio señaló con la cabeza a Gribben, que había combatido en todas las batallas del ejército toruniano desde Berrona, diecisiete años atrás, y que había sido ascendido por el propio Corfe.

Nasir se sonrojó.

—Eso sería impensable. No puedo entregaros a lo mejor del ejército de Ostrabar para que lo empleéis a voluntad, al menos no estando yo con mis hombres. Soy yo quien debe dirigirles, nadie más.

Formio dirigió una mirada firme al joven.

—Sultán, esto no es un juego ni una maniobra en los campos de entrenamiento. El ejército que viaje al sur no puede permitirse perder. No dudo de vuestro valor…

—No cederé el mando a un simple coronel. No podría hacer algo semejante y volver a mirar a mis hombres a la cara. Pero no me malinterpretéis, mi señor regente. No soy un chiquillo estúpido lleno de sueños de gloria. Si alguien asume el mando general, debéis ser vos, el regente de Torunna, el mismísimo gran Formio. A vos os obedecerán. —Nasir sonrió—. Y yo también, sultán o no.

Formio se sorprendió, pero tomó la decisión de inmediato.

—Muy bien, yo asumiré el mando. Gribben, tú te quedarás aquí en la capital. Majestad, agradezco vuestra comprensión. Tenemos mucho que hacer, caballeros, y sólo un día para hacerlo. Mañana a esta hora debemos estar en marcha hacia el sur.

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